Hoy era el día de la solidaridad en el centro. Multitud de atividades se habían preparado para recaudar fondos de ayuda para las misiones y todos los cursos participaban festivamente en el ambiente. Niños y adolescentes se mezclaban por el colegio corriendo de un sitio para otro. A mí me tocó esperar más tiempo encerrado en mi aula de cuarto: allí nos habían encomendado hacer algún ejercicio de concienciación.
Para mi asombro, alguien decidió cuestionar todo aquello. "Esto no es más que hipocresía, una fachada". Las actividades no eran más que "tonterías", desde su forma de pensar. Yo creía que aquello sería pasajero, pero conforme pasaba el dia, su humor se iba agriando. Algo la molestaba por dentro y no la dejaba en paz. Y reconozco que era algo que se me iba contagiando a mí también. Quizás porque la voz discrepante venía precisamente de la gente más concienciada del curso, pero también porque era una crítica que convenía recordar de cuando en cuando y que yo hacía mucho tiempo que había olvidado su importancia.
La crítica no es nada nueva: hoy ibamos de solidarios porque tocaba ser solidarios. Solidarios con su camiseta igual, repetido en seiscientos alumnos y adultos, en una forma que para un adolescente inquieto no es más que un ultrajante símbolo de borreguismo. Solidarios en caridad, en ofrecer una limosna una vez al año, como si tocara repartir migajas del festín que nos damos todos los días. Solidarios de fachada, cuando la solidaridad se disfraza de fiesta y de excusa para no tener clase. Solidaridad, bonita palabra manipulada, vaciada, manchada cuando la toca toda esta hipocresía.
Bien, llegados a este punto, podría intentar una refutación de todo esto. Importa el fin, el objetivo último, importa llegar a la conciencia de algunos, aunque sean pocos, etc etc... pero no quiero hacerlo. Me gustaría ponerme en la posición del adolescente serio (que cuando es serio, es mucho más incisivo que un adulto). Cuando nos hacemos adultos, este tipo de críticas se van disolviendo paulatinamente. Uno se acostumbra a seguir la corriente, en definitiva, a no plantearse la cuestión de la autenticidad de nuestros actos cotidianos. Y no creo que esto sea un signo de cobardía: lo más seguro es que el adulto tiene tantas batallas abiertas para luchar en lo que él cree que tiene que mantenerse íntegro, que decide combatir en lo esencial: perdemos muchas pequeñas batallas pero intentamos no perder la guerra. En definitiva, el adulto diría: "esto no es lo importante".
Pero esto tan evidente para un adulto, no tiene por qué estar claro para un adolescente (un adolescente que se pregunta quién es él, qué carajo hace en el mundo y por qué la gente se comporta como se comporta), y es bueno que sea así. Cuando esta chica me habló de sus sensaciones sobre este día, me sentí como delante de un espejo. Reconozco que yo sentía el mismo malestar cuando tenía su edad. Me recordaba tanto a mí mismo que no me atreví a contradecirla. Sí, es cierto. A tu forma, en tu vivencia, tenías toda la razón cuando ponías en duda la veracidad de todo este circo. Y tengo que confesar que sentía satisfacción al oír tu voz discrepante. Al menos, alguien lo suficientemente crítica como para darse cuenta de eso.
PD: Solo hay un detalle importantísimo en el que discrepo, y que valdría para escribir un artículo entero. Aquellos que sueñan con tener su integridad y su autenticidad completa, a prueba de bombas, corren el riesgo de ver un mundo que tarde o temprano se pone en su contra. La autenticidad es una cosa de los dioses o de los viejos héroes (inhumanos además). Pero por lo general los aprendices de héroes caen por el camino, y se convierten en todo lo contrario que deseaban ser. Ya sé que esto suena a mediocridad, pero ¿qué le vamos a hacer? La amargura se puede traducir en desilusión, y la desilusión en renegar por completo de tus sueños. Demasiadas veces ves a tu alrededor gente desilusionada por haberse creído un Dios que podía con todo e imponerse a todos (los superhombres apenas existen, Nietzsche no entendió esto). Espero que ojalá no te ocurra esto nunca y que orientes esa rabia comprensible hacia todas las cosas maravillosas que estarás destinada a hacer en tu vida.
Un abrazo.
Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.
miércoles, 29 de abril de 2009
lunes, 27 de abril de 2009
PUNTOS SUSPENSIVOS SOBRE BOLONIA
PUNTOS SUSPENSIVOS SOBRE BOLONIA.
No creo que la ciudad de Bolonia haya sido más famosa en la red que hoy en día. Existe tal saturación de información en Internet sobre el polémico tratado, que provoca en más de uno (yo me cuento entre ellos) una desorientación total sobre lo que esto puede significar. Ante todo porque lanzar elucubraciones sobre un tratado que no se ha puesto en marcha ni ha demostrado nada, es casi como hablar en un vacío absoluto. Pero precisamente es este vacío lo que más me asusta en torno a este tema.
