Vivimos dentro de un ambiente crecientemente complejo. No solo nuestro
mundo evoluciona muy deprisa y duplica su conocimiento en pocos años, sino que
lo hace interconectándose, entremezclando acontecimientos locales con fenómenos
globales, vinculando cultura, tecnología y experiencias personales.
Globalización, sociedad del conocimiento y cultura líquida son aristas de una
realidad cada vez más difícil de capturar para cualquier sociólogo y no hay
nada más arriesgado en la actualidad que intentar predecir el futuro más
próximo. No es de extrañar que la palabra complejidad es un término muy
estudiado en las últimas dos décadas. El filósofo Edgar Morin lo pone en el
centro de toda su reflexión. Es sinónimo de evitar el enfoque puramente
analítico y de mirar más allá de nuestro reducido campo de especialización.
Pero no es únicamente transversalidad cognitiva, sino también existencial,
cultural y ética: es apertura de miras, rompiendo lo local y apuntando hacia su
propia función global (ponerse en la mirada del otro, pero un otro ajeno, del
que por lo general solo tenemos un estereotipo simplista y falso), y es
actuación responsable, sabiendo que nuestro comportamiento tiene un impacto que
rebasa muchas veces nuestro entorno más inmediato.
La complejidad se convirtió por tanto en el concepto central del seminario
impartido por el proyecto Zero de la Universidad de Harvard el pasado mes de
noviembre en la universidad de Navarra. Este es un reto a la que la educación
todavía no ha dado una respuesta satisfactoria. Esta disfunción entre nuestra educación
(simplificada, sencilla y estática) y realidad (endiabladamente compleja y
cambiante) la planteó David Perkins en una metáfora de sencilla comprensión:
existe una enorme diferencia entre el jardín de mi casa (the tamed) y la selva del exterior (the wild). La educación es nuestro jardín particular: ha pacificado
y domesticado el lado “salvaje”, complejo y aparentemente desorganizado en la
realidad. A cambio, lo que ofrecemos es algo simple, desvinculado forzosamente
del entorno en el que viven nuestros alumnos y que acaba siendo poco relevante
para su vida. Necesitamos integrar ese lado no domesticado de la realidad en
nuestra educación, para convertirla en aprendizaje significativo, emocional y
cognitivamente hablando. Poniendo un ejemplo educativo, Perkins decía que no es
lo mismo hablar de la Revolución Industrial explicada en un libro de texto que
desde la historia de cualquier dispositivo electrónico, rastreando su origen y
llevándonos a la industria china de la que ha partido.
La educadora Verónica Boix fue más allá de esta metáfora inicial,
atractiva pero demasiado amplia, y dejó un escenario más concreto de actuación
para una nueva competencia educativa que tuviese lo complejo como factor
fundamental. Ella lo denominaba la competencia
global y significa básicamente la capacidad y disposición de comprender y
actuar sobre temas y problemas de significado global. Los retos son múltiples:
¿Cómo luchar contra el cambio climático? ¿Cómo aceptar e integrar sociedades
crecientemente multiculturales? ¿cómo enfrentarse a la desaparición del trabajo
por la robotización? Estos son problemas globales, que afectan a toda la
humanidad, y a los que demasiadas veces, por desgracia, ofrecemos solo una
solución local, aislada, reducida y en último término, completamente ineficaz a
largo plazo. La competencia global, como afirma esta educadora, se traduce en
cuatro acciones fundamentales: investigar el mundo en su sentido más profundo y
complejo, reconocer perspectivas diferentes a las propias, aprender a comunicar
ideas hacia auditorios que no son los nuestros, y por último embarcarse en un
plan de actuación responsable a escala global. Solo con esta nueva competencia
seremos capaces de afrontar retos planetarios adecuadamente.
Estas intuiciones constituían el marco teórico de referencia del
congreso. Sin embargo, para ser conscientes de las acciones globales, es
necesario igualmente actuaciones locales, cercanas, aplicables en el aula. Las
múltiples actividades, talleres y comunicaciones del congreso giraban en torno
al uso de múltiples rutinas de pensamiento que tienen como fin último la
interpretación de lo complejo y la aceptación del punto de vista de sujetos
diferentes a los de nuestra propia tribu, red social o entorno más próximo. ¿Difícil? Mucho más sencillo de lo que puede
parecer. Sugiero que empiecen con una rutina conocida como zoom in / zoom out (muy interesante para las clases de
idiomas, por cierto). Pongan un
desproporcionado zoom a una imagen y proyéctenla en su clase, hasta que quede
una textura casi pixelizada ocupando toda la pizarra digital. Empiecen a
preguntar a los alumnos qué ven en ella. Cada cual irá adquiriendo con toda
seguridad una interpretación distinta de la de muchos de sus compañeros.
Conforme reducimos el zoom de nuestra imagen, los alumnos irán ganando datos,
perspectivas y reconstruirán lo que puede aparecer en la pantalla de su pizarra
digital. Tal vez cuando los alumnos la vean en su tamaño natural, podrán ponerse de acuerdo con la visión de
conjunto. Tal vez no y seguirán sometiéndola a interpretaciones subjetivas (no
será lo mismo proyectar un cuadro de Kandinski que un mapa de España, por poner
dos ejemplos opuestos). Pero les podrán
decir como moraleja a la rutina, que muchas veces lo que tenemos más de cerca,
no nos deja ver el todo y habitualmente nos confunde en nuestros juicios
precipitados sobre qué es la realidad. ¿Podremos entender algún día el mundo
multicultural si no miramos más allá de nuestra tribu? ¿Podremos comprender el
calentamiento global midiendo solo la temperatura de nuestra ciudad? ¿Podremos
entender la complejidad y pluralidad de la red si no miramos más allá de los
post, twits y publicaciones de nuestros contactos más próximos y páginas
preferidas? ¿Podremos aceptar la fiabilidad y veracidad de una noticia si solo
acudimos a una única fuente de información en la red? Este es sin duda el reto
más importante al que nuestros alumnos se enfrentarán en su vida futura. Solo
que, como ocurre con frecuencia, lo inmediato no nos deja ver más allá. O como
sugería Perkins, lo domesticado no nos permite ver el lado salvaje de la
realidad.
La competencia global, según Verónic Boix y Jackson (2016)
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