Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

jueves, 12 de octubre de 2017

EL PROBLEMA EMOCIONAL DEL NACIONALISMO

Obra de TvBoy en Barcelona. El nacionalismo tiene la misma función que el orín de los perros, adornado con palabras.
    Contra lo que pueda pensarse los acontecimientos en Cataluña forman parte de un fenómeno planetario, que todavía no estamos estudiando adecuadamente. Solo que los catalanes y españoles somos tan egocéntricos y localistas que no nos hemos dado cuenta de ello. En efecto, nuestra tensión es la misma que se vive en Estados Unidos con Trump y el auge de la extrema derecha blanca, o con el Brexit y el nacionalismo inglés, por poner dos ejemplos. Ponga una cara pálida, pecosa y angloparlante, en lugar del rostro moreno ibérico, y el resultado será el mismo. Un mismo cerebro atrapado en una trampa mortal de sentimientos hostiles.
     En definitiva, las vísceras han tomado el poder de la toma de decisiones. El xenófobo americano, el nacionalista inglés y el independentista catalán o el nacionalista español tienen una misma característica común. Están absolutamente convencidos de que tienen razón, y no se van a dejar engañar por las artimañas del enemigo para ceder un ápice. ¡Ya quisieran Hitler, Stalin o Bin Laden tener semejantes compañeros fanáticos de viaje! Quizás lo ignoren o se sentirían insultados, pero el viaje a los cerebros de estos individuos compartirían muchas cosas con el de un fundamentalista islámico. No sus ideas, sino sus mecanismos para separar lo verdadero y lo falso, o lo justo y lo que no lo es.
    ¿Cómo cambiar las opiniones emergentes de emociones viscerales? No vale la pura razón, aislada, desencarnada, fría y abstracta, porque esta vale en el cerebro visceral para lo contrario: eliminar posibilidades alternativas, racionalizar o pensar en conjuras judeomasónicas. Si por ejemplo, la realidad diaria nos dice que las empresas se deslocalizan de Cataluña, el cerebro independista podrá optar "racionalmente" entre dos cosas: o que a la economía capitalista no le gustan los riesgos políticos, o que es una conjura del estado español que promueve esta desbandada para fastidiar a Cataluña. Sin dudar, optará por la segunda, porque da estabilidad emocional al independentismo. Lo mismo puede decirse del discurso vacío de "legalidad" de los anticatalanistas. Aquí también valen dos opciones. Lo legal puede ser justificación de una total injusticia, o puede ser el marco del estado de derecho. Lógicamente, los españolistas se han refugiado en el segundo término y no piensan ni por asomo en la posible realidad del primero. En resumen, ante cualquier disonancia cognitiva, nuestro cerebro buscará refugio emocional: es decir, pensaremos y miraremos las cosas de tal forma que no supongan un contraste o enfrentamiento directo con nuestras emociones y actos.
    Y aquí está el gran problema. No se trata de cambiar opiniones, sino cambiar emociones. Pero esto es mucho más difícil. Para cambiar una emoción (y el ejercicio racional que la acompaña) hay que mover algo mucho más profundo. Tiene que haber una experiencia vital que remueva todo esto, que permita a la razón humana partir de cero y recomponer su espíritu crítico, a partir precisamente de otra emoción vivida. Esto es de las pocas cosas que la neurociencia puede afirmar ya con total rotundidad. La racionalidad humana no se entiende sin su base emocional.   
    En consecuencia, nacionalistas españoles y catalanes tienen que salir de su zona de confort incuestionada, consejo tan antiguo como el  de la filosofía griega: sé humilde y reconoce que tus certezas no son tales, y que en el siglo XXI se traduce en: abandona tus redes sociales y tus banderas, que son eco de tu propio ego, y mira más allá. El mundo es más amplio. Este consejo no es fácil de asumir cuando todo lo que tocamos es proyección de nosotros mismos, como ocurre precisamente con las redes sociales. Y cuando, como estamos viendo, nuestras emociones y sentimientos de partida se están reforzando continuamente a través de esas redes. Pero habría que romper esa carcasa: ¿Se imagina un españolista decidido visitando la Generalitat? ¿A un independista haciendo un "viaje de estudios" por Extremadura para reconocer que tardamos cinco horas en tren hasta Madrid? ¿O una reunión de nacionalistas anónimos, en los que unos y otros comparten sus experiencias con la identidad nacional sin darse voces?
   Este estado de cosas provoca lo que en la filosofía podríamos denominar un idealismo enfermizo. Es decir, la creencia de que son solo las ideas de nuestra mente las que condicionan lo que llamamos "realidad" y que acaban por construir ilusiones ficticias o disociaciones psicóticas respecto al mundo y nuestros semejantes. Por supuesto, llegará el día que la realidad exterior tome su revancha y llame a nuestra puerta, como les ocurrió a muchos británicos cuando supieron que había ganado el Brexit, y sonó de forma conjunta, "Dios mío, qué hemos hecho". Entonces despertaremos y quizás ahí tengamos un tsunami emocional lo suficientemente fuerte que nos haga caer en la irracionalidad del asunto y las contradicciones internas de nuestro discurso.
      En definitiva, las fronteras de los países son reflejo de fronteras emocionales que construyen nuestros cerebros, que marcan el "nosotros" frente a  "ellos". Tú puedes traspasar una frontera física. Tú puedes incluso conquistar un país. Pero la frontera emocional del cerebro de un ser humano es casi infranqueable si no remueves primero sus sentimientos y su imaginario particular. A lo mejor, todo lo que necesitamos es amor (como dirían los Beatles) y después el seny. Pero es de esto de lo que andamos más escasos, tanto unos como otros.

viernes, 6 de octubre de 2017

COSMOSAPIENS: LOGROS Y LÍMITES DE LA CIENCIA ACTUAL



 Si está harto de los ensayos de científicos dogmáticos, arrogantes y condescendientes, y que encima pretenden ser amables con el lector pero de forma absolutamente paternalista, no dude de que este libro le va a convencer y entusiasmar.  Cosmosapiens ha sido largamente esperada por aquellos filósofos que siempre han pensado “cómo es posible que los científicos no se dan cuenta de todo esto”, con la ventaja de que es un científico, y no alguien ajeno a las disciplinas, el que arremete contra la propia ciencia.

Cosmosapiens es pasmosamente ambiciosa. Ni más ni menos que es una revisión de todo el saber científico humano: las últimas tendencias de la física, química, geología, biología, psicología y la propia filosofía van siendo explicadas, a veces con más extensión y otras de forma más apresurada, pero intentando que no quede nada fuera y ofreciendo una visión global e interconectada de las mismas. Solamente por esta tarea, aparentemente imposible en el siglo XXI, el libro merece ser leído.  Pero lo más interesante es que en esta exposición paulatina, desde el origen del universo hasta la emergencia del ser humano, nos vamos dando cuenta que la visión que Hands nos da de la propia ciencia no es ni complaciente ni satisfactoria. Todo lo contrario.