El Plan de Bolonia, tal y como se ha concebido desde las instituciones europeas es, como todo documento europeo, una declaración tan abierta que da pie a que cada cual haga con ella lo que le venga en gana. Puede haber planteamientos totalmente divergentes sobre su financiación y puesta en práctica. Puede ser pública o privada, orientada al mercado o no, excluyente o social: se dibujan en el mapa multitud de posibles escenarios, no todos necesariamente malos. Maravillosos, estos documentos europeos que dejan todo en puntos suspensivos.
Desde organismos públicos se intenta tranquilizar la opinión social asegurando la permanencia de becas y del carácter público de la universidad, pero lo cierto es que una interpretación liberal que tienda a una exclusión social y una universidad elitista es bastante verosímil. De hecho este el desarrollo más goloso y atractivo para un estado que económicamente tiende hacia una crisis presupuestaria sin precedentes. En una época de crisis como la nuestra, me asaltan preguntas del tipo: ¿qué tipo de financiación tendrá la universidad ante un estado con un déficit crónico? ¿no conducirá esta crisis crónica a inflar las tasas académicas y reducir las becas, dinero a fondo perdido? ¿qué estudiante se arriesgará a pedir un crédito de al menos 2000 euros para un máster en un contexto de incertidumbre económica y de desempleo? ¿quién podrá pagar unos segundos ciclos que se prolongan dos años, sin recibir en el gran número de casos ningún tipo de remuneración por las prácticas? Es cierto que el endeudamiento crónico de la universidad no puede seguir por más tiempo, y que en la universidad se camina más cerca de tradiciones medievales y escolásticas que de la sociedad del siglo XXI (al menos en España), pero esta no es tal vez la solución a los problemas.
Cuando estaba explicando el tratado de Bolonia en la clase de tutoría, los alumnos se posicionaban en el peor de los escenarios posibles. Clara, Pablo, Soraya, Isabel, todos ponían el grito en el cielo ante lo que ellos llamaban la universidad de los ricos. Es cierto que eso es todavía una posibilidad, pero tenemos que prepararnos para esos escenarios, no en el plazo de un año o dos, sino en la carrera de fondo, que es donde se producen los cambios económicos y sociales de envergadura: precisamente en ese periodo de tiempo donde el ciudadano está más indefenso para reaccionar.
Y volviendo al vacío… Demasiadas veces una legislación socialmente neutra que no queda atada y bien atada, ha sido finalmente erosionada hasta quedar convertida en una sombra de lo que se proyectaba en un principio. Es ese miedo el que me incita a pensar en Bolonia como un acierto necesario que se puede convertir en pesadilla para muchos estudiantes no adinerados.
No creo que la ciudad de Bolonia haya sido más famosa en la red que hoy en día. Existe tal saturación de información en Internet sobre el polémico tratado, que provoca en más de uno (yo me cuento entre ellos) una desorientación total sobre lo que esto puede significar. Ante todo porque lanzar elucubraciones sobre un tratado que no se ha puesto en marcha ni ha demostrado nada, es casi como hablar en un vacío absoluto. Pero precisamente es este vacío lo que más me asusta en torno a este tema.
El Plan de Bolonia, tal y como se ha concebido desde las instituciones europeas es, como todo documento europeo, una declaración tan abierta que da pie a que cada cual haga con ella lo que le venga en gana. Puede haber planteamientos totalmente divergentes sobre su financiación y puesta en práctica. Puede ser pública o privada, orientada al mercado o no, excluyente o social: se dibujan en el mapa multitud de posibles escenarios, no todos necesariamente malos. Maravillosos, estos documentos europeos que dejan todo en puntos suspensivos.
Desde organismos públicos se intenta tranquilizar la opinión social asegurando la permanencia de becas y del carácter público de la universidad, pero lo cierto es que una interpretación liberal que tienda a una exclusión social y una universidad elitista es bastante verosímil. De hecho este el desarrollo más goloso y atractivo para un estado que económicamente tiende hacia una crisis presupuestaria sin precedentes. En una época de crisis como la nuestra, me asaltan preguntas del tipo: ¿qué tipo de financiación tendrá la universidad ante un estado con un déficit crónico? ¿no conducirá esta crisis crónica a inflar las tasas académicas y reducir las becas, dinero a fondo perdido? ¿qué estudiante se arriesgará a pedir un crédito de al menos 2000 euros para un máster en un contexto de incertidumbre económica y de desempleo? ¿quién podrá pagar unos segundos ciclos que se prolongan dos años, sin recibir en el gran número de casos ningún tipo de remuneración por las prácticas? Es cierto que el endeudamiento crónico de la universidad no puede seguir por más tiempo, y que en la universidad se camina más cerca de tradiciones medievales y escolásticas que de la sociedad del siglo XXI (al menos en España), pero esta no es tal vez la solución a los problemas.
