Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

martes, 15 de marzo de 2011

VENGANZAS DE GAIA: JAPÓN

         Una de mis lecturas favoritas de la universidad eran los cómics de Katsumiro Otomo "Akira". Los escenarios apocalípticos, de catástrofes nucleares y destrucciones de la naturaleza, son propios de esa obra así como de toda la cultura manga. Disfrutabamos y nos recreabamos con ellos en nuestra imaginación. Después vendrían la revolución informática que convertiría las viñetas en secuencias de cine. Pero nadie podría pensar que esos escenarios de destrucción propios de la cultura nipona cobrarían realidad en su propio país, y así ha sido: una película de ciencia ficción hecha realidad. Al ver vídeos del tsunami del Japón, tenía la sensación de ver escenas construidas por ordenador pero que naturalmente das por falsas. Pero no es así.
         El tsunami de Japón, una tragedia en vidas humanas (mucho menos costoso, sin embargo, que Haiti, Pakistán o Indonesia) pero indudablemente muchísimo más mediático y espectacular, es un grito a la fragilidad humana. Basta una ola gigante para en pocos minutos devastar el trabajo de generaciones de hombres, de destruir ingenios humanos costosos y sofisticados, de saquear el orgullo de la civilización tecnológica. La idea de que "este tipo de cosas no nos pueden pasar a nosotros, porque estamos preparados para afrontarlas" ha sido la primera víctima del tsunami. Nuestras construcciones simulaban ser las de pequeños hormigueros que alguna vez de niños hemos pisoteado sin piedad, creyendo ser dioses. Es por todo esto que aún a riesgo de ser algo frívolo, esta destrucción es una humillación metafísica. La cultura humana se ha puesto de rodillas ante la naturaleza de la que partió un lejano día en África hace unos millones de años. En su orgullo, el hombre creyó dominar la naturaleza: hoy nos hemos dado cuenta que, por encima de todo nuestro desarrollo, somos una de las partes más frágiles de dicha naturaleza. Podríamos llamar a todo esto con el acertado título del libro de Lovelock, una venganza de Gaia, aunque aqui la venganza no tenga ningún móvil y esté basada en el simpe azar. Y aún no sabemos todas las consecuencias. Quedan miles de desaparecidos. Un accidente nuclear por esclarecer. Una reconstrucción costosísima para una economía debilitada desde hace años. Una economía mundial que puede resentirse desde los precios de los alimentos hasta su estabilidad financiera. 
        Y sin embargo no todo es negativo. El hecho de afrontar un acontecimiento como este, proceder a una evacuación más o menos ordenada y poner orden en millones de personas asustadas, es un dato alentador. Por más patadas crueles que demos a un pequeño hormiguero, sobrevivirá. La capacidad de recuperación frente a este fenómeno de la naturaleza pondrá de manifiesto que, dentro de los límites de nuestra fragilidad, el hombre es capaz de levantarse y volver a andar, y eso ya depende de nosotros mismos.     



