Leo El viaje a la vida, y como en todos los libros del Punset, disfruto leyéndolo, aprendo muchas cosas, pequeños detalles curiosos e intuiciones estupendas, pero me falta algo así como una visión global que me haga sentir satisfecho. Es más, cuando me empeño en buscar esa visión global en sus libros me produce una honda sensación de vacío. El viaje a la vida me crea más desasosiego cuando nos propone una ilusión política: el anarquismo como futuro espacio político de importancia para las generaciones venideras. No es que el anarquismo me produzca rechazo (más bien al contrario), pero es muy difícil hablar sobre el mismo sin meterse en aguas turbulentas. Son muchas las personas que se han declarado anarquistas tan solo porque han cuestionado el papel del estado como gestor político. Después, sus utopías políticas son tan distintas que resulta imposible combinarlas en un mismo sueño de libertad y emancipación.
El libro de Punset parte de dos principios: la gestión ineficaz y autoritaria del estado para atender a la compleja sociedad humana y por otro lado una nueva base antropológica que permite justificar un pensamiento político más autónomo basado en ideales libertarios. Por supuesto, esa base antropológica tiene como estructura fundamental la neurociencia, en la que tantos esfuerzos e ilusiones ha depositado Punset.
Sobre lo primero, Punset selecciona cuidadosamente sus fuentes. Habla de libertarios políticos y sindicales, y por si acaso, deja sin citar todo el libertarismo conservador de los economistas ultraliberales ni tampoco cualquier alusión positiva a un estado del bienestar. El estado es condenado desde su mismísima formación en el Neolítico, asociándolo con sistemas autoritarios y represivos donde se produce la dominación de los pocos sobre muchos. Y todo esto es verdad, pero también lo es su contrario. Se me ocurre imaginar qué habrá pensado Punset del libro de Thomas Pikkety sobre el capital, cuando este sostiene que la única forma de distribución exitosa de la riqueza en la historia ha sido realizada desde el mismo estado. La interpretación de Punset es cuanto menos, sesgada. Y más que la desaparición del estado, necesitamos un estado mínimo pero extremadamente eficiente. Punset, por poner un ejemplo, nos habla de un cambio de mentalidad basado en una nueva educación, pero no nos permite identificar al gestor de esa educación fuera de la esfera estatal (o por lo menos no dice nada a este respecto).
Para justificar esto, nuestro Punset picotea entre autores, citas y libros que permiten más o menos crear una imagen mínimamente coherente para su visión libertaria. Y puesto que es un ensayo, uno tiene todo el derecho a hacerlo. Pero sin embargo, una lectura rápida también nos permite ver un poco sus aciertos y fallos: mucha cita neurocientífica, ciencia cognitiva y autores libertarios mezclados en batiburrillo, y algunas citas antropológicas e históricas tomadas un poco con pinzas. Pero en el fondo, muy poca historia y casi nada de teoría social. Está muy claro que Punset, como buen ensayista, no quiere remover demasiado las aguas que le pueden ocasionar tempestades.
La neurociencia deja de lado la vieja racionalidad al uso -apropiada por los viejos estados- y Punset abraza la intuición, una inteligencia emocional más básica. se suma ahora al carro de la empatía (y con ella al cooperativismo). Neuronas espejo, experimentos con primates, parecen indicarnos que tendemos al colaboracionismo más que a la competencia. Pero en realidad, esto es tan viejo como Aristóteles, solo que el viejo filósofo usaba argumentos mucho más sencillos que los encefalogramas y demás pruebas neurológicas. Al griego le bastó ver las hormigas y escucharnos a nosotros mismos hablar para darse cuenta que había muchas más cosas que nos unían que las que nos separaban. Y sin embargo, estas intuiciones tan sencillas ciertamente se ahogaron en el advenimiento de la Edad Moderna, entre el miedo antropológico de Hobbes, las proezas de Robison Crusoe, y los sueños de Rousseau. Por último, las interpretaciones que se hicieron a partir de Darwin para la sociedad y el mercado, acabaron de crear un panorama antropológico antisocial.
Al menos, hay que reconocer que esta nueva edad de la empatía marcada por la neurociencia ha hecho saltar por los aires cualquier tradición socialdarwinista o sociobiológica basada en la lucha atroz por la supervivencia. Pero tampoco conviene dejarse llevar por ilusiones infundadas. El cerebro humano tiende a la empatía y a la cooperación, pero eso no quiere decir que tengamos una especie de solidaridad universal programada en el cerebro o que los derechos humanos lleguen a ser innatos a nuestra especie. Solo significa que tenemos el potencial para ser educados en una sociedad cooperativa, que nuestro cerebro está perfectamente preparado para ello. Nuestra capacidad empática no excluye el riesgo de la discriminación o el racismo. Pensemos que podemos tener redes empáticas al mismo tiempo que comportamientos racistas. Un nazi al uso podía ser un padre amante de sus hijos, un buen amigo y un excelente patriota. Pero eso no excluía que después no vacilase en apretar el gatillo para exterminar a un judío.
Al menos, hay que reconocer que esta nueva edad de la empatía marcada por la neurociencia ha hecho saltar por los aires cualquier tradición socialdarwinista o sociobiológica basada en la lucha atroz por la supervivencia. Pero tampoco conviene dejarse llevar por ilusiones infundadas. El cerebro humano tiende a la empatía y a la cooperación, pero eso no quiere decir que tengamos una especie de solidaridad universal programada en el cerebro o que los derechos humanos lleguen a ser innatos a nuestra especie. Solo significa que tenemos el potencial para ser educados en una sociedad cooperativa, que nuestro cerebro está perfectamente preparado para ello. Nuestra capacidad empática no excluye el riesgo de la discriminación o el racismo. Pensemos que podemos tener redes empáticas al mismo tiempo que comportamientos racistas. Un nazi al uso podía ser un padre amante de sus hijos, un buen amigo y un excelente patriota. Pero eso no excluía que después no vacilase en apretar el gatillo para exterminar a un judío.
En definitiva, la neurociencia no aporta más que otro gran discurso o relato de emancipación, otro cuento más, muy sugerente y positivo por supuesto, similar a los pensadores ilustrados, los creadores de los derechos humanos o los defensores del esperanto. En una conocida intervención Franz de Waals, uno de los líderes del estudio de la empatía en el mundo animal, decía que la empatía o la solidaridad no era un invento de los filósofos del siglo XVIII sino un comportamiento que se podía probar ya en los animales anteriores al hombre. Lo que olvidan tanto el holandés como Punset es que para que esto ocurra en la especie humana a gran escala social, necesitamos un cuento de legitimación con el que nos identifiquemos y que permtia construir una comunidad imaginada, puramente inventada por nosotros mismos, con la que nos sentimos a gusto. Ponerse el disfraz de que nuestro cuento es científico y por lo tanto más objetivo -y por lo tanto moralmente superior- no debe hacernos olvidar que cuando damos el salto a lo normativo o lo ético, la complejidad social puede destruir o dar la vuelta a nuestros relativamente sencillos mapas neurocientíficos, como la realidad hizo soltar por los aires el ideal de la sociedad sin clases de Marx. Y digo todo esto sin meternos en fregados filosóficos como la falacia naturalista de Hume.