Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

lunes, 11 de marzo de 2013

LA IGLESIA, RENOVACIÓN O MUERTE.

La iglesia, renovación o muerte.
      Nos preguntamos cuánto tiempo la iglesia católica podrá soportar la atonía en la que lleva inmersa estos últimos meses. Al igual que la clase política europea, la parálisis la corroe. Los escándalos la cercan, y su capacidad de llamada se reduce. Llámese como se quiera: miedo al cambio, enroque en sí misma o incapacidad evolutiva. En estos días, cuando se les pregunta qué va a ser de la iglesia, algunos incluso tienen la desfachatez de encomendarse al Espíritu Santo, a ver si desface el entuerto, que viene a ser una cosa tan vacía como confiar en las argucias de la Razón de Hegel para el devenir histórico o en la mano invisible para satisfacer a los mercados capitalistas. Y sin embargo, la historia de la iglesia es una cosa de hombres -desgraciadamente solo de hombres-. Es decir, somos nosotros -o son ellos, los cardenales- los que tienen el destino en sus manos. El Espíritu Santo, de hacer algo, siempre lo hará después en boca de sus seguidores, al igual que la Mano invisible o las argucias de la Razón. Pero si los individuos de carne y hueso no mueven las piezas en el tablero de ajedrez, nadie lo va a hacer.   
      La situación ha llegado a tal degradación que ya no se impone meramente la elección de un nuevo papa. Se debe plantear un Concilio que aborde de una vez por todas los gravísimos escándalos que sacuden la jerarquía eclesial y por supuesto el desfase histórico de la iglesia frente a la realidad que le toca vivir. Enrocarse como lo ha hecho desde los años ochenta en el fundamentalismo es una estrategia que funciona, pero solo a corto o medio plazo. Los embistes de la modernidad siguen ahí, sin tregua, en forma de graves crisis económicas y políticas. La identidad se erosiona sin remedio y reduce el número de fieles, aunque estos se vuelven más fanáticos que nunca. La realidad, cada vez menos mágica y más desacralizada para la gran mayoría de la sociedad, se vuelve ajena al fenónemo religioso. Desde la religión se nos dice que el relativismo heredado de la Modernidad genera vacío, desilusión a largo plazo. Muy posiblemente no se equivocan en el diagnóstico. Pero el dogmatismo de la fe no parece ofrecer una solución adecuada para una mentalidad que sea mínimamente crítica e ilustrada. Especialmente cuando quien esgrime esa posición dogmática es tan opaca como la jerarquía católica. La única religión posible de nuestros días es  abierta al diálogo, polimorfa, hindú, budista, protestante, liberal en términos políticos. Algo difícil de digerir para el catolicismo actual.
      Además sería un engaño afirmar que la modernidad no ha traído consigo valores que ya son de proporciones planetarias. Estos valores ya forman parte de la cultura global y de una ética de dimensiones universales, que curiosamente conviven con ese lado oscuro del relativismo moderno, porque son intrínsecos a ellos: los valores de igualdad y libertad. Es la vertiente política del relativismo ético, y esa vertiente no tiene que ser necesariamente relativista, sino todo lo contrario, como ha mostrado la filosofía política desde Isaiah Berlin hasta nuestros días. Necesitamos valores políticos irrenunciables, si queremos mantener los avances de la modernidad.