Cuando estaba explicando el tratado de Bolonia en la clase de tutoría, los alumnos se posicionaban en el peor de los escenarios posibles. Clara, Pablo, Soraya, Isabel, todos ponían el grito en el cielo ante lo que ellos llamaban la universidad de los ricos. Es cierto que eso es todavía una posibilidad, pero tenemos que prepararnos para esos escenarios, no en el plazo de un año o dos, sino en la carrera de fondo, que es donde se producen los cambios económicos y sociales de envergadura: precisamente en ese periodo de tiempo donde el ciudadano está más indefenso para reaccionar.
Y volviendo al vacío… Demasiadas veces una legislación socialmente neutra que no queda atada y bien atada, ha sido finalmente erosionada hasta quedar convertida en una sombra de lo que se proyectaba en un principio. Es ese miedo el que me incita a pensar en Bolonia como un acierto necesario que se puede convertir en pesadilla para muchos estudiantes no adinerados.
miércoles, 22 de abril de 2009
PONERSE EN LA PIEL DEL OTRO
Si creemos que la crisis no está cambiando nuestra sensibilidad social, entonces estamos cerrando los ojos a la realidad. En las clases de ética me he dado cuenta del abismo que va del pensamiento de los alumnos de dos años a esta parte. Hace un par de cursos, el parado era sinónimo de "vago", el que cobraba el subsidio de desempleo era considerado casi como un parásito social, y la clase media era la sufrida víctima de estos chupadores de sangre. Naturalmente no todos los alumnos pensaban así, pero sí configuraban un pequeño grupo ruidoso, celoso de sus derechos y secundado por la mayoría silenciosa. Cuando empecé a tratar el tema este año me sorprendió el hecho de que ese grupo protestón se reducían a una o dos voces tímidas, y que el habitual silencio de la clase se convertía en hostilidad manifiesta hacia ellos. Por el contrario, sus oponentes se habían hecho más osados. "Hay que ponerse en la piel de los demás", decían Clara y Soraya en 4 º B. "Te podía tocar a ti". La crisis no perdona a nadie. Del parásito y el vago hemos pasado a hablar de personas en carne y hueso, víctimas de un sistema económico que ahora se rebela sumamente injusto. Mi sorpresa se hacía cada vez mayor, cuando proponían incluso que el estado debería mantener algún tiempo más la ayuda a los desempleados, incluso cuando estos hubieran agotado el subsidio.
Sí, parece ser que las crisis, con todo lo malo que tienen, nos permiten descender de las alturas, nos hacen más vulnerables, y con ello también más sensibles. Más humanos, en una palabra. El hombre acomodado es sacado de su urna de cristal y se ve con el desempleado. Esto naturalmente produce miedo, pero también otros sentimientos menos negativos, entre ellos la solidaridad. En algún momento del curso siempre acabo hablando de cómo se fraguó el estado social en Gran Bretaña: bajo tierra y durante la II Guerra Mundial. Fue en los subterráneos y en los metros de Londres donde por primera vez se encontraron el rico y el pobre cara a cara. Las bombas de Hitler habían sacado al rico de su palacio y al pobre de su casucha y habían hecho olvidar cualquier distinción social. Sabían que si querían superar la crisis tenían que luchar codo a codo. Naturalmente, cuando los ingleses ganaron la guerra, sabían que las cosas tenían que cambiar, que no era posible volver a los privilegios de antes y que tenían el deber de construir una sociedad más justa. Las crisis, como decía antes, nos hacen más humanos.
Sí, parece ser que las crisis, con todo lo malo que tienen, nos permiten descender de las alturas, nos hacen más vulnerables, y con ello también más sensibles. Más humanos, en una palabra. El hombre acomodado es sacado de su urna de cristal y se ve con el desempleado. Esto naturalmente produce miedo, pero también otros sentimientos menos negativos, entre ellos la solidaridad. En algún momento del curso siempre acabo hablando de cómo se fraguó el estado social en Gran Bretaña: bajo tierra y durante la II Guerra Mundial. Fue en los subterráneos y en los metros de Londres donde por primera vez se encontraron el rico y el pobre cara a cara. Las bombas de Hitler habían sacado al rico de su palacio y al pobre de su casucha y habían hecho olvidar cualquier distinción social. Sabían que si querían superar la crisis tenían que luchar codo a codo. Naturalmente, cuando los ingleses ganaron la guerra, sabían que las cosas tenían que cambiar, que no era posible volver a los privilegios de antes y que tenían el deber de construir una sociedad más justa. Las crisis, como decía antes, nos hacen más humanos.