Hands somete a un duro juicio buena parte de las teorías contemporáneas a través de criterios filosóficos que podemos considerar básicos y de sentido común pero que efectivamente, han sido pasados por alto por buena parte de los divulgadores de la ciencia. En primer lugar, no duda en rechazar todas aquellas teorías que no están falsadas y que no atraviesan el filtro de una mínima contrastación, siguiendo la estela de Popper.  En segundo lugar, tampoco niega que la ciencia es una investigación sometida a intereses contradictorios y muchas veces negativos contra la propio progreso de la disciplina. Intereses económicos, mediáticos, conflictos personales y fraudes son también evaluados como obstáculos y engaños reales (el autor cita más de una vez a Feyerabend o Lee Smolins, figuras heterodoxas). Por último, Hands rechaza todo tipo de reduccionismo metodológico que acaba excluyendo cualquier tipo de experimentación que no coincida con el modelo defendido. 
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Los dos primeros puntos aparecen de forma clarividente cuando Hands habla del extraño éxito de la teoría de cuerdas como último patrón explicativo del universo. El autor sostiene que es una empresa que meramente ha demostrado su eficacia en términos matemáticos y que no tiene mayor consistencia que otras alternativas matemáticas aparecidas en las últimas décadas. Sin embargo, la teoría de cuerdas ha conseguido un impacto mediático mayor y ha obtenido importantes fuentes de financiación, sin que en realidad hayamos obtenido otra cosa que una multiplicación de modelos explicativos (cuerdas, supercuerdas y otros guisos). Hands se muestra relativamente pesimista respecto a las metas que tiene la ciencia para sí misma y los límites infranqueables que no puede rebasar, como nuestra capacidad de contrastación más allá de determinados límites de la materia, o la incapacidad de resolver desde hace muchos años, una síntesis adecuada de las cuatro fuerzas de la física (una anhelada teoría M que se resiste a llegar). 

 Respecto al reduccionismo, Hands lanza sus dardos contra buena parte de la interpretación de la biología contemporánea. Distintas explicaciones, desde la sociobiología hasta la psicología evolucionista, han concedido una importancia ilimitada a factores muy concretos con los que esperamos explicar la complejidad biológica material. Hands es igual de duro con los defensores del intelligent design que con la teoría ortodoxa de la evolución, desde Ernst Mayr a Richard Dawkins. A los primeros les acusa directamente de estar al margen de la ciencia y de explotar las carencias de la teoría hegemónica actual, pero sin proponer una teoría alternativa sostenible y adaptable al marco científico. La ortodoxia evolucionista es acusada de no prestar atención a todo aquello que su teoría no puede explicar (da igual que hablemos del gradualismo, como de etología o del gen egoísta). La extraña presencia del “ADN basura”, la rehabilitación -limitada- del lamarkismo, los acelerones en la evolución, la debilidad de los modelos matemáticos de teoría de juegos para explicar el comportamiento animal y humano, pone a la ortodoxia actual contra las cuerdas. 

El atrevimiento de Hands llega a su grado máximo en los últimos capítulos del libro, cuando nos habla de la emergencia de la complejidad humana, y no duda de hablar de la conciencia y las propiedades de la mente como una asignatura pendiente de la ciencia actual a la que ni por asomo ha prestado suficiente atención. Los fenómenos supuestamente paranormales desarrollados por la mente siguen sin explicarse. Fenómenos como la telequinesis o experiencias más allá de la muerte encuentran también un lugar en el libro y Hands los lanza como interrogantes que fracturan los límites de la ciencia y su incuestionable capacidad explicativa de la realidad. Ni mucho menos Hands cae en supersticiones ni se deja convencer por explicaciones fáciles, como apelar a la física cuántica cada vez que surge una contrariedad explicativa de la materia, pero deja la puerta abierta a que la ciencia todavía no tiene la última palabra en muchos fenómenos de la realidad. La realidad es demasiado compleja, y quizás como decía Wittgenstein, en algunos momentos es más fácil vivirla que expresarla en el lenguaje científico.

El libro no ofrece ninguna concesión al estilo. Está escrito de forma dura, apresurada, sin ningún tipo de arreglo formal, como si fuesen apuntes de clase. Aparecen definiciones, clasificaciones, esquemas y conclusiones. El autor sabe que tiene que ir al grano. Pero este es un detalle que a medida que pasa el libro se agradece. Uno también está harto de leer florituras estilistas en muchas obras de divulgación científica (experiencias personales, metáforas complejas) que no hacen más que meter paja en los libros y de las que además, tienes la desagradable sensación de ser arreglos hechos por los periodistas que nada tienen que ver con lo que es propio del científico. Ciertamente el apresuramiento no es bueno en algunos capítulos del libro, y da la sensación que el autor debería haber concedido algunas páginas más a determinados aspectos de libro en lugar de otros. Me gustaría que, en lugar de hablar de Darwin y el mito inventado de los pinzones, explicase más a fondo la invalidez de los modelos matemáticos para la etología, por poner un ejemplo.

En definitiva, el libro es un jarro de agua fría para todos aquellos que sientan la ciencia como motor explicativo del mundo que está a las puertas de conocer la última realidad del universo y el hombre. Después de leer el libro, uno tiene la sensación de que, a pesar de la complejidad tecnológica de nuestra sociedad, la ciencia no ha avanzado tanto como pensábamos y que incluso, encuentra límites que parecen ahora infranqueables. Existen demasiados puntos oscuros en la ciencia actual, desde la incapacidad de alcanzar una teoría global de la física y la materia oscura, a las contradicciones de la evolución y nuestra renuencia a aceptar la emergente realidad de lo puramente mental, que habitualmente son rechazados bajo el prisma del materialismo y de la solidez de los modelos teóricos vigentes. Esto no quiere decir que Hands no defienda la ciencia, pero la pone bajo una saludable sospecha, que será bienvenida por muchos.

sábado, 16 de septiembre de 2017

TEMA 2: UNIVERSO, MUNDO, REALIDAD Y DIOS.




UNIVERSO, MUNDO, REALIDAD Y DIOS

1.    ¿Por qué el ser y no la nada?
2.    Las visiones del universo y de la física.
2.1. Las hipótesis mítico-religiosas.
2.2. Primeras concepciones filosóficas.
2.3. El paradigma medieval.
2.4. La revolución científica: el mecanicismo.
2.5. La revolución del siglo XX: indeterminismo.
2.6. Cosmología actual: respuestas sobre el origen del universo.
       3.  De la física  a la metafísica.
       3.1. ¿La materia es la única realidad que existe?
3.2. ¿Nos rige el azar o la necesidad?
3.3. ¿Hay alguien detrás de todo esto?

