Leo los periódicos: las puertas de los tribunales empiezan a abrirse cuando las de los hospitales no están cerradas. Se abren responsabilidades jurídicas cuando la epidemia está lejos de quedar superada. El dolor no es buen compañero para la objetividad jurídica, y en mi opinión, es demasiado temprano para pedir responsabilidades de ese tipo. Todos buscamos chivos expiatorios sobre los que descargar la culpa y toda nuestra rabia; estamos a la búsqueda y captura de responsables de esta crisis. Y es que reconforta moralmente hablando encontrar al "malo" de la película. En nuestra mentalidad maniquea nos vemos en la necesidad de encontrar la luz y la oscuridad, como si la moralidad del coronavirus fuera una cosa tan sencilla de distinguir como optar entre Harry Potter o Lord Voldemort, o Luke Skywalker y el emperador oscuro (cuánto echo de menos la ambigüedad japonesa para nuestra cultura).
Pero los grises, el azar, la mala suerte, y con ella la inevitable ausencia de responsabilidades directas no nos gustan en ninguna tragedia ética, porque nos conduce (metafísicamente) al sinsentido de la existencia y (biológicamente) a reconocer nuestra debilidad intrínseca como especie. Cuando un individuo no puede controlar su propio destino queda exento de responsabilidades éticas. Uno no puede ser responsable ante lo desconocido. A toro pasado, es fácil encararse con las autoridades políticas. Le podemos recriminar de falta de previsión, exceso de confianza o sesgo de invulnerabilidad (como los españoles o los británicos) o de sacrificar vidas para intentar evitar un mal mayor (como ha pasado en muchos sistemas sanitarios del mundo). Los votantes tienen derecho a tomar la última palabra sobre la gestión de lo ocurrido, pero si vamos más allá, directamente nadie querrá ser político ante una crisis como la que estamos afrontando.
En definitiva, volviendo al tema puramente biológico, toca ahora hincar la rodilla y reconocer que efectivamente, somos el último mono en un mundo en el que las bacterias y los virus son los líderes de la Creación, prafraseando a Stephen J. Gould.
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