Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

domingo, 30 de diciembre de 2012

FALACIAS EN LA CRISIS (II): CONFUNDIR CAUSA CON EFECTO

     Pasamos a la segunda falacia relativa a las relaciones de causalidad que vamos a analizar aquí: la CONFUSIÓN ENTRE CAUSA Y EFECTO. En la vida cotidiana, somos capaces de reconocer esta relación con claridad. Si vemos la hoja iluminada en la fotografía de al lado, será porque tenemos un foco debajo que permite reconocerla en la oscuridad y no al contrario. Sin embargo, esa relación no siempre es tan obvia, y puede resultar que nos digan que A implica B, cuando en realidad lo que ocurre es que B implica A. Por poner un ejemplo irrelevantes: no hay nubes negras porque caiga agua del cielo. Más bien, si cae agua del cielo es porque habrá nubes de lluvia previamente. Este ejemplo de sentido común se puede hacer mucho más complicado cuando tenemos hechos más complejos que explicar.
      Aplicada a nuestra Gran Recesión, la confusión de causa y efecto es una de las falacias que puede tener un tinte ideológico más elevado, por sus fuertes implicaciones en algunos de sus casos para justificar las teorías liberales dominantes y la llegada al poder del partido conservador. Efectivamente, hemos escuchado (por activa y por pasiva) que la causa fundamental de nuestra crisis ha sido el desbocamiento del gasto estatal y la creación de un déficit público imposible de mantener. Fue una proclama continua durante la época electoral de hace un año y lo sigue siendo en los medios de comunicación conservadores de este país. En ese tiempo, Zapatero fue hecho responsable de la mitad del endeudamiento público español.  El estado ha gastado mucho más de lo que podía permitirse y en consecuencia estamos obligados ahora a hacer una serie de recortes dramáticos sobre los servicios públicos que han puesto a medio país (solo a medio a país) en pie de guerra. Estas son tesis que se remontan a la revolución conservadora de los años ochenta, de la mano del monetarismo de Milton Friedman y la escuela austríaca de Hayek entre otros papás intelectuales, y que han sido utilizadas cada vez que ha habido una crisis fiscal seria por problemas muchos más complejos que el mero sector público.

     Sin embargo, en nuestros días esta tesis cada vez tiene un sustrato más débil sobre el que afirmarse. Es cada vez más difícil demostrar que el aumento de gasto público en épocas precedentes y por una decisión puramente política haya sido la causa directa de nuestra situación actual, frente a otro tipo de causas externas y previas que han explicado el incremento del déficit. Por poner cuatro principales: 
     a) el desplome de los ingresos, causado por la caída de la actividad económica.
    b) La absorción de la monumental deuda privada, especialmente de los bancos que han tenido que ser rescatados con dinero público por culpa de la burbuja inmobiliaria. Solo bankia necesitó 23000 millones de euros.
   c) Los ajustes automáticos que provocan un aumento del gasto a causa de la crisis (gastos por el seguro de desempleo, por ejemplo, al aumentar drásticamente el número de parados).  
    d) las dificultades de financiación internacional, por culpa de la inestabilidad del mercado de la deuda.
   Es decir, para los críticos con la tradición liberal (Vicens Navarro o el grupo de Economistas aterrados, por ejemplo) la crisis actúa de explicador del déficit público, y no al contrario. Tan solo la última tendría un carácter de coimplicador (uno refuerza a otro y viceversa). 
     En cambio, los defensores a ultranza de la tesis liberal, sostienen que las principales causas del déficit público (y por tanto de la crisis) han sido especialmente tres, y ambas con un origen político:
    a) Servicios sociales demasiado generosos, creados por décadas de socialdemocracia en nuestro país, que han contribuido a una espiral de gasto público, el paternalismo estatal y una cultura de la subvención y de falta de iniciativa privada.
    b) Una estructura territorial administrativa  basada en las comunidades autónomas que ha provocado un aumento del despilfarro de recursos públicos, por culpa de la duplicidad de administraciones y del aumento del conjunto de la clase política. 
    c) Unas políticas keynesianas de reactivación económica basadas en la expansión del gasto público (el plan E de 11000 millones de euros, por ejemplo, durante los dos primeros años de la crisis) y el abandono de políticas de rigor de gasto (que llevó al cese de Solbes como ministro de economía).
    Los liberales, al usar casi exclusivamente estos tres argumentos, incurren en otra falacia lógica que ya hemos explicado, la apelación a la CAUSA SIMPLE y que aquí prácticamente consiste en ocultar o no tener en cuenta información relevante para ofrecer una explicación más satisfactoria de un hecho. Pero siendo justos aquí, convendría pensar si parte de sus opositores políticos e ideológicos no han hecho lo mismo con sus propios argumentos.
    A pesar de este indiscutible uso de falacias, nos podemos preguntar cuál es todavía la responsabilidad de los dirigentes de este país en la última década, para afirmar que el déficit público es causa directa y no consecuencia de la crisis. El que escribe (que en el fondo almacena prejuicios liberales) tiende a pensar que los gobernantes de las dos anteriores legislaturas no gestionaron bien los años de bonanza, y proclamaron una huida hacia adelante, tragándose su propia mentira de que la economía iba a seguir en la dirección adecuada por siempre y que el superávit había sido por méritos del gobierno y no por una mera circunstancia excepcional que tardará en repetirse en nuestro país. Esto provocó un aumento del gasto irresponsable que era tapada por unos ingresos desmesurados e irreales. En cualquier caso, el espejismo afectó a toda la sociedad y no solo a los dirigentes políticos, y fue alimentado por los que ahora se autoproclaman víctimas, como el sistema bancario. Por otra parte, no fue esta la primera vez de un espejismo económico: ya en España sufrimos una decepción semejante en la época de la I Guerra Mundial. Y entonces, al igual que ahora, perdimos la oportunidad de convertirnos en un estado saneado y con un crecimiento económico equilibrado.
    Pese a que esto último suene a rectificación, no tenemos que olvidarnos de la tesis primera. El déficit es consecuencia y no causa de la crisis, y es algo tan claro como la hoja que se iluminaba por causa del foco, como explicábamos al principio. Si esto no se ve, habrá que preguntarse por qué, y a qué intereses puede obedecer.  