1.    ¿Por qué el ser y no la nada?
Cuando se nos pregunta qué es la realidad, podemos decir: lo que nos rodea, podemos tocar, percibir, sentir… aquello que pisan nuestros pies cuando están en el suelo. Estudiamos las leyes de la física y la química sin rechistar, para dominar la materia y ponerla a nuestro servicio,  e incluso crear un nuevo mundo virtual. Esa es la respuesta prefilosófica, que da nuestro sentido común, y que parte de lo más cotidiano de nuestras vidas. Sin embargo, puede existir una vertiente más profunda de qué es esa realidad: la problemática filosófica emerge cuando saltamos hacia otras preguntas más profundas. Cuando pasamos del ¿cómo es la realidad? y ¿qué es la realidad? al ¿por qué existe la realidad? cambiamos profundamente de perspectiva.
Imaginemos que Silvia es pastora. Tiene una vaca metida en una cerca de ganado y pastando a sus anchas. Tranquila, gorda, blanca y negra, tetona y con un montón de leche y carne para alimentarnos. Podemos pensar que vemos una vaca, pero, ¿por qué existe esa vaca? ¿por qué no pudo ser otra cosa, o simplemente, no existir? Aparentemente, la vaca está domesticada porque ha habido alguien, Silvia, que ha tenido interés en cuidar a la vaca para beneficiarse de la misma. Decimos que la existencia de esa vaca no se explica desde sí misma, sino desde el interés de otro (el ser humano), por mantenerla. Podríamos pensar lo mismo de otras muchas cosas que nos rodean: mi ordenador, mi gato, mi móvil…
Pero la respuesta que hemos dado sobre la vaca no es satisfactoria. El mundo de la naturaleza no ha sido creado por el hombre. De hecho, el propio hombre está dentro de esa misma naturaleza. ¿Quién ha creado a Silvia, y al ser humano? ¿Somos otra vaca más, creada por un ser cósmico –Dios o los alienígenas-, o somos productos del mero azar de las leyes de la física y la materia? Esto nos lleva a una pregunta más global: ¿por qué existe el mundo? ¿Tiene algún sentido todo esto? Esta era la gran pregunta de los primeros filósofos de la historia, los llamados presocráticos (griegos del siglo VI y V a.C., previos al filósofo Sócrates) y que siglos después formularía Leibniz, filósofo y matemático alemán del siglo XVII con la pregunta: ¿Por qué el ser y no la nada?

1.1.        Las hipótesis mítico-religiosas.
Mitos religiosos sobre el origen del universo los hay por cientos. Casi podría asegurarse que cada tradición religiosa ofrece uno. Pero podríamos proponer dos corrientes básicas que cuentan en común con la creación por parte de cierta divinidad de todo lo que existe.
a)    El universo es creado de la nada (ex nihilo, en latín). Un Dios poderoso crea todo lo que existe, colocando al hombre en un lugar privilegiado. Los Upanishads de la India, o el relato del libro del Génesis está en ese ámbito, ofrece esta idea. “En el principio, dios creó los cielos y la tierra…”.
b)    El universo ha existido desde siempre y se repite. Esta es la hipótesis de la religión oriental. El jainismo, el budismo, el hinduismo y también la religión griega se hicieron con esta idea. Asistimos a una repetición eterna del mismo ciclo, en la que principio y fin acaban siendo dos formas de decir la misma cosa. No tiene sentido, por tanto, buscar un origen ni un final, con el infinito como única respuesta. 
Después, puede haber muchas diferencias. La inteligencia creadora puede ser un Dios bueno y todopoderoso, creador de todas las cosas; puede ser una especie de “artesano” (o demiurgo) que modela la materia como un alfarero y crea cosas. También puede ser un Dios que compite con otros dioses malignos y mantiene al hombre entre servir al bien o al mal. Y también, puede ser un Dios que se confunda directamente con su creación (el mundo entendido como divinidad, como el caso del budismo, en el que todo lo que nos rodea, incluido nosotros, somos parte de Dios). Esto último se entiende a veces como una primera forma de ateísmo o panteísmo de la historia.
¿Qué podemos decir de estas interpretaciones? Lógicamente, están ajenas a toda comprobación empírica, y tienen la extraña tendencia a contradecirse entre ellas. ¿Por qué deberíamos prestar más importancia a lo que dice el Génesis, que lo que dice el libro del Tao o el Gran Yuyu de la Montaña en África[1]? En términos culturales todas pueden ser igual de válidas. Esto fue lo que condujo, en Grecia durante el siglo VI a.C., a abandonar el mito y refugiarse en el pensamiento filosófico y racional.

1.2.        Las primeras concepciones filosóficas (Grecia, siglos VI-II d.C.).
Tras este choque cultural entre religiones, la filosofía inicia un proceso de crítica en el que se intenta eliminar los elementos míticos progresivamente a través de la abstracción. El relativismo (no saber quién tiene la verdad) hace mella en el pensamiento religioso. Los griegos son los primeros en adoptar una posición eminentemente materialista de la realidad, así como buscar un sustrato para comprender la realidad desde una perspectiva relativamente racional a través de leyes y regularidades en la naturaleza (lo que llamaban la physis).  Así que se desarrollan distintos sistemas cosmológicos. Así, empiezan a darse distintas argumentaciones a favor de unas teorías y otras. Resulta pasmoso comprobar que durante el siglo VI y V, se desarrollan prácticamente todas las hipótesis científicas que después van a ser clave para comprender la revolución científica. Por poner varios ejemplos:
Ø  Heráclito sostenía que el universo estaba sometido a un proceso cíclico de construcción y de destrucción de progresivas explosiones, puesto que entendía que la realidad era de carácter dialéctica y contradictoria, pero que existían leyes obligatorias que regulaban todo el mundo físico. Esta es la primera vez que se desarrolla la teoría del universo oscilante y algo así como una “gran explosión” o Big Bang.
Ø  Los atomistas  defendían que la realidad estaba compuesta de diminutas partículas –átomos- que se movían y mezclaban entre sí en un movimiento azaroso e indeterminado, para acabar creando cosas complejas. El término fue tan afortunado que Rutherford lo reincorporaría para la física a principios del siglo XX.
Ø  Empédocles, otro filósofo griego nacido en Italia, sostenía que la materia tiende a hacerse más compleja a partir de una combinación de elementos simples. Esa combinación sería al azar y provocaría engendros monstruosos o seres bien dotados y capaces de sobrevivir a un medio hostil. Esta hipótesis de trabajo no es ni más ni menos que la teoría de la evolución iniciada en la biología durante el siglo XIX.
Ø  Los pitágoricos defendían que todo estaba compuesto por números, e impregnaban la naturaleza de relaciones matemáticas. Fueron también los primeros en sostener el heliocentrismo. La influencia de esta idea es tan grande que todos los astrónomos entre el siglo XVI y XVII (Copérnico y Kepler) decían ser pitagóricos.

