Los ejemplos
poco gratificantes de la contaminación moral parten desde muy lejos. Y es que
los textos sagrados, por muy trascendentales e inspirados en la voluntad divina
que queramos verlos, no pueden escapar de la mano contingente del que los
escribe o los cuenta. Un ejemplo especialmente perturbador arranca con los
primeros capítulos del Génesis. Aunque el Génesis tiene algunos mensajes
morales muy gratificantes y que personalmente me entusiasman, como la condena
al homicidio de Caín y el perdón entre
hermanos, que buscan de alguna manera enmendar el crimen de los dos primeros
hermanos, otros no lo son tanto. El Génesis deja la puerta abierta al saqueo
del mundo por parte del hombre. Al colocar al hombre en la cúspide de la
creación, hace que todas las demás criaturas giren en torno a él y estén a su
servicio. Hacen un error de cálculo: ponen el mundo o el universo como una
infinita fuente de recursos, inagotable y al mismo tiempo, ubican al hombre
como punto final de la evolución. Noah Harari sabe cómo hacer daño cuando cita
este ejemplo en su crítica permanente a la religión. Este caso es concretamente
grave, y no vale hablar aquí de la contingencia histórica de la comunidad
judía, ni de parciales enmiendas posteriores que puedan maquillar ese mensaje
depredador. Es un mensaje que en el siglo XXI es inaceptable, y que nos lleva a
buscar fuentes de moralidad más aceptables en algunas religiones orientales. Si aceptamos una alteración tan grande en el mensaje moral básico
de la Biblia, tendremos que aceptar que la moral no justifica ni tiene nada que
ver con la religión.
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