Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

lunes, 16 de noviembre de 2015

LAS CAUSAS PROFUNDAS DEL TERROR

    Quería hablar de setas, de estas volvarias y estrofarias unidas en el pastizal de Malpartida, pero hoy el GP no puede. Va en su  bicicleta pensando en París. Pero no solo. También Beirut. Y el Sinaí. Mas de cuatrocientos muertos en apenas una semana. Y estoy cansado de escuchar el mismo diagnóstico de la situación terrorista. Se culpa al Islam, al carácter hermético de su religión, a las circunstancias psicológicas de cada individuo que se inmola en nombre de una idea desgarradadora que convierte en meros objetos a sus semejantes... Y como filósofo que soy y que me traiciona, acabo pensando que confundimos la causa y la consecuencia, como hace ochenta años. Y no sé hasta qué punto todo esta maraña de argumentos no nos hace caer en la cuenta del verdadero problema: nuestra sociedad, la victoriosa sociedad global, cosmopolita y capitalista se vuelve inhóspita, inhabitable. Cada día es más fría, desoladora e inhumana para una parte nada insignificante de sus moradores. Las palabras igualdad, fraternidad y libertad no tienen sentido alguno cuando muchos de los que viven dentro de ella no tienen ninguna seguridad vital a la que agarrarse, ni económica, ni social, cultural ni psicológica. Una religión entendida en su forma más arcaica posible se convierte entonces el último recurso, como lo fue la utopía racial de Hitler para muchos alemanes. En ese sentido, hemos aprendido muy poco del fascismo y comunismo de los años treinta. Seguimos produciendo indivíduos potencialmente totalitarios, desorientados y desilusionados, y escasamente educados en nuestros valores democráticos, vacíos y formales para ellos. El nazi antidemócrata y racista no era tan distinto de los jóvenes europeos y magrebíes que viajan a Siria en busca de un paraíso inexistente. La diferencia estriba en una distinta reacción entre los hijos viejos de occidente y los hijos adoptivos ante los gigantescos desafíos de la modernidad líquida, como llaman muchos sociólogos a nuestra cultura. 
      Aquellos primeros desorientados, europeos viejos de occidente (blancos, hijos de la democracia y nietos de cristianos)  viven su esquizofrenia dentro de los valores occidentales. El lado bueno de nuestra cultura es nuestro profundo respeto hacia nuestros semejantes, en forma de considerar la vida ajena como algo sagrado en sí mismo. Pero esto se hace a costa de reducir nuestra sociedad a una suma de individuos, dejados a su suerte. La tragedia que viven los inadaptados es personal, individual y la sufren en un silencio absoluto que acaba en un suicidio en vida, sin necesidad de apretar un gatillo. Saben que no hay redención posible o se les ha educado para que piensen así. Se les dice que su fracaso es personal, fruto de decisiones particulares tomadas con libertad, en las que en última instancia ellos son los últimos responsables. En el fondo esta mala conciencia es un lavado de cerebro que no dista mucho del que sufre un yihadista islámico. La diferencia fundamental es que nosotros creemos que ese es un proceso de inculturación neutral y natural, y no lo percibimos como lo que es, algo artificial y que no tiene que ser necesariamente verdadero.
     Sin embargo, para aquellos desorientados recién llegados, hijos adoptivos de la vieja Europa, la situación se les hace más complicada. No hay un individualismo metafísico de base; para ellos la cultura ocidental solo produce pérdidas. No les resulta fácil asumir que su fracaso puede ser un fracaso personal. Es un fracaso colectivo, último, radical, que acumula un inmenso resentimiento pero que necesita ser redimido de alguna manera tangible hacia el exterior. En ese exterior buscamos responsables, víctimas que dejan de ser humanos y se convierten en encarnaciones del mal, y al mismo tiempo buscan un paraíso redentor en la propia muerte. Los musulmanes desarraigados han encontrado la salvación en una religión entendida en su sentido más feudal y medieval, donde no hay limites entre la fe y el estado y se desarrolla una conciencia identitaria máxima; al igual que hicieron muchos europeos hace ochenta años en el totalitarismo, o se está con ellos o contra ellos. No hay medias tintas. 
       La solución la desconozco. El panorama, para estos descarriados con mala suerte (y en conjunto para la sociedad), pinta mal. En Europa unos pocos fanáticos descarriados fueron capaces de arrastrar a una sociedad entera hacia el abismo y la guerra mundial. Y aunque en el siglo XXI, esto no se hace tan fácil, la esquizofrenia tenderá a perpetuarse entre nosotros y a veces estalla con sangre inocente.  En fin. Ruego que disculpen la parrafada.