Si resulta que los filósofos griegos en el siglo VI y V a.C. eran capaces de lanzar hipótesis tan atrevidas, ¿cómo es posible que la ciencia se estancase poco después y prácticamente no avanzase gran cosa hasta el siglo XVI, 2000 años después? Aunque las razones son muy complejas, podemos decir que a los filósofos griegos le faltaban dos cosas fundamentales para desarrollar la ciencia tal y como la conocemos hoy en día.
1.    En primer lugar, los filósofos griegos se limitaban a lanzar hipótesis construidas bajo una estructura relativamente racional. Pero no existía prueba o evidencia empírica alguna determinante que diera la razón a una teoría sobre las demás. Las pruebas eran tan débiles que no permitían refutar a las de sus adversarios.
2.    Por otro lado, los instrumentos de medición de la realidad de los griegos eran tan elementales que su interpretación de la realidad no pasaba de la intuición de nuestros sentidos, muchas veces engañosos.
3.    Por último, los filósofos no contaban con un lenguaje apropiado para medir y cuantificar la naturaleza: las matemáticas eran utilizadas con un elemento místico-religioso completamente ajenas a la interpretación del mundo físico, como los pitagóricos.
 No resulta por tanto extraño que el campo donde los griegos brillasen con más fuerza y fuesen capaces de dar aportaciones de primer orden y duraderas fuese en el campo del pensamiento puramente deductivo: las matemáticas de Euclides, la geometría de Arquímedes o la lógica de Aristóteles. Pero aquí, el contacto con el mundo es mínimo.
Con la irrupción de las nuevas religiones como el cristianismo o  Mitra (siglo I) la filosofía perdió su investigación sobre la naturaleza y empezó a elucubrar sobre Dios y su relación con el mundo. Habría que esperar miles de años para que las hipótesis de los griegos volviesen a ser recuperadas para la ciencia actual. 

1.3.        El paradigma medieval (siglos V-XVI d.C.).
Tras la caída de la civilización clásica (siglo V d.C.), la filosofía se mezcla con el pensamiento religioso y genera una visión del mundo dominada por un Dios creador, en el que todo lo que existe y ocurre está en consonancia con los designios y pensamientos de ese Dios. No obstante, las ideas de la filosofía clásica no se olvidan, y se adaptan a aquello que mejor casa con la religión cristiana. Así, nace una concepción del mundo basada en las siguientes creencias físicas y metafísicas:
1.    Creacionismo (Dios es creador de todas las cosas).
2.    Fijismo (la naturaleza no ha cambiado nada desde que fue creada por Dios).
3.    Finalismo (Dios ha dado a la naturaleza unos fines determinados y está por encima de ella; las leyes obedecen a Dios).
4.    Antropocentrismo (el hombre es el centro y meta más perfecta de la creación)
5.    Geocentrismo (la tierra es el centro del universo y el universo es estático).
6.    División entre el mundo material y el mundo espiritual (existe un cielo no material)
Este paradigma combinó a Aristóteles y Platón (filósofos griegos) con las creencias de judíos, cristianos y musulmanes durante cientos de años. Pensemos que estas seis ideas –entre otras- son las que separan el pensamiento religioso precientífico del modelo científico y son campo de batalla entre integristas religiosos (cristianos, musulmanes) y la sociedad científica. Un 60% de la población americana sigue creyendo que Dios creó al mundo en siete días, como cuenta el Génesis.

1.4.        La Revolución científica y el nacimiento del mecanicismo.
Durante la crisis de la Baja Edad Media (siglo XIV-XV), esta visión de las cosas empieza a tambalearse. Nacen movimientos escépticos que empiezan a dar importancia a la experiencia empírica, y a cuestionar la validez de los discursos metafísicos, que consideran vacíos. De esta manera, gente como Guillermo de Occam (siglo XIV) empiezan a defender que la ciencia debe separarse de la religión. A esto se une que los astrónomos ven cada vez más complicado encontrar un orden en el mundo y que las observaciones que hacen a simple vista son muy difíciles de casar con el sistema geocéntrico.
Copérnico lanza un modelo matemático, el heliocentrismo, que tiende a simplificar las cosas: ¿y si en lugar de colocar a la tierra en el centro del universo colocásemos al sol? Esto no era del todo nuevo (los pitagóricos ya lo habían defendido en la antigua Grecia), pero era una hipótesis que permitía simplificar las cosas y que cumplía una regla que Guillermo de Occam había defendido: el principio de economía del pensamiento (ante dos explicaciones posibles de un fenómeno, la naturaleza opta siempre por la más sencilla). Pero necesitaríamos de la evidencia empírica (pruebas) para demostrar esto. Solo con la llegada del telescopio y el descubrimiento de nuevas evidencias (como los satélites de Júpiter o la observación de una supernova), Galileo y Kepler dan pruebas de la hegemonía de este modelo sobre el anterior y la posibilidad de abrirse a explicaciones matemáticas que regulan el mundo físico. Como decía Galileo, “el libro de la naturaleza se escribe con números”. 
Pero esta revolución solo se podría esclarecer definitivamente con un conjunto de leyes universales, que se cumpliesen siempre y que pudiesen definirse en términos matemáticos. Esta proeza fue conseguida por Newton y sus tres leyes del movimiento (la ley de inercia, acción-reacción y la ecuación de la fuerza  F=masa x aceleración). Esto, junto a la ley de gravedad, condujo a un universo explicado en términos puramente matemáticos y siempre válidos. El impacto fue tan grande que el poeta Alexander Pope escribió en el epitafio de su tumba: “La naturaleza y sus leyes yacían ocultas en la noche; Dijo Dios “que sea Newton” y todo se hizo luz.”
Pero lo más interesante de todo es el surgimiento de toda una teoría de la realidad, el modelo mecanicista. Detrás del pensamiento de científicos y filósofos como Galileo, Descartes y Newton existe una interpretación del mundo como una gran y compleja máquina. Esta máquina, puramente material, se mueve de acuerdo con distintas leyes físicas universales que determinan todo su funcionamiento (es decir, no puede ser ni moverse de otra forma). Esto quiere decir:

a)             La realidad es básicamente material, corpórea –es decir, todo objeto real ocupa un lugar en el espacio-, y no existe nada más fuera de ella.
b)              Existen leyes reguladoras y universales en la materia, y que como esas leyes se cumplen siempre, podemos predecir todos los hechos que ocurran a nuestro alrededor. Es una interpretación determinista.
c)              Todo lo que ocurre puede ser explicado en términos de causas y efectos de leyes físicas. Es decir, al ocurrir un hecho A, sabremos perfectamente las consecuencias en el hecho B, y las podremos medir y cuantificar matemáticamente con los instrumentos adecuados. Esto se aplica especialmente a los principios del movimiento de los cuerpos (sistematizados por las leyes de Newton). 
d)             Esto implica que no existe espacio ni para el azar ni mucho menos para la libertad humana.
e)             Si este universo puede explicarse desde sus propias leyes, cada vez necesitaremos menos a un Dios al que se le otorga tan solo el papel de “primer impulso” de la creación, para después, no intervenir en absoluto sobre él. Con el tiempo, ese mismo Dios será cuestionado y se preferirán tesis como la eternidad del mundo o de la materia.
El mecanicismo se convirtió en una fuerza filosófica tan poderosa, que iría cobrando adeptos entre la antropología, la biología o la psicología durante los siglos siguientes. El hombre, por ejemplo, será también entendido como una máquina explicable en términos de impulsos e instintos corpóreos (placer y dolor), y sin ningún componente espiritual (esto lo veremos en los próximos temas).
1.5.        La revolución del siglo XX: relatividad y física cuántica.
Aparentemente, la física había alcanzado su plenitud en el siglo XVIII y parecía que todo estaba explicado. Pero en realidad, los nuevos descubrimientos no hicieron otra cosa que ir complicando el relativamente sencillo modelo de Newton. Así, Maxwell descubre las leyes del electromagnetismo y descubre que no es solo la gravedad la que confiere estructura al universo, aparecen las leyes de la termodinámica, y a finales del siglo XIX, se descubre el mundo de microfísica, con los modelos atómicos de Thompson, Rutherford, Bohr y compañía. Esto deja el camino sembrado para la gran revolución de principios del siglo XX: la teoría de la relatividad de Albert Einstein y la formulación de la mecánica cuántica –la conocida interpretación de Copenhague, Heisenberg, Planck y otros.

