Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

domingo, 29 de abril de 2012

CULTURA DOWNLOAD: LA SATISFACCIÓN DEL DESEO


Muñecas en la calle Pizarro

       Empiezo hablando de un drama personal: el G.P. es un descargador compulsivo. Puede pasar horas devorando y surfeando sobre las aguas de la música. Pongo el ejemplo: en el momento en el que entro en Spotify o que he descargado una canción, me dispongo a escucharla. Pasan unos pocos segundos y caigo en la tentación de poseer otra. La que estoy escuchando ya no me satisface, de hecho me induce a pensar que estoy perdiendo el tiempo. El deseo de la siguiente, novedosa, desconocida, me empuja a parar la reproducción y buscar la nueva. Ya tendré tiempo de escuchar lo conocido. Pasan las horas siguiendo la misma tónica. Te encuentras a mitad de la noche, con una larga lista de reproducción, pero ya no te quedan fuerzas para escucharla con tranquilidad. Repasas los títulos de la lista como si fueran de tu propiedad; apenas tienes tiempo para escuchar unos pocos segundos de algunas de ellas antes de irte a la cama, con los ojos enrojecidos pero satisfecho por tus adquisiciones nuevas. ¿Por qué te comportas así, homo web?

        Expliquemos el hombre que subyacía al antiguo consumo de masas. Hace un par de generaciones pasamos de querer ser alguien –un proyecto vital, una identidad- a desear tener algo –un objeto, una realidad poseída-. La sustitución del ser por el tener era la idea principal que destilaban los viejos libros de Erich Fromm o de Herbet Marcuse. Ese algo que teníamos en posesión nos definía a nosotros mismos: los objetos culturales eran valiosos y estimados, por lo difícil de su adquisición y la meta que suponía su disfrute. Aportaban una distinción de status o de clase. Nos identificábamos con ellos y depositábamos nuestra personalidad en su posesión. Esta cultura hedonista estaba marcada por patrones de consumo homogéneos; todos deseaban tener un mismo objeto cultural, producto de campañas de marketing bien diseñadas, sometidas a los intereses económicos de grandes empresas de la cultura, el cine o la música.
      El acumulador de fetiches y objetos culturales, el coleccionista, pasaba gran parte de su tiempo cultivando y saboreando sus posesiones. Hace veinte años, un adolescente que compraba un CD de David Bowie o los Dire Straits lo acababa conociendo de memoria y terminaba idolatrando su música. En el fondo era bastante difícil conocer otras. Su acceso al resto de la producción cultural estaba relativamente limitado y dependía de su renta económica. Se sentía parte de una comunidad de seguidores y luchaba por defender la calidad musical de su grupo. Sus gustos le permitían ubicarse en el mundo, como diría más de uno. Todo esto ha cambiado.
       Este tener para poder ser, que sigue siendo primario en parte de nuestros hábitos de consumo, ha pasado a la historia en el campo cultural. Estamos en la cultura de descarga o cultura download. Esta se ha hecho virtualidad pura; los soportes materiales –un libro o un CD- pasan a la historia, han dejado de ser objetos de exhibición o distinción, para convertirse en engorrosas antiguallas que ocupan sitio de nuestras casas. Tan solo los reproductores de cultura se convierten en imprescindibles, sometidos a la meta de lo más en menos. El más pequeño aparato posible con el mayor número de funciones a la mayor velocidad y peso posible. Ellos son los únicos que se mantienen en la brecha esa posesión necesaria.
      Todo fetiche material desaparece en la cultura download. La democratización cultural que ha supuesto este cambio para aquella humanidad en red ha sido impensable. Cualquiera puede hacerse con la mejor biblioteca, escuchar un repertorio musical infinito, poseer una filmoteca privada o una sala de juegos sin salir de la pantalla de su ordenador, por no hablar de los tipos de consumo más elevados de la red (acceder al voyeurismo sexual infinito y permanente, por ejemplo). Pero esto lo hemos conseguido a un alto precio.
       Con la red, hemos dejado de tener cosas físicamente. Ahora las deseamos y acto seguido procedemos a almacenarlas codiciosamente, convertirnos sin esfuerzo en meros titulares de los mismos, sin otro objeto que su propio almacenamiento. Nuestros discos duros se suceden y llenan con rapidez. La marea de tener estaba acompañada habitualmente del goce, el disfrute, el reconocimiento frente a los demás. Ahora el disfrute se reduce al mismo momento de la toma de posesión. La capacidad de poseer todo el ocio audiovisual del mundo nos hace olvidar el hecho que no tenemos el tiempo humano para disfrutarlo, y nos transforma en descargadores compulsivos. Además de esto, solo poseemos el acto de poseer. Y de esta posesión lo único que nos queda es el móvil formal: la satisfacción del deseo, enriquecido por lo novedoso y lo desconocido, necesario por sí mismo y sin otro móvil que lo explique. Hallamos o inventamos una necesidad, la satisfacemos y al siguiente instante sentimos una nueva carencia y la llenamos nuevamente. Es el triunfo de la psicología hobbesiana más descarnada del egoísmo eternamente insaciable.
     La cultura download ha sido el punto culminante del consumo de masas y su democratización final, destruyendo cualquier tipo de intermediario. Ni controlamos su calidad, ni su distribución, ni su repetición (o plagio, como lo quieran llamar): las preferencias y las descargas de Internet son el retrato estético y moral de nuestra sociedad. Y como ocurre con estos desarrollos fulgurantes, cualquier regulación resultará sumamente difícil. Tan solo nos queda el vacío ético… y el deseo insatisfecho.