jueves, 27 de diciembre de 2012

FALACIAS EN LA CRISIS (I): LA CAUSA SENCILLA

          Las falacias y los errores argumentativos se extienden en nuestra sociedad como la pólvora. Cuanto más rápida y amplia es la información que recibimos se abre más a malas interpretaciones y manipulaciones. Si a esto añadimos la coyuntura en la que vivimos (una democracia que atraviesa una crisis económica sin precedentes), los intereses de manejar esa información en un sentido u otro son todavía más amplios. Es por eso que abrimos aquí una serie destinada a destacar los errores argumentativos que pueblan nuestros medios de comunicación y nuestro sentido común. Esto era algo que tuvieron muy presentes los primeros filósofos, especialmente Aristóteles en sus Refutaciones sofísticas, en una época en la que la democracia también estaba sometida al control de los maestros de la palabra. No vamos aquí a lanzar una larga exposición de las falacias –ya está la red para proporcionarnos esa información- sino para ver su aplicación práctica. Además, lo hago con el convencimiento que esta es la principal tarea de la filosofía desde siempre: clarificar los errores del uso del lenguaje. Nuestro eje va a ser, naturalmente, la crisis y los mensajes políticos y económicos que subyacen a ella con distintos intereses. Decir que nuestra posición es neutral sería una ingenuidad, a la hora de tratar el presente problema, y ya alguien podría asegurar que estamos incurriendo en falacias. No estamos seguros que podamos separarnos algún día de todos los malos argumentos que subyacen en nuestro discurso. Pero una reflexión sobre los mismos ayudan a todos.
Pasemos, pues, a la primera falacia que continuamente subyace a los medios de comunicación: la CAUSA SIMPLE. Consiste fundamentalmente en explicar un hecho determinado por una explicación unicausal, de tal forma que podemos decir, A (y solo A) implica B.  Sin embargo, obviamos que existen otras causas explicativas de dicho suceso, reales o posibles, y que deben ser contrastadas. Es decir, (A, C y D) implican B. Pasemos que esta falacia pasa por obviar información relevante en la explicación causal o desviar la atención hacia una causa que puede llegar a ser irreal.
El uso de esta falacia está tan sumamente extendido que prácticamente se trata de leer entre líneas las editoriales de los principales periódicos o medios de comunicación de nuestra sociedad. A esta falacia podríamos llamarla la ILUSIÓN DE LA SENCILLEZ. A la gente le gusta la simplicidad y cuanto más sencillas sean las explicaciones, más fuerza mediática tienen. Los publicistas y creadores de marketing lo saben. Lo complejo no vende porque eso exige detenerse sobre el problema y no tenemos tiempo ni fuerzas suficientes para ello.  Igualmente, la ciencia ha habituado a esa visión de las cosas desde que prima entre su metodología el principio de economía de pensamiento: de dos explicaciones para un fenómeno determinado, la naturaleza siempre escogerá la más sencilla. Pero el creer encontrar orden donde realmente no lo hay fue también una tentación que ya en su día aclaró Francis Bacon, junto al resto de los "ídolos".
 