La macrofísica de Newton partía de entender el espacio y el tiempo como valores absolutos. Pero Einstein se planteó ni más ni menos que ambos dependían de otra variable, la velocidad del objeto observado. Viajar a velocidades cercanas a la luz implicaba cambios en la energía, la masa y la propia percepción del espacio y el tiempo. Por consiguiente, estos valores se harían dependientes de la velocidad y la posición con la que se observaban. Es decir, estos valores se hacen relativos (de ahí viene el nombre de teoría de la relatividad): la mecánica clásica de Newton dejaba de funcionar en grandes distancias cósmicas y a velocidad de la luz. A pesar de esto, Einstein seguía defendiendo un modelo de física determinista, en el que las leyes descubiertas pudiesen predecir con seguridad lo que podía ocurrir en el universo. Einstein revolucionó la física, pero las leyes seguían siendo las mismas y sus postulados filosóficos similares.

Una interpretación todavía más radical vendría con el nacimiento de la teoría cuántica. Los físicos que estudian las partículas subatómicas empezaban a comprobar con preocupación cómo las leyes de la macrofísica empezaban a no predecir adecuadamente lo que ocurría a ese nivel de la materia. Esto condujo a Heisenberg a lanzar lo que llamó el principio de incertidumbre: no podemos comprobar la velocidad y la posición de las partículas subatómicas de forma unívoca sin alterar al mismo tiempo una de las dos variables. Por ejemplo, cuanto más conozcamos la velocidad de un electrón, menos certeza tendremos de la posición de su órbita, y al contrario. Esto supuso una auténtica revolución en la forma de comprender la ciencia y un cuestionamiento total del mecanicismo, dominante hasta ese momento. Ya no tendríamos certezas absolutas ni leyes deterministas.
La interpretación de Copenhague desarrollaría todas las consecuencias del principio de incertidumbre. En el propio proceso de observación de la realidad, los científicos estaban modificando  la realidad observada. Esto quería decir que básicamente, los científicos ya no podían pensar que su investigación fuese objetiva y neutral. El realismo científico, la creencia de que podemos estudiar la realidad tal y como es, con ayudas de aparatos de precisión, saltó por los aires, porque el sujeto que investiga y el objeto interaccionan entre sí.  El mero hecho de posicionar instrumentos de precisión y proyectar un haz de luz sobre las partículas de estudio provocaría, según Heisenberg, un cambio en las mismas.

El principio de incertidumbre de Heisenberg implicaría por tanto una revisión de la ciencia:
a)             A nivel subatómico, ya no podemos elaborar leyes deterministas ni podemos establecer predicciones seguras, tan solo probabilidades.
b)             El azar cuenta con un mayor grado de importancia en este paradigma de la física y se rechaza el determinismo.
c)              El realismo científico (su objetividad) es cuestionado por la interacción entre el sujeto y el objeto de estudio. Ahora la ciencia se hace más dependiente de nuestro punto de vista.
Muchos físicos no aceptaron estos postulados, que amenazaban la objetividad científica. Como decía Einstein en referencia a la teoría cuántica, “Dios no puede jugar a los dados”. Esta frase no significa que Einstein fuera un gran creyente ni nada parecido: lo que realmente quería decir en realidad era que el universo no puede estar a merced del puro azar o la suerte, como parecía sostener la teoría cuántica.
Podríamos pensar que la mecánica cuántica no tiene por qué alterar el orden de nuestro mundo macrofísico. Como decían físicos cuánticos un poco sobrados, existe una remotísima posibilidad de que apareciese un móvil de último modelo en nuestra mesa de estudio, por una recombinación del mundo subatómico (la paradoja EPR). El mundo en ese sentido “habría dejado de ser seguro al cien por cien”. Pero no esperemos que esto nos ocurra. Las alteraciones del mundo subatómico sí pueden tener su impacto en el campo de la biología molecular o de la meteorología. En la teoría del caos[2], determinados acontecimientos –como la formación de un huracán, por ejemplo- son extremadamente sensibles a minúsculos cambios en los que entran en juego ese principio de incertidumbre. 

1.6.        Las teorías cosmológicas actuales y la pregunta por el origen.
A pesar de los avances, existe un gusto amargo en la evolución de la física. Muchos teóricos no obvian que la física contemporánea se encuentra con un problema: ¿cómo es posible que haya dos formas de operar e interpretar el mundo físico? Estos autores se enfrentaron con la enormísima tarea de intentar alcanzar una teoría unificadora o una “gran teoría” que fuese capaz de unificar el mundo sobre el que opera la macrofísica y la teoría de la relatividad con el de las partículas subatómicas y la mecánica cuántica. Ha habido intentos muy populares en los últimos años, como la teoría de cuerdas (o de supercuerdas), teorías matemáticas muy elaboradas, pero que se encuentran con el fatal dilema de no poder ser comprobadas empíricamente. Siguiendo el patrón del método hipotético-deductivo de Popper, si una teoría no puede ser refutada o falsada, no es científica, aunque sea matemáticamente coherente y con argumentos filosóficos o metafísicos a su favor.  
Muy interesante también es el desarrollo desde mediados del siglo XX de un inusitado interés por el origen del universo. Desde los años cincuenta circula la teoría del Big Bang como la visión dominante explicativa de ese origen. Diversas pruebas empíricas (como el fondo cósmico de microondas –el “ruido de la explosión”-, o el desplazamiento hacia el rojo de las galaxias –señal de su expansión-) parecen dar una evidencia razonable y válida a la teoría, aunque no definitiva. En definitiva, los físicos ven el comienzo del universo como una “singularidad” –un punto minúsculo sometido a condiciones físicas extremas- que dio comienzo a todo lo demás. Los problemas vienen a la hora de explicar esta explosión: qué ocurrió antes, qué pasará con la expansión actual del universo,  ¿qué modelo cosmológico elegir?
Las teorías se suceden: el modelo oscilante (un Big Bang y un Big Crunch provocado por la gravedad), el modelo inflacionario (el universo se expande indefinidamente y la gravedad es cada vez más débil). Este último es el más popular en la actualidad. Y a esto se añade la posibilidad de que este universo no sea único, sino que existan multiversos, como propone la teoría de cuerdas. La realidad es que estamos aún lejos de precisar qué modelo puede ser el verdadero, y que quizás nunca podamos saberlo, como algún científico ha reconocido últimamente. 