jueves, 19 de abril de 2012

EL OFICIO IMPOSIBLE DE SER REY

        Lo del rey y los elefantes ha dejado de ser actualidad. Ha sido desplazado urgentemente por asuntos mucho más serios como el aumento de la jornada laboral en educación o el copago sanitario. Y sin embargo, el asunto del rey da un respiro entre las noticias económicas. Al ser un asunto político, nos permite encontrar rápidamente culpables y señalar con el dedo chivos expiatorios a la crisis, que permiten ser la comidilla y el cotilleo político durante algún tiempo, buscando detalles que añadan morbo a la situación. El que escribe encuentra cierto relax al hablar de esas cosas, cuando se ve obligado diariamente a escuchar las noticias deportivas porque es incapaz de aguantar la crónica de desgracias económicas que asola el país. Ahora el rey ha pedido el perdón; ya veremos si eso es suficiente para el indulto de una sociedad mosqueada y deseosa de proyectar frustraciones sobre algo o alguien. Todo esta situación me induce al olvido de nuestra patética situación social y a desbarrar, por un rato, de esta particularidad histórica que es la decadencia del poder monárquico.

El histriónico Ricardo III de Shakespeare, en la actuación
de Lawrence Olivier. Alejado de la realidad histórica, los ingleses
 lo tomaron  como ejemplo perfecto de monarca arribista.

       En cualquier caso, el declive de un monarca -sea del tipo que esa- es relativamente distinto del que afecta a otros cargos políticos. Aquellos cuyo gobierno depende de unas elecciones o un golpe de estado están dominados por la ambición; una vez que logran alcanzar sus metas utilizan todos los medios para permanecer en ellos. Ese era el espíritu que Maquiavelo otorgaba a la política, que vemos en los monarcas advenedizos o mal posicionados, y cuya "fortuna" se convierte en su mejor aliada. Cuando no basta el buen gobierno, la persuasión, el engaño y el control son las herramientas de estos individuos para mantenerse aferrados al poder: desde Alcibíades hasta Berlusconi, estos mecanismos han acompañado a dictaduras y democracias con la demagogia y el populismo. Pero en realidad la institución monárquica habita en otro orden político. Hay muy pocos reyes en esta lista de ambiciosos. Es cierto que Maquiavelo pone como ejemplo para los italianos al rey Fernando de Aragón. Igualmente Shakespeare describe con saña al arribista sin escrúpulos en la figura del rey Ricardo III, capaz de vender el reino por un caballo en el momento de la derrota.  Pero habitualmente los reyes no necesitan de una ambición desmedida, al no ser que deseasen conquistar un país que no era el suyo. Se lo encuentran ya todo hecho, lo cual no tiene que ser agradable tampoco.

       Estos reyes, que nacen con el puesto garantizado de por vida tienen un problema opuesto a la clase política anterior. Frente al deseo de los anteriores, corren el riesgo del cansancio del poder: caer en la dejadez de sus funciones, en la atonía y la melancolía, hasta llegar a la huída y la necesidad de evasión. Lo que le ha ocurrido al actual rey de España -la necesidad de evadirse temporal o permanentemente de sus responsabilidades-, lejos de ser algo raro, es un sintoma que se ha repetido muchas veces a lo largo de la historia. Estamos poco acostumbrados a ellos porque los cargos vitalicios cada vez son más raros en las democracias y no pasan de ser muchas veces honoríficos. Pero no se nos tiene que olvidar que el cansancio del poder es muy peculiar en estos casos, y sus efectos son muy distintos de los que preconizaba Maquiavelo.