Pero vayamos al ejemplo que se desarrolló en los primeros años de la crisis y que se convirtió en muletilla de conversaciones sobre cualquier cosa. La frase “la culpa de la crisis la tiene Zapatero” fue un lema usado en amplios sectores sociales para expresar descontento y una explicación sencilla de la crisis. Revisando periódicos no demasiado lejanos en el tiempo, nos encontramos con distintos titulares: “Cospedal cita a Zapatero como culpable político de la crisis” (ABC, 2-2-2012), “la prima de riesgo española se llama Zapatero” (Saenz de Santamaría, El País, 14-5-2012). Los dirigentes populares no dudaron en lanzar el lema por activa y por pasiva, reusando asumir cualquier parte de culpa en el problema. Igualmente, Zapatero respondió en su día a todo ello señalando a los “avariciosos inversores de los mercados financieros”, como causante de dicha crisis. Una declaración bastante autoindulgente por su parte para explicar un problema como el paro o la burbuja inmobiliaria, que no supo tratar en sus años en el poder.
Quede claro aquí que nuestro propósito no es justificar al anterior gobierno. La crítica del adversario no conduce a la reafirmación del atacado. Pero está fuera de duda que este lema, en el imaginario social, se convirtió en un arma arrojadiza para un triunfo electoral brutal del Partido Popular, es algo fuera de cuestión.  Que mantenga su vigencia, sin embargo, se hace cada vez más difícil: los actuales dirigentes políticos lo usaron para lograr un éxito electoral, y hacer ver a la sociedad que el problema de la crisis era un problema fundamentalmente de decisiones políticas. Ahora nos encontramos con que el problema rebasa ese ámbito, y los nuevos gobernantes se escudan en la inevitabilidad de las reformas y la imposición de las decisiones desde fuera. En definitiva, uno tiene la sensación que la política habría sido exactamente la misma de seguir gobernando el PSOE, con la única diferencia de que este nuevo gobierno está secundado por un amplia mayoría electoral, y que a diferencia del anterior ejecutivo, ellos sí creen en lo que hacen. Pero este no es nuestro tema aquí.