2.              De la física a la metafísica.
Este es un breve repaso a lo que las teorías de la física han defendido a lo largo de la historia, así como de los postulados filosóficos de los que parten. Pero nuevamente, aunque la física ha desarrollado una descripción del mundo cada vez más eficiente, las preguntas últimas han quedado fuera. Ese salto es lo que definiría el filósofo Aristóteles como la “metafísica”, o lo que va más allá de la realidad física. Es decir, los postulados últimos con los que trabajamos en nuestra forma de comprender la realidad, y que corresponden a preguntas como las que empezamos el tema.  Hemos visto también que la propia física y la ciencia juega con postulados últimos de carácter metafísico y filosófico que no pueden ser comprobados: a) la realidad es material y dinámica, b) la realidad puede ser cuantificada y sometida a leyes, c) Esas leyes tienen un soporte matemático y d) no existe interpretación posible más allá de estos límites.
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2.1.        ¿Es el mundo solo material o existe una realidad alternativa o paralela?
a)             El mundo se reduce a lo material: materialismo.
El postulado que defiende la reducción de toda la realidad a un carácter material y físico (tanto la naturaleza como el hombre), es lo que se conoce con el nombre de materialismo. En la antigua Grecia esta era una creencia corriente entre los filósofos. Sin embargo, tras la Revolución científica del siglo XVII, esta se convierte en una  clave en la interpretación de la ciencia desde el siglo XVIII y su postulado metafísico más importante. Hoy en día es una creencia generalizada en la parte de la sociedad occidental más vinculada a la cultura técnica y científica. El materialismo implica no solo que no exista una realidad distinta a la física (como un Dios o un “cielo”), sino que aquellas cosas que creamos inmateriales, como la mente humana (nuestras ideas en la cabeza, nuestros recuerdos etc…), no dejan de tener una base material (nuestro cerebro) para que puedan existir como tales.
Pero contra lo que pueda pensarse, el materialismo sigue siendo un postulado, y no una verdad absoluta. Por “postulado” entendemos algo que no podemos comprobar, pero que tenemos que aceptar para construir nuestro sistema de interpretación del mundo. Las razones para avalar este postulado de la ciencia son sencillas: en primer lugar, porque son las propiedades físicas de la materia las que permiten poner en contacto la naturaleza con el hombre y las únicas que pueden ser conocidas y cuantificadas matemáticamente. En segundo lugar, la defensa de ese materialismo nos permite creer que en el ámbito de la naturaleza existen leyes que se cumplen y que podemos llegar a descubrir, y que rigen la materia sin la intromisión de otras realidades ni otras explicaciones. Si la física pensase que las tormentas podrían estar provocadas por el enfado del Dios Thor o Zeus, y no por la electricidad acumulada en los cumulonimbos, poco habríamos avanzado hasta hoy. Es decir, la ciencia es materialista per se, porque nos ha resultado útil y ha permitido progresar mucho. 
Pero el hecho de que la ciencia tenga un gran poder explicativo sobre la naturaleza adoptando ese postulado, o que solo sea esa realidad la que podemos captar y medir con nuestros instrumentos científicos no es un argumento definitivo que pueda borrar el hecho de que puedan  existir otras realidades espirituales o no-materiales. Es decir, por el hecho de que la ciencia no podrá nunca investigar o cuantificar lo no-material, no quiere decir, ni mucho menos, que no pueda existir. Es como afirmar tajantemente que no puede existir vida extraterrestre por el mero hecho de no haberlos conocido todavía. Basta decir que su comprobación está fuera del alcance de la ciencia, pero la ciencia no es el único acercamiento posible de la realidad. Aunque la gran mayoría de los científicos, como señala Roger Penrose, comparten un “prejuicio materialista”[3], algunos muy importantes, como Stephen J. Gould, se decantaron por considerar lo espiritual/mental como una esfera diferenciada de la ciencia, que no debía ser excluida ni podía ser aniquilada por la ciencia[4], puesto que la ciencia nunca puede dar respuestas sobre el sentido de la vida o la ética. 

b)             El mundo es una dualidad: platonismo.
A pesar de la popularidad de la ciencia, el hecho es que una parte importante de la población no concuerda con esa interpretación materialista de la realidad, y no solo son religiosos o artistas: también hay matemáticos y teóricos de la cibernética y la realidad virtual cuestionando ese único grado de realidad.
El primer filósofo que habló sobre esta dualidad de la realidad fue Platón. Platón investigó el mundo sensible (lo que conocemos por nuestros sentidos) y se dio cuenta que no podíamos alcanzar un conocimiento seguro del mismo. Las cosas cambian, degeneran y desaparecen, al igual que la vida humana. Era necesario encontrar algo permanente, algo así como un patrón, un modelo de realidad distinto que pudiese dar una explicación del mundo físico. Este es el origen para Platón del llamado mundo de las ideas. Para Platón, la palabra “idea” no tiene el mismo significado que para nuestro tiempo. En nuestra cultura, “idea” es una representación mental (yo tengo en mi cabeza la idea de una mesa, de un número, un concepto matemático, la cara de Clara Benito…, producto de mis recuerdos o mi capacidad de abstracción). Una “idea” en Platón es un ente único, perfecto, inmutable, eterno, inmaterial y racional o inteligible. Solo hay una idea de un conjunto de cosas iguales. Por ejemplo, existe una idea perfecta de una “manzana”, - redonda, roja, brillante, con excelente sabor, sana, etc…- que serviría de modelo de todas las manzanas de este mundo sensible. 
Según Platón, todos los objetos del mundo físico eran una copia de un mundo perfecto, ideal y puramente racional. Hasta tal punto era así, que Platón afirmaba que el auténtico mundo real era aquel que estaba más allá de los sentidos y la materia. Esta idea, naturalmente, fue asumida de inmediato por la religión cristiana, que concedió al mundo espiritual o supraterrenal su carácter de perfecto, bueno y racional. Veamos el ejemplo de la “manzana platónica” explicado antes.



