Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

lunes, 28 de septiembre de 2020

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      Cuando Adán y Eva mueren, Caín por fin respira tranquilo. Su permanente inquietud se apacigua lentamente. Sus remordimientos dejan de atacar su mente. Los temblores nerviosos que sacudían su cuerpo desaparecen por fin. Ya siente que tiene derecho a ocultar las feas cicatrices que le marcaron de joven. Deja de viajar de un sitio para otro, y regresa a la ciudad que un día fundó para su hijo Enoch. Allí baila, canta y disfruta de los placeres mundanos como nunca pudo haber hecho antes. Bebe el mejor vino, come la mejor fruta, interviene en las conversaciones de filósofos y poetas, y goza de las mujeres y hombres más hermosos de todo Edén. Nadie puede recriminarle ya el crimen cometido nueve siglos antes contra su hermano, porque sus padres, testigos indirectos del homicidio, ya no pisan la tierra, y él nunca ha tenido en demasiada consideración el juicio de Dios. Ese es el momento, cuando la culpa humana se desvanece, en el que muchos fieles vieron cómo la justicia divina levantó su mano y la deja caer sobre el mundo, y la tierra se estremeció con fuerza. El desdichado Caín morirá engullido por la tierra bajo las ruinas de su palacio y su ciudad. Al menos, eso último es lo que contaron algunos atrevidos en el Libro de los Jubileos.  

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