La causa sencilla fue utilizada también con la misma intensidad por una parte importante de los simpatizantes del 15M, pero en un entorno completamente distinto al de una confrontación electoral. Ellos manifestaban en sus pancartas el rechazo a los políticos y banqueros como causantes de la crisis ("no somos mercancias en manos de políticos y banqueros" fue uno de sus grandes lemas), que hacían una división social de la crisis entre los que estaban "arriba" y "abajo". De todo ello veían una solución igual de sencilla para la crisis recortando los salarios de los primeros. Quizás la ilusión de la sencillez se acabase convirtiendo en desilusión por inoperancia, pero esa sencillez -que no se nos olvide que es completamente irreal- se hace necesaria para la movilización general en un primer momento en cualquier revolución o movimiento social.
 Como vemos, esta falacia es algo básico  tanto en pancartas de manifestaciones como en lemas electoralistas: lo sencillo vende, engaña y mueve. Pero conviene no olvidar que la ilusión de sencillez es algo sumamente peligroso en manos políticas inadecuadas. Pensemos que fue el leitmotiv de Hitler y el NSDAP en los años treinta en Alemania. La culpa de la gran depresión tenía nombres y apellidos: el pueblo judío. Franco no se quedó corto, cuando casi hasta su muerte, seguía mencionando a los culpables de cualquier problema español como miembros de una “conjura judeomasónica”. Vayan ustedes a saber qué era eso en una mente tan calenturienta y llena de demonios internos como la de nuestro antiguo dictador. Aunque tampoco conviene olvidar que los líderes socialistas de los años ochenta coreaban “que viene la derecha”, como posible explicación unicausal de los futuros males del país. Pero pensemos que el problema es internacional: la Guerra Fría es un canto a la sencillez explicativa, ya sea capitalista o comunista. Unos y otros explicaban sus fracasos como ingerencias enemigas en asuntos internos. Aunque esto también nos conduce a otros tipos de falacias, como veremos más adelante.
Sin embargo, uno se siente pesimista al respecto para la cura de semejante enfermedad argumentativa. Un lema lanzado por un dirigente o un líder revolucionario tiene éxito porque cala entre la sociedad. Por el contrario, un intelectual nunca llegará a esa masa popular con un discurso racional pero árido e insoportable. Y como decíamos al principio, la gente nacida a la sombra de la galaxia Internet es ávida de la sencillez. Al igual que las canciones del verano o un trending topic, todo el mundo desea repetir aquello que es sencillo y fácil de entender. Si ZP fue la causa sencilla usada por la derecha española, y los lemas antisistema la causa sencilla de la izquierda más combativa, nos podríamos preguntar cuál será el siguiente paso, el próximo chivo expiatorio. Y con esto dejamos la puerta abierta a aquellos que deseen seguir las sendas del populismo, si las cosas siguen yendo igual de mal.  

sábado, 15 de diciembre de 2012

CÓMO CONOCÍ AL SEÑOR TIBB



Fin de otoño en las fuentes de la ciudad.
Alguien me ha preguntado sobre quién es este señor Tiburcio que acompaña en las disquisiciones del GP. Hoy les voy a explicar cómo conocí a este peculiar personaje.

La rotonda del caballo, como se conoce vulgarmente en Cáceres, no tiene nada de especial respecto a lo que podemos encontrar en otras ciudades. Una estatua ecuestre de un conquistador extremeño es el centro de una intersección de céntricas calles cacereñas, frecuentemente llenas de tráfico. Alrededor de la estatua hay algo de césped, no demasiado, para no quitar mucho espacio a los coches. En definitiva, la típica solución urbanística para una ciudad de escasa relevancia como Cáceres. Pero no voy a hablar de ese lugar de paso porque sí, si no fuera por el extraño acontecimiento que sucedió hará un par de años. 

Una tarde cualquiera atravesaba aquel lugar, cuando por pura casualidad crucé mi vista con la estatua del caballo. Un hombre tenía la cabeza apoyada sobre una gran losa de piedra que forma parte del pedestal de la estatua. Seguí andando sin darle más importancia. Un técnico del ayuntamiento, quizás, pensé en aquella ocasión.  Un par de días después a las siete en punto de la tarde, un hombre atravesaba la línea de coches que rodeaba la estatua, avanzaba unos metros sobre el césped y dejaba posar otra vez su cabeza en el mismo bloque de piedra que formaban parte de la estatua. Aquello ya no era casualidad. Al día siguiente, a las siete y cinco, el mismo individuo adoptaba la misma posición. Pasaron así un par de semanas.

Al extraño evento fue uniéndose gente; estaba claro que no había pasado desapercibido para otros observadores habituales de esa hora. Tan solo mirábamos con extrañeza, buscando un sentido. Los recién llegados sostenían que era un técnico de ayuntamiento, al fin y al cabo, esa es la explicación más razonable. Otros más veteranos afirmaban que sería algún admirador de Hernán Cortés. Los más refinados, que se trataría de algún evento artístico relacionado con el conquistador. Pero la inmensa mayoría directamente aseguraban que era un pirado más de la ciudad. Los rumores, sin embargo duraban segundos. La gente de paso no detenía sus vidas. Finalmente, rompiendo esa inercia social que nos empuja a no actuar ni cuestionar lo que hacen nuestros semejantes en público, me acerqué a él. Podría no haberlo hecho nunca, pero lo hice.

 Atravesé con cuidado las filas de coches, subí el bordillo de la rotonda y di unos pocos pasos sobre el césped. Finalmente tenía su espalda junto a mí. Aunque muy posiblemente me habría oído llegar, No hizo ningún gesto para girarse.