martes, 21 de abril de 2009
DEVORADORES DE VERDAD
Cuando leo el periódico a veces me invade un sensación extraña. Uno lee artículos y cae en la cuenta de la trayectoria vital de algunos intelectuales. "Quién le habría visto de joven", pensaba yo al imaginarme gente como Vargas Llosa, Jiménez Losantos, Tamames o incluso el papa Benedicto XVI en sus años mozos. Existe un amplio grupo de personas que su trayectoria ideológica no deja de ser cuanto menos chocante, unos enroques ideológicos pasmosos que no dejan de llamar la atención. No quiero enjuiciar aquí si rectificar no es de sabios, o el derecho que cada individuo tiene de definir una trayectoria personal dependiendo de su experiencia vital. Tampoco se me ocurre llamar a estos personajes arribistas o chaqueteros: no los conozco y en caso de serlo, no llegarían ni a la suela de los zapatos de Talleyrand o nuestro duque de Ripperdá. Lo que me llama la atención poderosamente de estos casos es cómo la arrogancia y la creencia de poseer la verdad absoluta se mantiene a lo largo de sus escritos y sus etapas intelectuales. Es como si reconociendo que han errado una vez, se tornasen incapaces de reconocer que pueden volver a cometer ese mismo fallo. ¿Por qué ocurre esto?
Creo que Nietzsche fue el primero en afirmar que los hombres necesitan construirse seguridades a su alrededor para afrontar el vacío de la existencia, sobre todo una vez que dios ha muerto. En cualquier caso, su intuición ha tenido éxito: Giddens repite en nuestros días que necesitamos "seguridad ontológica" y que esa además, es una de las claves para explicar el auge del conservadurismo actual. Es decir, si muere una verdad, tenemos que buscar otra: somos incapaces de permanecer en la cuerda floja del nihilismo o de mantenernos en un estado de duda y búsqueda continua de la certeza. Quiero dejar claro que esa "verdad" no tiene que ver directamente con nuestra filosofía. Como decía en una clase de bachillerato, unos encontrarán la seguridad en una familia, algunos en un destino profesional, muchos en irse de compras y unos pocos… en una creencia política o incluso una filosofía. El problema de esas creencias políticas es cuando estas se vuelven absolutas. No pueden existir entonces verdades a medias: el dogmatismo es lo único válido, porque es lo único que elimina el miedo (el miedo a equivocarse, como decíamos antes). La duda que me queda para los liberales arrepentidos de un pasado socialista es lo que pasará a partir de ahora, en las horas bajas del dios del mercado. ¿Cuánto tiempo tendrán que esperar para encontrar otra certeza absoluta?
domingo, 19 de abril de 2009
ENSEÑANZAS DESDE LA ERA DE ACUARIO (III)
Con estos temas iban pasando los minutos de la clase. Necesariamente, tuve que concluir la exposición en la siguiente hora. Estaba centrado ya en la última cuestión, una pregunta más concreta y que yo también me hago en ocasiones: ¿por qué narices los adolescentes se preocupan tanto por los signos del zodíaco y su personalidad? ¿Por qué muchos en clase nos interesamos por este tema? Como en otras ocasiones, en el interrogante aparece parte de la respuesta. Porque tú eres adolescente. Porque estás en busca, porque estás escribiendo los lemas de tu identidad, y por qué tú eres parte activa en la construcción de esa identidad.
Acabé la clase soltando una parrafada de los vikingos, la psicología del desarrollo, Erikson, y el estado de moratoria permanente de la adolescencia, pero podría haberme quedado muy a gusto escribiendo el graffiti del oráculo de Delfos: “Conócete a ti mismo”, y olvidémonos de lo demás.
Acabé la clase soltando una parrafada de los vikingos, la psicología del desarrollo, Erikson, y el estado de moratoria permanente de la adolescencia, pero podría haberme quedado muy a gusto escribiendo el graffiti del oráculo de Delfos: “Conócete a ti mismo”, y olvidémonos de lo demás.
ENSEÑANZAS DESDE LA ERA DE ACUARIO (II)
Mi siguiente pregunta estaba relacionada no tanto con el destino, sino con las características de la personalidad, dependiendo de tu fecha de nacimiento. Les expliqué las características de mi signo Acuario, y cómo me permitía explicar algunas cosas de mi personalidad: pensativo, racional, impredecible, poco comprometido… Todo ello relacionado con el signo de aire y la órbita errática de Urano (una fantástica muestra de pensamiento analógico antiguo para nuestros días). Rápidamente muchos empezaron a preguntar qué eran ellos de acuerdo con su signo. Llegamos entonces a la pregunta crucial, me atreví a decir. “¿Qué tiene que ver la astrología con la psicología y la ciencia actual?” La pregunta es siempre la misma: qué es el hombre. Y recordábamos que no era un interrogante exclusivo de la filosofía, sino de otros muchos saberes humanos.