      La búsqueda de la igualdad es uno de esos ideales irrenunciables. Esa igualdad hace que la exclusión de la mujer de la vida eclesial sea inaceptable a ojos de gran mayoría de la población, cristiana o no. La ausencia del género femenino en cualquier toma de decisión de poder en la iglesia es directamente escandalosa. Resulta inaceptable para nadie a no ser que tradicionalmente y culturalmente pertenezca a la iglesia católica, y sería motivo para una auténtica rebelión femenina dentro de ella. Pero esa igualdad choca con más prejuicios dentro del catolicismo. La iglesia sigue siendo fundamentalmente etnocéntrica, con un poder controlado desde los países mediterráneos, europeos, donde ha habido un mayor compromiso político entre estado e iglesia. Resulta chocante que la iglesia mayoritaria de América Latina, la que vive en minoría, como en América del norte, o la de lugares emergentes como África sigan teniendo un papel secundario en las tomas de decisión relevantes.  
      El valor de la libertad es el otro gran ideal incumplido por la iglesia. Lo aleja de una sociedad minímamente autocrítica. El miedo a la represalia y la censura hace que intelectuales de gran capacidad y hombres de acción en la iglesia vivan en el peor de los exilios, el silencio. En este ambiente, la transparencia informativa o la búsqueda de objetividad se hace imposible, porque la actitud crítica se convierte en algo peligroso. Sin embargo la capacidad para manipular u ocultar la información inconveniente se hace inviable en la era de internet y la globalización, como ha manifestado el caso Vatileaks, los casos de pedofilia, o las irregularidades financieras del banco del Vaticano. Ya no estamos en Trento, donde la iglesia disponía del catecismo y la Inquisición para guiar a los fieles, sino en el siglo XXI, y la transparencia es la única política duradera en el tiempo.
   Pero la libertad tiene también una realización política en un intento de democratización de las instituciones. Si alguien habla de "democracia" en un cónclave de cardenales casi octogenarios algunos de ellos, porque todos ellos tienen igualdad de voto, es que no ha entendido adecuadamente el significado de esa palabra. Sí, la jerarquía católica es extremadamente democrática, si lo comparamos con las monarquías feudales o el organicismo del Antiguo Régimen o con las Cortes de Franco. Pero las democracias liberales nunca son orgánicas. El pueblo católico está representado en unos individuos alejados muchas veces de los problemas reales de la sociedad, por motivos de edad, ideología, posición y status social. El sentimiento de muchos creyentes críticos está bien lejos de los que se van a sentar y delibear en la capilla sixtina durante los próximos días.
      Nunca ha hecho más falta una auténtica "primavera política" para la iglesia. Que es un salto al vacío, nadie lo duda. La historia es así también y se mueve bajo esas circunstancias. Pero el riesgo a correr es bastante menor comparado con el peligro del inmovilismo.  

