La sospecha derriba cualquier muro. Nadie está a salvo y todo el mundo lo sabe, aunque algunos, empezando por el presidente, prefieran ignorarlo. Son tiempos bárbaros, en los que cualquier imagen pública se somete al desgaste inmediato y se convierte en una vieja estatua atacada por el mal de la piedra, corroída, cortada, desfigurada. La desconfianza extrema y la sospecha convierten cualquier persona pública del campo de la política, en posible candidato para ser machacado. La única consigna que existía dentro del establishment conservador o la casta dominante es que como ni el idealismo ni el altruísmo existen, siempre tiene que haber un interés oculto o un elemento turbio que explique la aparente bondad de un individuo. Las ideologías son así meras tapaderas de intereses, las palabras y los slogans, sus disfraces. Si Marx, Nietzsche o Freud levantaran la cabeza quedarían escandalizados de hasta dónde se ha llegado desde que ellos empezaran a sospechar de la figura de Dios. Ahora el Dios inmaterial molesta poco, y sí importa mucho los dioses mundanos de las cámaras y los medios de comunicación. Y si a eso le añadimos que el escándalo es negocio y que la corrupción pública de uno ennoblece la ignorancia que tenemos sobre otro, tenemos buitres asegurados buscando carnaza en la corrupción.
Pero esto es ley de democracia, transparencia. Necesaria, pero más destructora que los movimientos de capital, más incisiva que ningún atentado terrorista. La transparencia aniquila la esperanza y condena al ser humano a una visión hobbesiana del homo homini lupis. ¿Por qué? Se podrán preguntar. ¿Es que no podemos seguir creyendo que gracias a la transparencia la democracia se podrá regenerar? ¿Es que no se puede convertir en la única ideología inmaculada digna de adoración y libre de pecado? No, porque la propia transparencia hasta ahora ha jugado sucio o ha estado controlada por manos equivocadas. La gran aspiración de nuestros políticos era jugar con la transparencia para derribar a sus adversarios. La transparencia es un medio para nuestros fines, pero no el fin en sí mismo de nuestro programa político, la aspiración a una menor corrupción. Nuestra dramática historia autonómica reciente en Valencia o Andalucía ilustra bien estos casos, en los que PP y PSOE lanzaban ataques contra la corrupción del oponente sin tener capacidad de regenerarse a ellos mismos. El otro caso hiriente en nuestra historia política reciente, el acoso y derribo del juez Garzón hace unos años basándose en acusaciones malintencionadas también nos dice bastante del poder maligno de
la glasnost, fantástica palabra rusa.
El peso de la transparencia no es igual para todos. Indudablemente, desde un aspecto ideológico, aquel que tiene su discurso basado en la lucha social y contra la corrupción se convertirá en blanco fácil, incluso cuando su reputación sea más inmaculada que la de los demás. Para muchos votantes de cualquier signo político, es más fácil digerir salvajes casos de corrupción del PP que las migajas que han podido arañar los casos de Podemos o Ciudadanos. Tengan mucho cuidado las flamantes Ada Colau y Carmena: la sospecha andará al acecho y en nombre de la transparencia democrática, le podrán jugar malas pasadas. Ya en cuestión de días, se han cobrado su primera víctima: el edil de cultura de Madrid, Guillermo Zapata, por unos tuits realizados hace cuatro años y sacados de su contexto, pero que evidentemente, son carnaza para la acusación pública. Este personaje ha cometido ingenuos errores de adolescente en el uso de nuevas tecnologías que le han pasado factura y la fulgurante eliminación del área política. A partir de ese momento, la reacción fue inmediata: los nuevos grupos políticos han limpiado sus redes sociales de cualquier turbiedad, cualquier sensibilidad herida o cualquier posible acusación política, conscientes de que estas redes van a ser analizadas tuit a tuit, foto a foto, por sus adversarios y detractores políticos.
Y para concluir, ¿podemos encontrar algún remedio para esto? Reconozco que no siempre el que escribe lo tuvo claro. Cuando escribí esta entrada por primera vez, hace más de un año, me invadía la ceniza sensación de que nada podía cambiar y su tono de entonces me resultaba para el día de hoy completamente derrotista e inaceptable, por lo que tuve que cambiar el final. Porque ahora queremos concebir una ligera esperanza de que este orden de cosas ha empezado a cambiar ya.