Y pasamos a la siguiente cuestión: “¿Qué influye para contestar a esa pregunta por el hombre?” Recapacitemos: si los astrólogos defendían el orden del firmamento, o Hipócrates la materia fundamental de nuestro cuerpo (aire, tierra, fuego y agua); los elementos primigenios se han transformado por los biólogos actuales en un código genético; la teoría social convirtió el viejo destino en una determinación socioeconómica, cultural o psicológica. En definitiva, la única diferencia ha sido un progresivo engrosamiento del carácter racional de nuestra explicación sobre qué es el hombre. Porque la otra gran posible preocupación, “¿dónde queda la libertad del hombre para decidir por su destino?”, la pueden contestar de la misma forma tanto un científico radical como un maestro de las ciencias ocultas. Esta es la última similitud -y la más paradójica quizás- que pueden existir entre estos dos campos.
En conclusión: si me dieran a elegir entre un supersticioso amante de las ciencias ocultas y un sociobiólogo dogmático que reduce el comportamiento humano a una cuestión de proteínas y enzimas, entraría en duda. Quizás hasta me quedase con el primero: por lo menos defendería un mundo encantado, como quería Ana.
Y pasamos a la siguiente cuestión: “¿Qué influye para contestar a esa pregunta por el hombre?” Recapacitemos: si los astrólogos defendían el orden del firmamento, o Hipócrates la materia fundamental de nuestro cuerpo (aire, tierra, fuego y agua); los elementos primigenios se han transformado por los biólogos actuales en un código genético; la teoría social convirtió el viejo destino en una determinación socioeconómica, cultural o psicológica. En definitiva, la única diferencia ha sido un progresivo engrosamiento del carácter racional de nuestra explicación sobre qué es el hombre. Porque la otra gran posible preocupación, “¿dónde queda la libertad del hombre para decidir por su destino?”, la pueden contestar de la misma forma tanto un científico radical como un maestro de las ciencias ocultas. Esta es la última similitud -y la más paradójica quizás- que pueden existir entre estos dos campos.
En conclusión: si me dieran a elegir entre un supersticioso amante de las ciencias ocultas y un sociobiólogo dogmático que reduce el comportamiento humano a una cuestión de proteínas y enzimas, entraría en duda. Quizás hasta me quedase con el primero: por lo menos defendería un mundo encantado, como quería Ana.
ENSEÑANZAS DESDE LA ERA DE ACUARIO
Las clases de psicología de la personalidad empezaron hablando de los horóscopos. “¿Quién cree en el destino escrito en las estrellas?”, pregunto en la clase de Bachillerato. Habitualmente, nadie da un trato de favor hacia el zodíaco. Somos escépticos ante sus predicciones. David S., metido sin querer a filósofo ilustrado, las reducía a una engañifa: “en los horóscopos escuchas lo que tú quieres oír”. María R. representaba la perspectiva más escéptica y científica. “Eso no está comprobado, y por lo tanto es falso”. Yo les recordé por otro lado que si se declaraban cristianos o creían en la libertad humana no podían creer ciegamente en los horóscopos. Carla sugirió que el firmamento en ningún momento determinaría la acción del hombre, sino que solo influiría sobre ella. María Jesús representaba el lado más místico y abierto: “Si la luz del día y la noche, o la luna nos influye, ¿por qué no habría de influirnos el universo entero en nuestro nacimiento?”. El que una cosa o un hecho no esté comprobado por la ciencia, no quiere decir que sepamos con certeza que no existe. No es un argumento a favor de la existencia de esa influencia, pero al menos rebaja las pretensiones arrogantes de los científicos. O como decía Ana Isabel en una ocasión: “¡Echamos de menos la magia en este mundo!”. Dejamos el problema en puntos suspensivos.
sábado, 18 de abril de 2009
LAS ABEJITAS DE MANDEVILLE Y WALL STREET
Dentro de los grandes mitos fundacionales del liberalismo, figura en un primerísimo lugar la fábula de las abejas de Mandeville. Las abejitas, que actuaban siguiendo su vicio y placer, reportaban inconscientemente beneficios a la colonia. Pensemos en los ricos de nuestra sociedad. La abeja rica se despreocupa de las demás, solo busca obtener más beneficios, y gastarlos. Pero al gastar su dinero se inicia el círculo virtuoso: da trabajo a multitud de abejas pobres, y ayuda a distribuir los beneficios que ya sea por su duro esfuerzo o por razones menos virtuosas (la especulación, el robo, la herencia, la suerte y un largo etcétera, todo vale). Reconozco que la fábula de Mandeville me fascina y apunta a intuiciones sumamente importantes para la economía. Pero el problema es tomar una fábula como un criterio científico, absoluto, aplicable a cualquier circunstancia histórica. Y eso fue lo que hizo el liberalismo con estas enseñanzas.
