Un fantasma recorre estos días los países del sur de Europa: el fantasma de la tecnocracia. Y espero que permitan al señor Tibb el paralelismo con Marx para hablar de este término; palabra mágica de un tiempo a esta parte para la solución de nuestros problemas. Desde 2010 muchos han exigido a la política una gestión profesional de nuestros problemas económicos que ha brillado por su ausencia. El gobierno de Grecia, Italia, el que gobierna en Portugal y el que saldrá en España tendrá un perfil técnico. Esto tiene muchas lecturas: la llegada de los técnicos sin política debería suscitarnos ciertas reflexiones.
En primer lugar, es el mayor fracaso que ha padecido la democracia europea desde el nacimiento de la Unión. Nuestros sistemas políticos no han sabido elevar desde las urnas una élite competente y responsable, bajo la inercia de una década de estabilidad, paraguas europeo y crédito fácil. Lo que es peor, tampoco han sido capaces de regenerarlas a tiempo, debido al apego al poder. El síndrome Berlusconi representa la crítica típica de los griegos -los antiguos, no los nuevos- a la democracia: los gobernantes buscan el bien propio en lugar del bien común, y usan toda estrategia demagógica posible para mantenerse en el poder el máximo tiempo posible.
Frente a esto, la tecnocracia simboliza la ausencia de rencillas y discusiones, la unidad más o menos autoritaria y temporal del país para encarar su futuro económico y volver a la senda de la recuperación. Las palabras "eficacia" y "progreso" eran la justificación también mágica que han esgrimido todos los tecnócratas de la historia: desde Salazar hasta Marcelo Caetano en Portugal o López Rodó y los ministros del Opus Dei en nuestro país, hasta llegar a los sucesores de Deng Xiaoping en China. La lista se hace interminable. Pero cabría preguntarse uno aquí: ¿Se consigue esto con ausencia de ideologías?
Los tecnócratas de todos los tiempos han esgrimido siempre estar por encima de las tensiones ideológicas. Pero lo cierto es que no hay política sin ideología, y la tecnocracia no es una excepción. La tecnocracia tiende por naturaleza al autoritarismo, en la medida en que uno de los rasgos del progreso es la ausencia de disensiones. Desde los tiempos del teorema de Arrow sabemos que la eficacia se combina mal con la libertad y que conceder esta última significa costes de utilidad. No vamos a decir que esto esté bien o mal: sencillamente es un rasgo que históricamente se puede rastrear bajo estos gobiernos.
Para aquellos que no lo sepan, conviene no olvidar que el país que más crece del mundo -China- es en esencia una tecnocracia autoritaria. Y tampoco que la dictadura más larga de la historia de Europa no la consiguió ni un militar en un golpe, ni profetas iluminados ni revoluciones proletarias. La obtuvo un tecnócrata oscuro de la universidad de Coimbra, con el objetivo de reducir el déficit público y la deuda externa de su país. Y tampoco conviene olvidar que Salazar siempre se movió entre sombras, como un político de perfil bajísimo, incapaz de encender a sus partidarios y distante con las masas, pero que conocía perfectamente su poder y que se guardaba celosamente de compartirlo con nadie. ¿Por qué hemos de creer que un tecnócrata no tiene ambiciones de poder, aunque sean de signo distinto a las de un político?
Pero la historia, si se repite, lo hace siempre con actores y variables nuevas. La situación es tan grave que nuestros tecnócratas van a tener un tiempo limitado para dar muestras de su eficacia. Por ahora cuentan con la ventaja del descrédito de la democracia y su clase política, a la que pocos echan de menos. Cuanto más permanezcan en el poder para llevar a cabo su gestión, el riesgo de una rebelión social irá creciendo y su perfil autoritario también y ahí comenzará su desgaste. Además no cuentan con una baza antigua de la tecnocracia: la exaltación nacionalista. Los tecnócratas de nuestros días son extranjeros en su propio país, encargados desde Bruselas y levantan no pocos recelos entre algunos sectores de la población. El terrible dilema será: ¿qué ocurrirá si la tecnocracia fracasa, y resuelve los problemas macroeconómicos, pero no los sociales? La incertidumbre ahí se hará incluso mayor, y el que escribe no quiere ni pensarlo.
Por ahora, el futuro utópico de las novelas de la ciencia ficción de los setenta aparece en nuestros días: un gobierno técnico, eficaz, tan gélido como racional y libre de sentimientos estúpidos como la libertad. La mentalidad técnica no construido todavía sus alfas y epsilons, ni ha colonizado otros planetas como lo hizo en las novelas de Asimov y la trilogía de la Fundación, pero sí lo ha hecho en nuestros países.
No hay comentarios:
Publicar un comentario