Para comprender mejor esta visión de las cosas, Platón desarrolló el conocido “mito de la caverna” (Libro VII de la República) que ya hemos explicado brevemente en el primer tema. Según el mito, los prisioneros de la caverna están obligados a mirar hacia unas sombras proyectadas por una hoguera y escuchar voces detrás de un muro, y están convencidos de que esa es la auténtica realidad. Cuando uno de ellos logra liberarse, se da cuenta que las sombras provienen de objetos proyectados por una hoguera, detrás de los prisioneros. Cuando sale de la caverna, se da cuenta que la hoguera no es más que una pobre réplica del sol, y que todas las cosas del interior de la caverna no son más que copias de la auténtica realidad del exterior. El mundo sensible representa, por tanto, el mundo falso de la caverna, mientras que el exterior representa el mundo de las ideas, la auténtica realidad que intenta ser conocida por los hombres sabios y virtuosos (el prisionero huido de la caverna).

c)             La realidad de las matemáticas.
Nada más morir Platón, su discípulo, el filósofo Aristóteles rebatió el modelo de su maestro, y defendió nuevamente una posición materialista: el cambio de las cosas y la propia naturaleza podía explicarse desde esta realidad material y sensible, sin tener que acudir a una duplicación espiritual de la realidad. Esta es una posición que nos parece más cercana a nuestros días, desde el punto de vista de la ciencia. Hoy nos podría parecer que Platón es un ingenuo, afirmando que existe algo así como un cielo inmaterial, eterno y perfecto, frente a una tierra material, sensible y corrupta. Pero hay que ver a Platón con ojos de matemático y no de religioso. Efectivamente, la copia realizada entre un objeto del mundo físico y el de las ideas se realiza siguiendo un modelo racional, y más concretamente, matemático –que es lo que le da su universalidad-. Esta intuición, lejos de olvidarse, es el auténtico legado de Platón y de los pitagóricos, sobre todo a partir del momento que Galileo y Newton se convencen que la naturaleza está escrita en esos términos matemáticos.
Un físico y matemático como Roger Penrose se plantea de forma muy seria el mundo platónico. El mundo físico sería el reflejo de un mundo matemático, y ese mundo matemático es el que es utilizado por la mente humana (de base material, por cierto) para poder comprender el mundo físico. ¿Hasta qué punto el mundo matemático no es “real” en sí mismo? ¿Tendrían una realidad propia los números y figuras geométricas? Ciertamente, la palabra “realidad” en este caso, está alejada de lo puramente físico. Quiere decir que existen modelos matemáticos totalmente objetivos, que solo tienen que ser “rellenados” de casos particulares de este mundo físico, al igual que sugería Platón.
No obstante, otros físicos, como Stephen Hawking son más escépticos con las matemáticas. Este físico sugiere que en verdad, las matemáticas no son más que una herramienta que sería capaz de justificar cualquier cosa, por irreal que pueda ser. Cosas tan extrañas, como que el sol dé vueltas a la tierra, puede ser legitimado por las matemáticas. La única diferencia sería que los cálculos que deberíamos hacer para esto son mucho más complicados que los de un sistema heliocéntrico. Las matemáticas solo nos valen en la medida que nos permiten hacer de “espejo” de la naturaleza y comprender sus leyes internas a través de una posterior comprobación empírica o sensible.
Las críticas de Hawking son comprensibles. En las últimas décadas, la física teórica se ha deslizado hacia las matemáticas en la búsqueda de una teoría comprensiva de la realidad que fuese capaz de unificar las cuatro fuerzas fundamentales de la física (gravedad, electromagnetismo, fuerza nuclear débil y fuerte), y que al mismo tiempo diese con la clave del último elemento de la materia del universo. Esto es lo que se denomina como teoría M y en ella se incluyen las teorías de cuerdas.  El gran dilema, como ya decíamos, es que estas teorías matemáticas posiblemente nunca puedan ser corroboradas en el mundo físico. Sus defensores las consideran como “válidas” por su consistencia interna y su “belleza”. Algo muy platónico, en el fondo.  
No está de más pensar que, a fin de cuentas, Platón es el que marca toda la filosofía posterior. O estamos con Platón (y defendemos un modelo que plasma la realidad física) o estamos en contra de él. No sin razón otro filósofo -A. N. Whitehead- dijo de él que “la filosofía europea son solo notas a pie de página del pensamiento de Platón”. 

2.2.        La pregunta por el origen del universo, o la pregunta por Dios.
Desde mediados del siglo XX, desde el momento en el que se abandonan las ideas de un universo estacionario y estable, y se empieza a investigar con avidez sobre la naturaleza de la expansión del universo, la pregunta sobre su origen vuelve a cobrar fuerza. No es, ni mucho menos, algo nuevo: los primeros filósofos griegos se preguntaron por el origen de las cosas y curiosamente, muchos de ellos lo ubicaron en una especie de singularidad o singularidades (una única cosa) de la que parten todos los demás elementos de la realidad. La respuesta del Big Bang supone en principio, que ha habido un origen concreto del universo. Eso nos dice la cosmología contemporánea. Pero la pregunta metafísica empieza justo ahí: ¿qué ocurrió antes del Big Bang? ¿alguien creó o diseñó nuestro universo?

a)             El universo como algo creado por un Dios.
La hipótesis de Dios como origen explicativo del mundo ha sido uno de los argumentos más antiguos a favor de su existencia. Aristóteles fue el primero en introducir a Dios como origen del movimiento en el universo. Aunque Aristóteles sostenía que la materia era eterna, necesitaba que alguien le diese movimiento. Dios se convierte así en un “motor” y que a su vez, no se mueve. Esto se mantuvo durante la física antigua, pero poco a poco cedió importancia a el hecho de que el mundo había sido creado por alguien.  Traducido al lenguaje del cristianismo, Santo Tomás de Aquino, en el siglo XIII, lo dejó así: “El mundo existe. Pero tiene que haber una causa por la que haya sido creado. Esa primera causa, que a su vez es no causada, es lo que llamamos Dios”. Cuando se justificó el Big Bang, la iglesia lo acogió como una prueba de la existencia de Dios. Todo lo que ha sido creado, lo ha sido por este Dios, y con ello se cierra la argumentación.    

b)    El mundo ha sido creado de la nada. De la nada al ser.
Lo que hemos explicado resulta convincente para muchos creyentes del mundo. Pero los científicos, por definición, sienten alergia hacia Dios y desean siempre una explicación desde la materia misma. Muchos físicos siguen preguntándose por el “cómo” se hizo el universo, con la esperanza de diluir el “por qué” o el “quién”. Para algunos astrónomos, el “vacío cuántico”, o “nada cuántica” produciría una especie de fluctuación que conllevaría una explosión desmedida de plasma y energía que conduciría a la complejidad de nuestro presente. Para algunos científicos, esta respuesta es más que suficiente. Todo provendría de esa “nada”. Para los filósofos (y los científicos más críticos), sabemos que de la nada, no puede provenir algo, porque la nada no es ninguna realidad y nada puede producir. Esta es una tesis de Parménides (siglo V aC) que se ha esgrimido contra los físicos cuánticos del siglo XX para decirles que esa “nada cuántica”, por poco que sea, implican propiedades físicas de la materia, un “algo”. Es decir, o ese “algo” ha sido creado por alguien o existe desde siempre, pero no es “nada”. 