Pensemos que en torno a tan sencilla fábula, han girado algunas de las medidas económicas típicas de las administraciones americanas y europeas en los últimos treinta años: Bajemos los impuestos de las abejitas ricas y estimulemos sus vicios privados (el beneficio a corto plazo, especulativo o sus salarios desorbitantes), porque ayudando al rico, socorreremos de rebote al más pobre, que trabajará para el rico.
Desgraciadamente, en los últimos años hemos visto que la fábula no funciona con la perfección que esperaban los liberales de ella. La abeja viciosa -y por lo tanto rica- ha demostrado ser más destructiva de lo que esperaba Mandeville de ella. El rico se ha enriquecido a costa de los demás (otros ricos y muchos pobres: temible juego de suma cero) y ese efecto colateral de beneficiar a más gente con sus vicios particulares no compensa ni de lejos el daño provocado a la colonia de abejas en conjunto.
En definitiva, los vicios privados, inmorales, no siempre generan un beneficio público.
Los ejecutivos de Wall Street han perdido la aureola de santidad que lograron en las últimas décadas y se vuelven a ver como esos desalmados hombres de chistera, fumadores de puros que inmortalizó Eisenstein en sus películas de blanco y negro de la caída Unión Soviética. Lo impensable hace un par de años.
Pensemos que en torno a tan sencilla fábula, han girado algunas de las medidas económicas típicas de las administraciones americanas y europeas en los últimos treinta años: Bajemos los impuestos de las abejitas ricas y estimulemos sus vicios privados (el beneficio a corto plazo, especulativo o sus salarios desorbitantes), porque ayudando al rico, socorreremos de rebote al más pobre, que trabajará para el rico.
Desgraciadamente, en los últimos años hemos visto que la fábula no funciona con la perfección que esperaban los liberales de ella. La abeja viciosa -y por lo tanto rica- ha demostrado ser más destructiva de lo que esperaba Mandeville de ella. El rico se ha enriquecido a costa de los demás (otros ricos y muchos pobres: temible juego de suma cero) y ese efecto colateral de beneficiar a más gente con sus vicios particulares no compensa ni de lejos el daño provocado a la colonia de abejas en conjunto.
En definitiva, los vicios privados, inmorales, no siempre generan un beneficio público.
Los ejecutivos de Wall Street han perdido la aureola de santidad que lograron en las últimas décadas y se vuelven a ver como esos desalmados hombres de chistera, fumadores de puros que inmortalizó Eisenstein en sus películas de blanco y negro de la caída Unión Soviética. Lo impensable hace un par de años.
lunes, 6 de abril de 2009
ARISTÓTELES Y LOS TRILOBITES
Hace unos pocos días hice una salida con la bici a los alrededores de la Montaña. Iba con mochila y martillo para observar una serie de zanjas donde podría encontrar nuevos minerales para mi colección. Mi sorpresa fue mayúscula, cuando al atravesar unos prados, me encontré con unas pizarras pardas. Por curiosidad abrí un par de pizarras. Encontré unos graptolites y lo que debía ser unas conchas fósiles. Pero después, probé suerte y me encontré ni más ni menos que con un pequeño trilobites. ¡Era mi primer trilobites! Me emocioné mucho con el hallazgo. Se abrían ante mí los mares de hace más de cuatrocientos millones de años, y me sentía como un testigo silencioso de aquella época lejana. Animales extinguidos, fondos oceánicos, se reconstruyen en la imaginación. Reconocer el suelo que pisas y ordenarlo en tu mente, entender por qué hay una montaña y no un mar, por qué existe agua en tu ciudad. Saber todo esto resulta completamente inútil para mi vida diaria, pero me produce una particular relajación en mi mente. Cualquiera que lea esto lo podrá considerar una auténtica estupidez, y entiendo que esta sensación es rara entre la gente. Pero me pregunto por qué.
Aristóteles, uno de los padres de la filosofía y el primer biólogo de la historia, decía que la filosofía nace de la admiración ante el mundo. La admiración genera una pregunta, la pregunta busca un orden, y la razón intenta averiguar ese orden oculto de la realidad. Esta afirmación se la han quedado, injustamente, los filósofos para su haber personal y su disciplina académica, cosa que en la época de Aristóteles no existía: la filosofía incluía la sabiduría humana en sentido general, aunque hiciera la distinción entre las ciencias de los últimos principios, importantes por sí mismas, y las ciencias prácticas, valiosas por sus resultados. Pero la gran desgracia fue que este punto de partida, esta admiración ante la naturaleza, se perdió poco a poco entre los científicos (o mejor dicho, cuando la ciencia se convirtió en técnica). La naturaleza se convirtió así en enemiga, adversaria a controlar o avasallar. Pensemos que muchos científicos hablan siempre de ella en condiciones de “enfrentamiento”, incluso cuando les mueve a una motivación puramente intelectual, y se sienten dolidos por no resolver los últimos misterios de ella (qué es la vida, cual es el origen del universo…). A pesar de todas las cosas maravillosas que nos ha enseñado esta visión de la ciencia, nos olvidamos que provenimos de ella, que somos parte de la misma y que es hermosa de estudiar por sus propios méritos. En la ciencia se premia el dominio, el control, la utilidad económica, en último término; es inútil el conocimiento en sí, su observación.