La corrupción tiene dos formas de destruirse: por su denuncia, a través de los partidos y fuerzas en la oposición, o cortándola de raíz, promoviendo una cultura política nueva. Hasta este momento, la única forma de combatirla ha sido a través de la primera forma, su denuncia, pero en la forma degenerada de esta cultura de la sospecha. De esta forma, la transparencia malintencionada no basta si no cambiamos nuestro comportamiento, si solo vemos la corrupción como forma de sacar réditos electorales y hacer la vista gorda sobre nuestras propias faltas.
Para aquellos que piensen que el ser humano por naturaleza será corrupto y que todos los partidos políticos son iguales, conviene recordar que otros países de nuestro entorno son mucho menos corruptos, e igualmente, hay otros que lo son mucho más. Las cosas nunca son para siempre, aunque así lo puedan creer los pesimistas en esta materia, y pueden variar para bien o para mal. Es por ello que tenemos que empezar a trabajar con la segunda opción. Es cuestión de educación pública, de control político y de independencia de las autoridades jurídicas. El primer paso ha empezado ya: desalojar del poder político a aquellos que lo habían convertido en patrimonio personal. Esta es la primera herencia tangible de los manifestantes del 15M hace ya cuatro años. Solo por esto, bienvenido sea el cambio político, venga de donde venga, porque la regeneración de nuestra cultura política empieza ahí.
Otra imagen pública vapuleada por la transparencia opaca: el juez Garzón. |
El peso de la transparencia no es igual para todos. Indudablemente, desde un aspecto ideológico, aquel que tiene su discurso basado en la lucha social y contra la corrupción se convertirá en blanco fácil, incluso cuando su reputación sea más inmaculada que la de los demás. Para muchos votantes de cualquier signo político, es más fácil digerir salvajes casos de corrupción del PP que las migajas que han podido arañar los casos de Podemos o Ciudadanos. Tengan mucho cuidado las flamantes Ada Colau y Carmena: la sospecha andará al acecho y en nombre de la transparencia democrática, le podrán jugar malas pasadas. Ya en cuestión de días, se han cobrado su primera víctima: el edil de cultura de Madrid, Guillermo Zapata, por unos tuits realizados hace cuatro años y sacados de su contexto, pero que evidentemente, son carnaza para la acusación pública. Este personaje ha cometido ingenuos errores de adolescente en el uso de nuevas tecnologías que le han pasado factura y la fulgurante eliminación del área política. A partir de ese momento, la reacción fue inmediata: los nuevos grupos políticos han limpiado sus redes sociales de cualquier turbiedad, cualquier sensibilidad herida o cualquier posible acusación política, conscientes de que estas redes van a ser analizadas tuit a tuit, foto a foto, por sus adversarios y detractores políticos.
Y para concluir, ¿podemos encontrar algún remedio para esto? Reconozco que no siempre el que escribe lo tuvo claro. Cuando escribí esta entrada por primera vez, hace más de un año, me invadía la ceniza sensación de que nada podía cambiar y su tono de entonces me resultaba para el día de hoy completamente derrotista e inaceptable, por lo que tuve que cambiar el final. Porque ahora queremos concebir una ligera esperanza de que este orden de cosas ha empezado a cambiar ya.
La corrupción tiene dos formas de destruirse: por su denuncia, a través de los partidos y fuerzas en la oposición, o cortándola de raíz, promoviendo una cultura política nueva. Hasta este momento, la única forma de combatirla ha sido a través de la primera forma, su denuncia, pero en la forma degenerada de esta cultura de la sospecha. De esta forma, la transparencia malintencionada no basta si no cambiamos nuestro comportamiento, si solo vemos la corrupción como forma de sacar réditos electorales y hacer la vista gorda sobre nuestras propias faltas.
Para aquellos que piensen que el ser humano por naturaleza será corrupto y que todos los partidos políticos son iguales, conviene recordar que otros países de nuestro entorno son mucho menos corruptos, e igualmente, hay otros que lo son mucho más. Las cosas nunca son para siempre, aunque así lo puedan creer los pesimistas en esta materia, y pueden variar para bien o para mal. Es por ello que tenemos que empezar a trabajar con la segunda opción. Es cuestión de educación pública, de control político y de independencia de las autoridades jurídicas. El primer paso ha empezado ya: desalojar del poder político a aquellos que lo habían convertido en patrimonio personal. Esta es la primera herencia tangible de los manifestantes del 15M hace ya cuatro años. Solo por esto, bienvenido sea el cambio político, venga de donde venga, porque la regeneración de nuestra cultura política empieza ahí.