viernes, 1 de marzo de 2013

EL TIEMPO, GRAN ALIADO DE LA CORRUPCIÓN

       El tiempo lo cura todo. Las heridas del alma, del amor y por supuesto (y especialmente) las del odio. Tenemos en nuestra sabia biología mecanismos que hacen que automáticamente las experiencias dolorosas no se mantengan en nuestra memoria y se sustituyan por recuerdos más agradables o se releguen al subconsciente sin llegar a ser olvidadas del todo. Si no fuera por esta tendencia al optimismo vital y la superación, muchos seres humanos serían incapaces de afrontar sus problemas y reveses. Pero a veces, por supuesto, esta amnesia inconsciente nos juega malas pasadas. La distancia en el tiempo hace que el sentimiento de impartir justicia ante una falta grave se disuelva y nos convierta en seres magnánimos y compresivos, algo bueno sin duda, pero con sus sombras por la pervivencia de esa injusticia en las víctimas. Un ejemplo perfecto de amnesia provocada son los casos en los que países enteros superan grandes tragedias como guerras civiles -y nuestro país es un caso de estudio-. El odio sigue en los que han sufrido sus consecuencias más graves, pero el tiempo no se detiene para nadie, y la vida continúa. 
      Pero vamos a hablar de un caso más español (o más mediterráneo): el impacto del tiempo en las heridas sociales de la corrupción. Sobre ella decía Maquiavelo que el gobernante debía deshacerse de ella lo antes posible, si quería perdurar en el poder de manera más efectiva. Pero es posible una solución menos ejemplarizante y mucho más maquiavélica, sobre todo cuando las nubes de corrupción pesan sobre la misma cabeza del gobernante, y no solo sus segundos. Para el conjunto de la sociedad, la corrupción es algo doloroso y tremendamente injusto -al menos cuando ellos no pueden beneficiarse de ella-, aunque no se llegue a personalizar en demasiados dramas personales. Pero para los implicados, está claro que la mejor política es no hacer política alguna. No hacer comentarios. No tomar medidas, ni a favor ni en contra de los acusados. Dejar hacer que el tiempo haga el trabajo sucio. Condenar al olvido y la amnesia el malestar del presente. Y ciertamente, el tiempo juega a su favor: lo saben muy bien y lo utilizan para su propio beneficio. Este mecanismo lo conocían muy bien los dictadores y monarcas absolutos más templados y con más sangre fría. Desde Fernando el Católico hasta Franco. 
      Pensemos un momento lo ocurrido en nuestro país con el caso Bárcenas. El estado de odio, de oposición al gobierno tras el caso Bárcenas en la sociedad se hace intolerable. Pero es un estado de ánimo que no perdura muchos días. Todo el mundo baraja una solución para el problema: una dimisión, un acto concluyente del gobierno, una intervención parlamentaria... pero no llega nunca el acto final y se deja pasar el consejo de Maquiavelo. El gobierno practica laissez faire político; sus intervenciones ante los medios, en el menor número y lo mejor controladas posible. Poco después, la vorágine informativa no deja de traernos más noticias, más desinformación. Más noticias por procesar y asumir personalmente, más saturación, desasosiego y vértigo en plena crisis. Entonces el caso Bárcenas se convierte en un asunto del pasado, al que no podemos dedicarle un minuto más, al igual que pasa con la trama Gurtel, o con los Eres de Andalucía (un par de años: demasiado alejado en el tiempo para detenernos a investigar culpables). Peor aún: al debido tiempo, las dudas y sombras se levantan sobre los críticos con la corrupción. Se abren querellas judiciales contra los medios de información, se cuestionan las pruebas sobre la mesa, aparecen manipuladores interesados detrás de todo el proceso. Y mientras, el entramado de la justicia empieza a abrirse con tal lentitud que la gente acaba olvidando el inicio de todo. Al final, el ciudadano acaba confundido, profundamente decepcionado y decide abstenerse de entrar en política. El sentimiento de injusticia acaba tornándose en indiferencia, hastío y fatalismo para la decreciente clase media española. No pasa lo mismo con los menos afortunados de la crisis, cada vez menos previsibles en sus actos. Con suerte (para el corrupto, evidentemente), el inculpado se encuentra con que su delito judicialmente ha prescrito o que ha habido una irregularidad en el procedimiento judicial que hace que todo tenga que empezar de nuevo. Y el tiempo sigue sin detenerse...
     Todo esto naturalmente beneficia a los grandes partidos, a su manera miope. De la decepción política, el gobierno cada vez se siente menos acosado. Si el abstencionismo irrumpe con fuerza, es bien sabido que no importa demasiado al partido gobernante, favorecido tradicionalmente por el mismo, especialmente si es conservador. Si se fuerza el voto en blanco, la ley electoral lo conduce al partido más votado. Mientras no haya un cambio en la ley electoral, los grandes partidos no tienen por qué sentirse amenazados por las fuerzas más pequeñas, excepto que estas empiecen a cobrar tal tamaño que mermen sus propios graneros de votos. Pero este exceso de confianza, y esta pérdida de realidad puede ser también su perdición. No conviene olvidar que ante un sentimiento de injusticia prolongado, siempre buscamos chivos expiatorios y culpables reales o ficticios, y la clase política ya tiene esta etiqueta. O acaso quizás alguien pensara que el partido  Cinco estrellas iba a convertirse en una fuerza dominante en nuestra vecina Italia. Al final resulta que todo siempre está atado y bien atado, hasta que se pierde un cabo y se inicia la Gran Tempestad.