Existe
un pésimo lema maquiavélico en la educación de nuestro país para evitar
problemas en nuestra profesión: "Líbrate de un mal alumno, pero ten
siempre contento a un mal padre". Esta semana al G.P. le ha tocado vivir
esta cruda realidad del sistema educativo español: la bestia negra del
profesorado no es el alumno irrespetuoso y desmotivado, sino los
padres arrogantes y resabidos. Como evidentemente uno no puede dar demasiada información sobre el caso
-no vaya a ser que...-, tan solo diremos que en un conflicto escolar, el GP ha tenido que tragarse con patatas la doble amenaza verbal de denuncia por parte de dos familias en una situación escolar donde ha habido
una lesión.
Después de aguantar sapos y culebras de ambas familias -a la cara o por la
espalda-, sobre la incompentencia del tutor, su incapacidad para resolver
conflictos, su falta de imparcialidad y un sinfín de cosas que no vienen a
cuento ni recordar, uno acaba pensando que mejor se mete a ganadero y deja la educación: es más
fácil tratar a una vaca o un toro que a un padre herido en su orgullo y en
su legítimo deseo de salvar la dignidad de sus hijos.
Nadie quiere ser profesor de secundaria, pero mucho menos querrá ser tutor. Ni
siquiera en centros que no son demasiado problemáticos. Son responsabilidades
para las que no tenemos autoridad competente real, y para los que no existe un
respaldo jurídico ni social básico. Incluso si una ley como la LOMCE refuerza
sobre el papel la autoridad del profesor, la escasa estima hacia el
profesorado dentro de la sociedad lo convertirá en papel mojado.
Por si fuera poco, todo el debate abierto a raíz del Libro blanco de
educación propuesto a José Antonio Marina, sobre la falta de formación del
profesorado no hace otra cosa que sepultar aún más la profesión en los lodos de
la inutilidad y estupidez. Las medidas relacionadas con la formación del
profesorado afianzan a corto plazo de cara a la sociedad
la idea de que somos unos simpáticos inútiles incompetentes y algo gandules: profesionales de segunda
clase, que llegan de rebote a la educación por falta de una cosa mejor. La
necesidad del debate de Marina sobre la formación del profesorado es tan
urgente como fácilmente malinterpretada.
Nos podemos preguntar por el origen de esta incompentencia innata al profesor,
y nos sorprendería acudir a los filósofos griegos para dar con la explicación
adecuada. Desde los sofistas, se impuso ya el vocablo de la techné, el
conocimiento técnico y específico sobre una profesión determinada. Navegar,
hacer zapatos, construir un edificio implicaba innegablemente un
conocimiento técnico que no todo el mundo tenía. Lo que el público
ignorante pudiese decir sobre estos asuntos, quedaba en el campo de la doxa,
la opinión pública o personal, variable. Pensemos que si esta distinción ya
existía hace 2500 años, la evolución tecnológica de nuestro tiempo no hace más
que remarcarla. Pero el problema llegaba cuando los sofistas defendían que
tanto la educación como la política requerían también de una techné
particular, y vendían esa formación a un alto precio. No todas las
opiniones son igual de válidas, incluso cuando tengamos la capacidad innata
para opinar y estemos opinando de hecho cuando votamos en una
democracia.
En España, tenemos la idea extendida que sobre educación, al igual que sobre la
política o nuestras creencias religiosas, todos tenemos una voz igualmente
respetable, y que todas las opiniones las damos por válidas y bien formadas.
En definitiva, si tenemos a un profesor de primaria o
secundaria frente a un padre abogado, médico o ingeniero,
discutiendo sobre un tema de derecho, medicina o ingeniería, el profesor se
rendirá ante la techné del licenciado experto de turno y no se le ocurrirá
cuestionar a dicho experto. Imagínense la absurda situación de un profesor de
primaria en la consulta de un médico cuestionando desde el principio el
diagnóstico del doctor. Pero sin embargo, si hablamos de educación, la mayoría
de las veces un médico, un ingeniero o un abogado hablan en posición de
igualdad con el profesor. Todos ellos han sido alumnos durante un largo
período de tiempo, lo que les hace creerse en conocedores de la profesión. Da igual la formación
pedagógica o didáctica del profesor, no importan sus años de experiencia.
Un experto en nuestro país en cualquier materia universitaria se
cree en el derecho de corregir a un profesor o maestro en el campo
educativo.
Ahí reside una parte del problema. Pero ahora pasamos a su radicalización
emocional. Un técnico se cree en condiciones de relativa igualdad para hablar de
educación con un docente. Pero cuando ese técnico se convierte en madre o padre,
directamente se siente parte involucrada del sistema educativo con derecho a
voz y voto. Y aquí a la deformación profesional se le añade una
deformación sentimental, que acaba, como dijo una vez el juez de menores Emilio
Calatayud provocando que "los padres hayamos perdido el norte en este país
con la educación de nuestros hijos".
La mayoría de la sociedad considera que la docencia es una experiencia que
primordialmente pasa por los padres y de forma indirecta por los profesores. En
consecuencia toda persona en este país -ya no como técnico, sino en la medida
que es madre o padre- se cree en condiciones de dar lecciones magistrales a un
profesor y poner su autoridad y buen hacer en cuestión. Pero al mismo tiempo, los padres sufren el hecho
de vivir en una sociedad que les concede un escaso tiempo para compartir con
sus hijos, y en el peor de los casos, viven completamente ajenos a su
realidad. La contradicción dramática de esta situación es que el padre se
convierte en duro juez del profesor, desde una completa ignorancia
profesional y desde una parcial indulgencia hacia sus hijos.
La gran paradoja del profesorado en este país es que, mientras desde la
administración se nos acusa de falta de preparación, nadie parece decir a la
sociedad española que eviten esa prepotencia educativa de la que tantas veces
hace gala. Todos critican al profesorado poco preparado, mientras algunos
padres, posiblemente con título universitario y trabajo bien remunerado, pero completamente ignorantes de la realidad educativa de sus hijos, se
erigen en salvadores del sistema educativo español. Así nos
va. Y así seguiremos...
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