Es por eso que la geología como afición interese a tan poca gente. Hay que hacer un esfuerzo por descubrirla, y dejarte engatusar por su orden y su belleza. Todo esto se traduce lejanamente en el sistema educativo, como siempre. Si preguntamos a un alumno de ciencias por qué ha elegido esa rama en lugar de las sociales o humanidades, intuimos que su interés por tales ciencias en ocasiones no pasa de ser anecdótico. Hay pocos científicos en nuestras escuelas, muy pocos. Y la cuestión no es puramente de escasos incentivos económicos. Puedo entender que un adolescente sienta indiferencia ante la filosofía. No entiendo sin embargo que pueda aborrecer la ciencia de la naturaleza, o que al menos no se deje maravillar por ellas. Una educación como la actual, tan volcada en el ámbito científico no puede permitirse semejante indiferencia.
Aristóteles, uno de los padres de la filosofía y el primer biólogo de la historia, decía que la filosofía nace de la admiración ante el mundo. La admiración genera una pregunta, la pregunta busca un orden, y la razón intenta averiguar ese orden oculto de la realidad. Esta afirmación se la han quedado, injustamente, los filósofos para su haber personal y su disciplina académica, cosa que en la época de Aristóteles no existía: la filosofía incluía la sabiduría humana en sentido general, aunque hiciera la distinción entre las ciencias de los últimos principios, importantes por sí mismas, y las ciencias prácticas, valiosas por sus resultados. Pero la gran desgracia fue que este punto de partida, esta admiración ante la naturaleza, se perdió poco a poco entre los científicos (o mejor dicho, cuando la ciencia se convirtió en técnica). La naturaleza se convirtió así en enemiga, adversaria a controlar o avasallar. Pensemos que muchos científicos hablan siempre de ella en condiciones de “enfrentamiento”, incluso cuando les mueve a una motivación puramente intelectual, y se sienten dolidos por no resolver los últimos misterios de ella (qué es la vida, cual es el origen del universo…). A pesar de todas las cosas maravillosas que nos ha enseñado esta visión de la ciencia, nos olvidamos que provenimos de ella, que somos parte de la misma y que es hermosa de estudiar por sus propios méritos. En la ciencia se premia el dominio, el control, la utilidad económica, en último término; es inútil el conocimiento en sí, su observación.
Es por eso que la geología como afición interese a tan poca gente. Hay que hacer un esfuerzo por descubrirla, y dejarte engatusar por su orden y su belleza. Todo esto se traduce lejanamente en el sistema educativo, como siempre. Si preguntamos a un alumno de ciencias por qué ha elegido esa rama en lugar de las sociales o humanidades, intuimos que su interés por tales ciencias en ocasiones no pasa de ser anecdótico. Hay pocos científicos en nuestras escuelas, muy pocos. Y la cuestión no es puramente de escasos incentivos económicos. Puedo entender que un adolescente sienta indiferencia ante la filosofía. No entiendo sin embargo que pueda aborrecer la ciencia de la naturaleza, o que al menos no se deje maravillar por ellas. Una educación como la actual, tan volcada en el ámbito científico no puede permitirse semejante indiferencia.
domingo, 5 de abril de 2009
EL ERROR DE DESCARTES
Descartes tiene un hermoso episodio en el Discurso del Método, en el que nos habla de su búsqueda particular de la verdad, señala, que una vez terminados sus estudios, se dedicó a investigar “el gran libro del mundo”. Así nos dice: “dediqué el resto de mi juventud a viajar, a ver cortes y ejércitos, a frecuentar la sociedad de personas de diversos humores y condiciones, a recoger diversas experiencias, a ponerme en mí mismo a prueba en las circunstancias que la fortuna me propiciaba, y a reflexionar en toda ocasión sobre las cosas que se me presentaban de tal manera que pudiera sacar provecho.
Esta sería una prometedora forma de empezar una filosofía del viajero. Sin embargo, Descartes no va a tener suerte en su búsqueda. No va a encontrar nada seguro en su experiencia viajera, en una Europa sometida a la peste, la guerra y la intolerancia. Cada pueblo tiene sus costumbres, y no hay seguridad en las mismas. Aquello que nos parece extravagante y ridículo en un país, resulta ser algo cotidiano en otro. Los cuadros de Velázquez reflejan una corte de España católica, celosa de sus privilegios y que bebe chocolate. Rembrandt retrata holandeses calvinistas que se dedican al comercio y fuman en costosas y alargadas pipas de cerámica. Y así sucesivamente en cada país. En definitiva, la diversidad humana, en una época de crisis, entendida como algo evitable y negativo.