-  Disculpe, está usted bien.

-  Naturalmente, qué le hace a usted pensar que no lo estoy.

-  Hombre, si le puedo preguntar por qué…

El individuo se mostró contrariado y no me dejó terminar la frase.

-  Por qué. Siempre por qué. Pero le pregunto yo acaso por qué se mueve usted, a dónde va y de dónde viene? No. Por qué tenemos que buscar un sentido a todas las cosas, una explicación. Yo estoy aquí para mostrar que precisamente las cosas no tienen explicación. Que buscar sentido es completamente inútil.  

-  Bien, pues ahora ya se lo ha dado – contesté, dejándome llevar por mi inspiración filosófica.

-  Efectivamente, usted me ha jodido toda la operación. El sinsentido ya tiene sentido. Ahora ya no podré volver aquí. Bravo. Estará usted contento.

-  Bueno, disculpe, tampoco es para ponerse así.

-  Usted no entiende la gravedad del asunto.

Y dicho esto, se giró y salió de la rotonda. Yo permanecí estupefacto por un instante, entre el enfado por los malos modos de ese desconocido y su respuesta supuestamente tan trascendental. Estuve dos segundos más y me fui. Atravesé el césped, bajé el bordillo, y crucé la carretera. Volvía a la normalidad. Volvía al sentido.

Regresé los siguientes días. Siete en punto, siete y cinco, siete y diez. No apareció más por allí. La estatua se mantuvo vacía, como siempre había sido y como todos esperábamos que así fuera. La normalidad retornaba a las calles. Su sentido ordinario en extremo, irrelevante, vulgar, mecánico, impersonal, frío e inconsciente. O el sinsentido imperante, como habría dicho aquel desconocido. 

miércoles, 12 de diciembre de 2012

jueves, 6 de diciembre de 2012

ESPAÑA SIN PRESIDENTE

El señor Tibb en proceso de creación bloguera
      Un fantasma recorre España: el fantasma de Rajoy. Porque de él ya no nos queda otra cosa. El cuerpo de nuestro señor presidente, aquel que captaban y maquillaban las cámaras, está desaparecido de la hiperrealidad informativa desde hace meses. No figura en prensa ni en televisión, ni escuchamos su voz en sus emisoras amigas o enemigas. Hasta el punto que nos han habituado al rostro de sus subordinados en un intento de olvidarnos del señor presidente. De hecho, me apuesto lo que sea a que Rajoy no desea ser llamado más señor presidente, un par de palabras que deben pesar quintales en la conciencia de Mariano. Al igual que un emperador Tiberio o un expresidente Zapatero, si antes amaba el poder, ahora debe estar aprendiendo a odiarlo con toda su alma.
    Sin embargo su espíritu está bien presente. Su halo de correcta austeridad liberal vigila las decisiones de ministros, presidentes autonómicos y demás clientelaje político. Su aliento helado sopla sobre la nuca de indignados y se mezcla con los gritos desesperados de los manifestantes. Su sangre negra es la tinta con la que se firman todas las medidas de recortes sociales o del saneamiento público (llámenlo ustedes como lo deseen). Le guste o no, todas esas decisiones -correctas o incorrectas- caen bajo su responsabilidad.
     Al igual que hizo su antecesor, de memoria oscura para muchos españoles, los presidentes de nuestra Gran Depresión se hunden en el anonimato burocrático para intentar mantenerse a flote. Es un barco siniestro en el que los ministros se convierten en los salvavidas de los presidentes, y se transforman en la cubierta de la embarcación para que esta no haga aguas. Uno acaba pensando que para tener un presidente fantasma, mejor nos quedamos con sus ministros, que son los que dan la cara y los que, en palabras del señor Wert, se tienen que acostumbrar a las broncas. O mejor aún, nos quedamos con las caras de Merkel o los burócratas de la OCDE; ellos no necesitan esconderse; al fin y al cabo se convierten en el rostro visible de Rajoy. Teniendo la mirada prusiana de Ángela, para qué necesitamos más.
  
