Pues sí. Quedé como
un pasmarote escuchando semejante aseveración de la voz de aquel individuo tan
seguro de sí mismo, y deseoso de contagiar ese entusiasmo optimista a todo su
concurrido público. Era un psicólogo especializado en gestión de recursos humanos,
pero podría ser un economista o un director de marketing. Todos ellos,
ingenieros perfectos de las palabras y los conceptos.
“La crisis no
existe”. Volvió a repetir. “Somos nosotros quienes formamos parte de ella. Es
nuestra mente la que ha entrado en esa dinámica, y le toca a ella salir de
ahí”. La crisis, reducida a un mero estado mental. Una afirmación de monje
budista, negadora de la existencia de la realidad física, o idealista,
defensora de una conciencia sobrehumana que puede superar cualquier dificultad.
Hastael mismísimo Sartre palidecería ante semejante atrevimiento.
“Es cierto, se habla
de crisis”, asegura este psicólogo, “una palabra mágica que debemos amoldar a
nuestras aspiraciones y deseos”. Nuestros tiempos son tiempos de crisis. La crisis
toca las vidas de millones de individuos, a veces actuando como argumento
principal y otras como simple atrezzo
de fondo en sus circunstancias personales. Nos ha acompañado durante varios
años de forma intensa y se resistirá a dejarnos. Millones de desempleados,
cifras interminables de desplazados y retornados, expectativas truncadas, condiciones
miserables para una tercera parte del país; esta ha sido (y sigue siendo) la
realidad cotidiana en la vida de muchos europeos del sur. Debemos precisar
adecuadamente el término. No estamos hablando de un problema como la pobreza
mundial o el injusto reparto de la riqueza: la crisis proviene psicológicamente
con la caída en las expectativas de futuro de una sociedad, y materialmente con
el descenso cuantificable del bienestar y la seguridad de dicha sociedad.
Cuando ambas circunstancias se dan la mano, estamos entonces en el ojo del
huracán, la tormenta perfecta. Quien nunca haya conocido la expectativa o el deseo de mejorar su vida, no conocerá la
palabra crisis en su sentido más profundo.
La percepción de la
crisis después varía de unos individuos a otros. Podríamos pensar, como
hicieron los indignados, que esta crisis puede ser punto de partida para crear
algo nuevo y que el sistema en su conjunto está a punto de estallar. Pero
conviene alzar los ojos y mirar más allá de nuestras circunstancias
particulares. Estas crisis han sido comunes en muchas regiones del mundo
(Latinoamérica fue el escenario de una crisis de deuda similar a la del sur de
Europa hace treinta años) y si tenemos en cuenta que Europa (y especialmente el
mundo mediterráneo) juega un papel cada vez más secundario en el mundo, el
sistema económico, social o político apenas quedará alterado. Incluso cuando la
crisis se extendiese al corazón germano de Europa, no somos más que un peón en
el mundo. Es más, a veces da la sensación –también cuestionable- que estas
crisis refuerzan la vitalidad del sistema vigente. Sobre todo cuando uno
escucha a estos nuevos gurús de la crisis.
Volvamos la vista
atrás. En el 2007 estalla la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos. En el
2008, nadie lo duda: el capitalismo ha fallado por exceso de egoísmo y
ambición. Algunos políticos hablan incluso de refundar el capitalismo. Pero en
tres años, esa ilusión desaparece. El estado gasta los pocos cartuchos que
tiene en solucionar la crisis al modo más tradicional. No salva a las personas,
pero sí el flujo de capital: así asegura los ahorros de la clase media y los
opacos fondos de inversiones de la élite. De esta manera se atraviesa lo peor
de la crisis, pero en el 2010 el estado se convierte en parte del problema. Una
vez que ha deglutado el desatino financiero, queda tan endeudado que los
francotiradores no dudan en acribillarlo a conciencia, facilitado por el
inmenso descrédito de los políticos que también comieron su trozo de pastel en
la burbuja financiera e inmobiliaria. Ironías de la vida: los que hace dos días
deseaban que el estado asumiera las pérdidas del mercado, reclaman ahora su
cabeza en nombre del mismo mercado.
Y es en este contexto
donde nuestro gurú aparece con fuerza, mostrando la interpretación acomodaticia
y amable de la crisis. En ella desplazamos nuestra mirada crítica y destructora
del sistema económico establecido, a nuestro propio papel dentro de la
recesión. Es la mirada más liberal, donde son los individuos y no el sistema el
que se equivoca. Los engranajes pueden fallar y ser sustituidos por otros
nuevos, pero el reloj debe seguir dando la hora y marcando el ritmo. Una amplia
literatura sobre la crisis se difunde con rapidez, y no falta un considerable
número de obras como las de nuestro psicólogo –que por supuesto nos cita su
libro “Crisis, ¿qué crisis?”-, junto
con sociólogos, economistas y libros de autoayuda que pretenden abordarla en
términos positivos: las crisis significan cambio, transformación, oportunidad.
Como se supone que el principal responsable en la gestión de la crisis no es
más que el individuo mismo, lo que este enfoque acaba dando a entender es que
si nosotros estamos en crisis es porque individual o colectivamente algo mal
estamos haciendo, y que tanto el sistema económico como el propio estado son
más neutrales (y por supuesto intocables) en toda esta cuestión.
Ser más creativo, más
competitivo, más fuerte emocionalmente hablando, más cualificado y más flexible
son las típicas recetas que diagnostican, consuelan y a veces hasta funcionan para
las víctimas de las crisis económicas. Pero otras muchas veces deprimen y
enfurecen cuando son imposibles de alcanzar. No hace falta repetir aquí que todas
estas recetas evitan su trasfondo más siniestro y darwinista: pasan por alto a
los perdedores (inadaptados, débiles o fracasados se considera meramente un
eslabón necesario hacia el éxito) y no tienen en cuenta que el triunfo de un
individuo o grupo puede suponer fácilmente el fracaso de los demás. Estando en
un juego de suma cero, como dicen los economistas, la cuota o nicho de mercado
que logre ocupar un productor se hace a expensas de otro. Y por supuesto, el
triunfo es siempre pasajero, porque es ley del mercado que el éxito rotundo del
presente constituye el ingrediente básico para el fracaso del mañana. El riesgo
al fracaso se mantendrá siempre incluso en la mente de los ganadores. La
ansiedad y el creciente sentimiento de fracaso personal al no poder estar
siempre en la cresta de la ola son experiencias en aumento en nuestros últimos
años. Es sencillamente un hecho: no se puede ser líquido toda nuestra vida. Hemos
pasado de responsabilizar al estado a responsabilizarnos a nosotros mismos y
esto tiene un enorme coste emocional.
Llegados a este
punto, y para aquellos que hayan tenido la paciencia de leer hasta el final del
artículo, se podrán preguntar, ¿pero quién demonios es este clarividente psicólogo?
Este personaje, evidentemente, es como la crisis. ¡Sólo existe en mi mente! Pero no quiero decepcionar: tiendo a pensar
que las clarividentes intuiciones de este psicólogo se repiten en el discurso
de otros muchos personajes que sí son de carne y hueso. Basta escuchar y leer
entre líneas para darse cuenta que tanto este psicólogo como la crisis, existen
de verdad. Salgan fuera de la red y averígüenlo.
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