Frente a esta incertidumbre, tan solo nos dice: respeta las leyes de cada país, vive con moderación, sé realista en tus deseos, y busca aquel trabajo que más te guste. Sin embargo esas reglas de vida elementales no le valía a este filósofo, dedicado a encontrar una verdad más segura, y naturalmente renunciaba por completo a cualquier acción pública: “sé espectador, no actor, en las comedias del mundo”. La intolerancia no salva ni a los más poderosos, como a Enrique IV.
Y aquí se inicia la andadura de Descartes como filósofo. Preocupado por encontrar un método seguro y una verdad absoluta, Descartes se aleja más y más de la realidad y encuentra refugio en las matemáticas, la metafísica y un alejado Dios constructor del mundo. La historia y el estudio del hombre pasan de largo como contingencias, conocimientos inseguros de los que hay que rehuir. Y Descartes pone los cimientos de un inmenso monumento dedicado a la razón absoluta, que seguirán construyendo un filósofo detrás de otro durante dos siglos enteros hasta alcanzar el gran orgasmo mental de Hegel. Para muchos, he aquí la gran cagada de la historia de la filosofía, la putrefacción de una pregunta, el alejamiento de la verdadera realidad, compleja e inabarcable desde los fríos conceptos. Los académicos ubican la primera piedra de esa estatua aberrante en Parménides o Platón, pero en aquella época la realidad que les rodeaba estaba todavía sometida a demasiados encantamientos como para destruir su magia.
No, el filósofo en cuanto que busca una esencia superior a la realidad que le rodea, acaba traicionándola. Cuando más cerca estamos de un Dios o de un modelo matemático, más lejos estaremos de los hombres. La sombra de Descartes es sumamente alargada y abarca desde aquellos científicos que denuncian precisamente “el error de Descartes”, hasta los teólogos que se creen inspirados por una verdad divina y racional: los dos metidos a sastres, con un patrón común, en el que caben todos los hombres. Por lo menos, Descartes se abstuvo de decir qué es lo que tenían que pensar los demás.
Esta sería una prometedora forma de empezar una filosofía del viajero. Sin embargo, Descartes no va a tener suerte en su búsqueda. No va a encontrar nada seguro en su experiencia viajera, en una Europa sometida a la peste, la guerra y la intolerancia. Cada pueblo tiene sus costumbres, y no hay seguridad en las mismas. Aquello que nos parece extravagante y ridículo en un país, resulta ser algo cotidiano en otro. Los cuadros de Velázquez reflejan una corte de España católica, celosa de sus privilegios y que bebe chocolate. Rembrandt retrata holandeses calvinistas que se dedican al comercio y fuman en costosas y alargadas pipas de cerámica. Y así sucesivamente en cada país. En definitiva, la diversidad humana, en una época de crisis, entendida como algo evitable y negativo.
Frente a esta incertidumbre, tan solo nos dice: respeta las leyes de cada país, vive con moderación, sé realista en tus deseos, y busca aquel trabajo que más te guste. Sin embargo esas reglas de vida elementales no le valía a este filósofo, dedicado a encontrar una verdad más segura, y naturalmente renunciaba por completo a cualquier acción pública: “sé espectador, no actor, en las comedias del mundo”. La intolerancia no salva ni a los más poderosos, como a Enrique IV.
Y aquí se inicia la andadura de Descartes como filósofo. Preocupado por encontrar un método seguro y una verdad absoluta, Descartes se aleja más y más de la realidad y encuentra refugio en las matemáticas, la metafísica y un alejado Dios constructor del mundo. La historia y el estudio del hombre pasan de largo como contingencias, conocimientos inseguros de los que hay que rehuir. Y Descartes pone los cimientos de un inmenso monumento dedicado a la razón absoluta, que seguirán construyendo un filósofo detrás de otro durante dos siglos enteros hasta alcanzar el gran orgasmo mental de Hegel. Para muchos, he aquí la gran cagada de la historia de la filosofía, la putrefacción de una pregunta, el alejamiento de la verdadera realidad, compleja e inabarcable desde los fríos conceptos. Los académicos ubican la primera piedra de esa estatua aberrante en Parménides o Platón, pero en aquella época la realidad que les rodeaba estaba todavía sometida a demasiados encantamientos como para destruir su magia.
No, el filósofo en cuanto que busca una esencia superior a la realidad que le rodea, acaba traicionándola. Cuando más cerca estamos de un Dios o de un modelo matemático, más lejos estaremos de los hombres. La sombra de Descartes es sumamente alargada y abarca desde aquellos científicos que denuncian precisamente “el error de Descartes”, hasta los teólogos que se creen inspirados por una verdad divina y racional: los dos metidos a sastres, con un patrón común, en el que caben todos los hombres. Por lo menos, Descartes se abstuvo de decir qué es lo que tenían que pensar los demás.
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