      (El señor Tibb relee los párrafos escritos. Sonríe. Nada nuevo bajo el sol. Pero al fin y al cabo, si gente como Sánchez Dragó o Salvador Sostres pueden soltar disparates y bufonadas políticas en la prensa escrita y recibir incluso una nómina por su retórica barata, por qué no va a escribir el señor Tibb en su propio blog y quedarse más a gusto que un arbusto...)   

lunes, 3 de diciembre de 2012

EL FIN DE LOS ARTESANOS DEL CONOCIMIENTO

    
       Hoy toca descanso para la cosa pública, que ya era hora. Mirando hacia atrás, la curiosidad filosófica había intentado ser la trama central de este blog y el Sr. Tibb ve con desánimo la deriva hacia la opinión política conforme se aproxima el fin del mundo. Por eso, hoy vamos a cambiar brevemente nuestro tema: la originalidad filosófica.
     Durante muchos años el Sr. Tibb albergó la ilusión de escribir un libro de filosofía de forma artesanal. Esa artesanía implicaba un esfuerzo personal, único e individual, como aquel que reclamaba Descartes al escribir su Discurso del Método. El reflexivo Descartes pegado a una estufa en las noches de invierno actúa simbólicamente como ese Louis Pasteur encerrado en su laboratorio o aquel Darwin dando vueltas alrededor del mundo con su paciente trabajo de campo. Los artesanos del conocimiento son de otra época.  Al final sucedió lo que tenía que pasar, y acabó creando un libro sobre otros libros, una sucesión continua y aburrida de glosas. Se dice que Leibniz fue el último gran filósofo capaz de brillar con la misma fuerza en otros campos del saber. Heidegger o Wittgenstein serán tal vez los últimos filósofos que actúan como individuos brillantes en el propio campo de la filosofía. Desde entonces, nuestra acción se disuelve en el grupo.
   La filosofía como actividad original de un individuo tiende a su disolución total. La actividad filosófica, sobre todo si se entiende como riguroso ejercicio conceptual, se refugia en los grupos de trabajo. Detrás de los nombres majestuosos de la modernidad hay grandes equipos académicos que van cerrando una tras otra cualquier tipo de fisura filosófica que puede mostrar la hipótesis original del maestro. Así nos encontramos con libros terriblemente aburridos y completamente cerrados, en los que aceptando sus premisas de partida difícilmente nos podemos encontrar con algún problema no resuelto. Las obras de Habermas o de John Rawls eran de este tipo. La filosofía, al igual que la historiografía, se ha disuelto en la investigación científica académica. La originalidad se convierte en un lujo que solo los elefantes académicos pueden saborear, incluso con el riesgo de hacer el ridículo y construir libros completamente irrelevantes.  
    Pensemos que en el día de hoy, el filósofo profesional ni siquiera elige su tema de trabajo. El estudiante universitario con vocación de investigador sueña con construir su propia tesis sobre un tema que él elige, pero a medida que avanza la carrera sufre una saludable cura de humildad. Esto hace que en el momento crucial, se encuentra con que las redes del mundo académico ya deciden por él. Abandona su proyecto inicial y lo vincula a la línea de investigación presente en la institución para la que estudia. Durante mucho tiempo, ese joven profesional sigue soñando con una promoción que le permita decidir por sí mismo su materia de trabajo. Después se encontrará con que el patrocinio de ese trabajo dependerá de otras instancias que él ya no puede dominar. Para entonces, las redes sociales académicas habrán apagado cualquier instinto individualista. En muchas ocasiones, habrá reprimido su vocación humanista. Ni siquiera será responsable crítico con su propio trabajo. Se escudará en la institución que le paga, como a un técnico más. El filósofo, al igual que el historiador o el economista, se disuelve en el técnico del think tank, como en la escolástica el filósofo se diluía en un funcionario religioso. Lo académico entendido como castración de lo individual.
     Afortunadamente, hay todavía muchos que trabajan al margen de este planteamiento, ya sea fuera del mundo académico o dentro. El ámbito de decisión del individuo todavía es lo suficientemente libre como para optar entre unas líneas de pensamiento u otras, pero raro será el investigador que no se ha enfrentado alguna vez contra esa castración con consecuencias nefastas. ¿Le queda alguna originalidad, algún margen de acción a la reflexión filosófica personal frente a esta amalgama? Tan solo una: su disolución en metáforas infinitas y solipsistas. Y si consigue rebasar el solipsismo, verá la réplica de su metáfora repetida en memes continuos a lo largo de la red, la única forma de contrastar el éxito de una imagen.