viernes, 11 de marzo de 2011

APOLOGÍA DEL FRACASO

       Mucho se habla de la incapacidad de los países árabes para gobernarse así mismos. Los recelos saltan por todas partes y el desconocimiento de la auténtica realidad que allí se vive nos invade en multitud de dudas. ¿Hasta qué punto son fuertes los procesos de modernización en estos países? ¿Qué parcela de poder representa ese sector social que aboga por el cambio? ¿Qué harán con el poder cuando lleguen a él?
       Aunque las sospechas sean más que fundadas, no podemos más que formularlas en la categoría de espectadores. ¿Tenemos algún derecho para oponernos a este ejercicio de autonomía? Parece ser que, aparte de los perjuicios directos que suponen esta inestabilidad en la zona, mucho me temo que Europa juega a una inercia cultural negativa, en la que el fracaso se ve como un horizonte negativo que conviene evitar a toda costa. En Europa, una de las partes más cómodas del planeta para la existencia humana, los cambios suenan habitualmente a peligros y riesgos que no siempre se tiene la entereza de afrontar.
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         Suena a tópico en el mundo de los negocios la típica comparación que se hace de la clase empresarial a ambos lados del atlántico. Mientras que el empresario anglosajón es mucho más emprendedor que el continental, este se guarda mucho de calcular los costes y ganancias a largo plazo, mientras que el americano se muestra menos remilgado ante estos cálculos y aprecia más el riesgo. Independientemente del grado de verdad que pueda tener el tópico –la globalización desdibuja fronteras culturales- la conclusión que puede extraerse es que el fracaso es psicológicamente menos traumático entre los anglosajones que entre los viejos europeos. Esto nos hace mucho más conservadores ante decisiones arriesgadas que debemos tomar desde nuestra vida más cotidiana hasta el mundo político o económico. Entre la posibilidad de ser empresario de éxito y sacar unas oposiciones, el común de los españoles prefiere el trabajo estable que otorga el paraguas del estado. Muchos europeos tienden a desechar el trabajo sacrificado que supone un gran éxito económico y prefieren disfrutar de una vida más cómoda y holgada. Yo no los culpo de ello y pertenezco a dicha cultura: me costaría mucho rechazarla. Considero incomprensible un hombre que concede más importancia al éxito y progreso profesional a costa de suprimir el tiempo libre que le puede valer para cultivarse como persona. Podrían decir que el éxito económico solo se consigue con una vocación a tiempo completo: el éxito se hace entonces hueco, despersonalizado y alienante, al no ser que la convirtamos de forma voluntaria en la única empresa en la vida. En el resto de los casos, el éxito del día de hoy garantiza el fracaso del mañana, en conocida frase del profesor Tiburcio y que funciona en economía con la misma contundencia que la ley de rendimientos decrecientes.
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Manuel Azaña, personificacion de la II República, y
ejemplo perfecto de fracaso político
redimido en el tiempo.
          La comodidad europea, la renuncia al sacrificio en aras de un posible éxito (y por tanto la renuncia al fracaso) puede generar ceguera, incapacidad para la innovación. No solamente en nosotros, sino en las vidas de los demás. Y así parece que ocurre con nuestra mirada hacia los países del Magreb. Condescendientemente consideramos que el riesgo es demasiado elevado para que intenten algo por su cuenta, y esto es un grave error de perspectiva. Creer que nuestras democracias son maduras desde siempre nos conduce a una tergiversación histórica que puede llegar a sonrojar en el caso de nuestro país. España, que hace apenas cincuenta años operaba con fuertes medidas de censura hacia cualquier oposición social o política, que partía de un estado en el que iglesia y estado estaban fusionados, que reprimía con dureza cualquier manifestación de la sociedad civil, no puede ser un modelo para negar la necesidad del fracaso y de la reforma. Nuestra propia historia está jalonada con una espectacular derrota para la democracia, solo comparable con el de la república de Weimar. La caída de la II República fue un terrorífico golpe en nuestra propia historia. Independientemente a si acabó en un suicidio o un asesinato, si cayó por sus contradicciones o la derribaron a golpe de fusil, a si el fracaso estaba marcado por las leyes de la historia o era algo perfectamente evitable, prácticamente nadie puede negar el hecho de su estrepitosa caída. Pero tampoco nadie en su sano juicio puede decir que fuera un fracaso inútil. Precisamente la contundencia del desastre nos hizo mucho más cuidadosos en la siguiente ocasión que brindó la historia para la democracia. Enseñó a tratar al adversario político con respeto y trabajar sobre la arena de un consenso que une más que separa entre distintos contendientes. Y enseñó también a que sin una clase media fuerte el sistema político difícilmente podría mantenerse. Quizás muchos países del Magreb se preparen para tener su propia república de Weimar o su II República, si en realidad podemos transponer la historia de Europa a la del mundo como gustosamente hacemos en innumerables ocasiones. En cualquiera de los casos, bienvenido sea el intento, acabe en éxito o en fracaso.