c) El mundo como algo que no tiene principio ni fin: el ser (la materia) es eterno.
Una vez convencidos los científicos de la solemne tontería anterior, muchos físicos se plantean que la pregunta por el origen no deja de desvelar que la materia es eterna, y que por lo tanto no necesitamos preguntarnos por Dios. Esto es lo que ofrecía la tesis del universo oscilante (la creación y destrucción continua de la materia por Big Bang y Big Crunch) en el que Dios queda fuera del debate, por innecesario. Pero esta tesis ha ido perdiendo fuelle (los cosmólogos se decantan por el modelo inflacionario en aceleración), y la idea de la eternidad de la materia se ha refugiado en la idea del multiverso, defendido desde la teoría de cuerdas. Esta idea, explotada por Martin Rees, defiende que desde esa teoría de cuerdas, nuestro universo no sería más que uno entre otros muchos, con unos patrones y variables físicas muy concretos y determinados. Preguntarse por el origen de este universo como origen de todas las cosas, es por tanto una idea pobre, porque nuestro universo no tiene un rango especial sobre los demás y la materia ha existido desde siempre. Nuevamente, Dios no pintaría nada aquí, porque no sería necesario para explicar el universo desde sí mismo.
d)             Nuestro universo como algo extremadamente especial: el principio antrópico.
Este es el último argumento que utilizan tanto los defensores como los detractores de Dios. Los científicos son conscientes que los valores físicos de nuestro universo son completamente únicos y particulares. Es decir, que las fuerzas que regulan nuestro mundo están planificadas de tal forma, que un minúsculo cambio en ellas, habría hecho imposible la vida inteligente en todo el universo. Por poner un ejemplo: un pequeño cambio en el valor de la fuerza nuclear fuerte, habría hecho imposible que los protones y los neutrones creasen átomos, y por lo tanto la química no existiría tal y como la entendemos (no existiría ni el carbono ni el nitrógeno, componentes de la vida). A los valores actuales que han tomado las fuerzas de la física en nuestro universo y que han permitido la vida en él se le denomina “principio antrópico” (antrópico significa humano). 

Este argumento ha sido utilizado por teólogos y filósofos para afirmar que el universo es tan especial y ha sido diseñado “tan finamente” que resulta imposible concebirlo como obra del azar o la suerte, y por lo tanto, alguien tiene que haberlo concebido o diseñado (Dios o una super-inteligencia). Esto se conoce como el “argumento del diseño”. Procedente otra vez de Tomás de Aquino, fue reformulado durante siglos hasta la actualidad, ajustándose a los descubrimientos de la ciencia (y volveremos a verlo con la evolución).
Pero esto no es un argumento definitivo. Los defensores de la teoría de cuerdas usan el mismo argumento precisamente para argumentar que no necesitan a Dios para nada. El principio antrópico implicaba que nuestro universo es muy especial. Pero si matemáticamente podemos justificar la existencia de infinitos universos con distintas constantes físicas (lo que llaman multiverso), este universo deja de ser estadísticamente más especial que el resto. Mas bien al contrario: el principio antrópico se convierte así en prueba filosófica (y no científica) de que no necesitamos otra vez a Dios para nada en este asunto.  

e)   Una última explicación metafísica: ¿por qué el ser y no la nada?
Pero los teólogos y filósofos no se convencen tan fácilmente. Desde Tomás de Aquino (nuevamente), se discutía perfectamente que la existencia de la eternidad de la materia no tiene por qué estar reñida con la presencia de Dios. Está dentro de la posibilidad de un Dios todopoderoso crear un universo sin principio ni fin temporal, si ese universo es más perfecto así. El tiempo sería un factor más creado por ese Dios. Lo importante en este caso es que el universo requiere una explicación metafísica de su existencia y no física o temporal. Es decir, la pregunta importante no es “¿el universo es eterno o tiene un origen?” sino otra “¿por qué narices existe el universo, y no existe la nada?”.
Ø     Para los físicos, si podemos lanzar una hipótesis matemática explicativa del universo que prescinda de Dios (el multiverso, for instance), esta es mejor que aquella en la que contamos con él, porque estamos añadiendo un elemento ajeno a la naturaleza misma que a su vez necesitaría ser explicado (es decir, tendríamos que preguntarnos: “¿y de dónde viene Dios?”)[5]. Esta idea está basada en el principio de economía del pensamiento, que rige la naturaleza. Igualmente, la astronomía ha sido un lento proceso de destronamiento del ser humano del centro del universo. ¿Por qué deberíamos seguir sintiéndonos importantes ante la inmensidad del universo? Por lo tanto, el azar y el absurdo es el precio a pagar por una hipótesis metafísica más simple o sencilla que prescinde de Dios[6].
Ø     Decir que existimos porque sí, por pura contingencia (azar, chorra o suerte), es para algunos filósofos, una respuesta insatisfactoria y que deja a la vida humana (y el universo entero) sumidos en el absurdo más absoluto. Si pudimos ser o no-ser, hay que buscar una buena razón por la que existimos: otra vez, una causa de todo el universo que sea necesaria y no contingente. Tomás de Aquino decía que esa causa necesaria es Dios.
No debemos olvidar que ambos argumentos son metafísicos, no científicos. Buscar una respuesta al “¿por qué existimos?”, nos conduce, de nuevo, a las puertas de la religión y la filosofía y nos aleja de las fronteras de la ciencia. Para bien o para mal, la ciencia nunca podrá afirmar ni negar definitivamente estos argumentos. 

BIBLIOGRAFÍA UTILIZADA SOBRE FILOSOFÍA DE LA FÍSICA
BAKER, J. 50 cosas que hay que saber sobre la física, Ariel, Barcelona,2009.
DAWKINS, R., The God delusion, 2008.
HANDS, J., Cosmosapiens, 2017, Esfera,  Madrid.
HAWKINS, R. y MLODINOW, L., El Gran Diseño, Crítica, Barcelona, 2010.
PENROSE, R., El camino a la realidad, Círculo, Madrid, 2006
SMOLINS, L. Las dudas de la física contemporánea, Crítica, Barcelona, 2012








[1] El ejemplo del yuyu de la montaña lo popularizó el biólogo Richard Dawkins para ensalzar las diferencias entre religiones y mostrar que ninguna tenía hegemonía sobre las demás a la hora de explicar el mundo. (www.youtube.com/watch?v=6mmskXXetcg)
[2] Las teorías del caos no se refiere exactamente a una anarquía o desorden cósmico. Más bien, hablan de sistemas que son extremadamente sensibles a cualquier cambio, por minúsculo que sea, en sus condiciones de partida.
[3] Cfr. PENROSE, R., La medida de la realidad (2007) pág. 15. El asignar el postulado como un prejuicio ya es un paso importante, en el campo de la ciencia, a la hora de reconocer las ideas filosóficas que subyacen a la ciencia.
[4] Stephen J. Gould fue un famoso biólogo y paleontólogo que ideó el NOMA (not overlapping magisteria). Es decir, la religión y la ciencia tienen terrenos e intereses separados y deben respetarse. Él se declaraba agnóstico, desde un terreno puramente científico.  Lo estudiaremos más adelante.
[5] Este argumento les gusta a los científicos y aparece citado tanto en Dawkins como Hawking.
[6] Esta tesis fue en su día defendida por Jacques MONOD, en su obra El azar y la necesidad (1979).