Tiberio: un buen gobernante ensombrecido
por su desconfianza hacia el pueblo.
        Muchos de los grandes monarcas de los que se guarda una alta estima acabaron sus últimos años de reinado con dramas personales, desgastados por los años de poder e incapaces de mantenerse en sus funciones de forma lúcida. Esta es una constante en muchos de los emperadores romanos, especialmente en la estirpe julio-claudiana. Augusto, Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón fueron emperadores que tuvieron inicios brillantísimos en su reinado, dotados de sentido común y dotes de gobierno.  Muchos de ellos fueron saludados como salvadores de la patria, y mantuvieron durante muchos años de su gobierno una gestión eficiente. Y sin embargo, acabaron la mayor parte de las veces como tiranos aislados de su pueblo. Augusto sufrió duros reveses políticos en su vejez. Tiberio acabó gobernando el imperio desde la isla-fortaleza de Capri, alejado de sus súbditos. Claudio, ya viejo al tomar el poder, fue manipulado al final de su vida por Agripina; Nerón, adulado e histriónico, destruyó a sus administradores más competentes, para acabar siendo condenado por el senado como un proscrito y suicidarse. Es cierto que casi ninguno de ellos -como Diocleciano, siglos después- tuvo la posibilidad de abdicar: muy posiblemente habrían resultado asesinados. Ese fue el drama que tuvieron que cargar a sus espaldas y que empañó los últimos años de su vida. 
      Los reyes absolutos de la Edad Moderna acabaron en semejante aislamiento: Felipe II y Luis XIV construyeron sus palacios para huir del vulgo en sus últimos años de vida y desarrollaron aficciones a las que dedicar buena parte de su tiempo. La caza no es una actividad por la que solo el rey actual sienta afecto. Carlos III, un monarca ilustrado y capaz, recurría a ella para evitar las depresiones y pasaba una considerable parte de su tiempo cazando -aunque se tenía que conformar con los patos de Aranjuez, y no con los elefantes de Bosuana-. La dejadez finalmente, ponía el poder en manos de los arribistas maquiavélicos: Osuna, Lerma, Oropesa, Puigcerdá, Godoy y otros muchos van de la mano de casi todos nuestros reyes modernos. Y por último, el peso de la voluntad divina y de una etiqueta que no hemos elegido no resultaba tan agradable como pudiera parecer: los monarcas japoneses del siglo XX sufrieron permanentemente depresiones por el peso del protocolo imperial nipón, que condicionaba su vida privada hasta extremos surrealistas.
Isabel II, una de las exiliadas de nuestra
historia contemporánea. Moriría en París,
cuando su nieto reinaba España.
      Cuando el liberalismo se impone, los errores de los monarcas acaban pagándose con el exilio. De los cinco reyes borbones desde la Revolución Francesa, tan solo dos acabaron sus vidas en suelo español, por no contar la regencia de María Cristina ni el breve reinado de Amadeo de Saboya, que tampoco tuvieron final feliz. El primero que falleció en su propia cama, Fernando VII, dejó como testamento una guerra civil. Y de Alfonso XII podemos decir que murió demasiado temprano para que su desgaste se hubiese cebado en él. Parece que la monarquía, irremediablemente, está condenada al fracaso a largo plazo. Una vez que el "buen gobierno" se diluye en la política de los reyes, el lujo, la ingerencia en asuntos públicos, el distanciamiento de la gente y la llegada de arribistas se convierten en una peligrosa arma capaz de derribar los más asentados tronos. Y por encima de todo, el cansancio ante la necesidad continua de ser un modelo de la sociedad hace de la monarquía algo difícil de asumir para muchas personas. 
     Nuevamente, lo que mantiene o no una monarquía no es su déficit democrático -que importa solo a un puñado de republicanos convencidos-, sino su incapacidad para gestionar el poder que se le otorga a largo plazo y el gasto que esto supone. Poco importa que ese poder sea meramente simbólico o diplomático: ya es lo suficiente en épocas de crisis para suscitar recelos. En los tiempos de la globalización, toda institución pública sufre ataques continuos por la necesidad de transparencia corrosiva, y la monarquía no se libra, ni mucho menos de tales ataques.
     Como consecuencia de todo lo ocurrido, está claro que cuando pasen estos años de tormentas económicas, el cargo político del rey tendrá que ponerse a disposición de los españoles. Se podrá decir entonces que, por fin, la Transición habrá concluido definitivamente: la última institución no elegida por los españoles, y que paradojicamente permitió la habilitación de la democracia en nuestro país, tendrá que pasar por un referendum para su continuidad.       

lunes, 16 de abril de 2012

A MÁS LIBERALISMO, MENOS DEMOCRACIA

     Hoy es de esos días extraños en los que a uno le entra la furia pública y se encuentra en la necesidad de despotricar contra esto y contra aquello, como se decía antes. En realidad este trabajo no es más que una proyección inutil, pero uno se queda bastante a gusto haciendo este ejercicio de escritura y vertiendo a la red su rabia y su frustración. Así que en el día de hoy volvemos la mirada, como no podía ser de otra forma, a la política.
     Nuestro estado actual se hace más liberal. Es decir, más autoritario. Y no hay contradicción de términos.  Al creciente conflicto social se encoge de hombros -laissez faire-, se somete a régimen de adelgazamiento y responde con una llamada al orden, sin más. Vuelve a sus orígenes predemocráticos, que son los del liberalismo doctrinario. Y sin embargo no podemos volver al pasado sin más. En su edad dorada allá por el último tercio del XIX, el estado liberal tenía a su cargo tareas más elevadas, como construir una nación, custodiar unos valores sagrados basados en la religión y las buenas costumbres, o por el contrario, avivar la llama del progresismo. Hoy el ardor nacional queda reducido a un partido de fútbol y los viejos valores sagrados a las polémicas estériles sobre el aborto. Las instituciones intocables -léase la monarquía parlamentaria- son cuestionadas por errores infantiles pero casi inevitables, la integridad del estado amenazada por fuerzas centrífugas y los derechos sociales básicos que creíamos perdurables -educación y sanidad- amenazados por su financiación. La crisis capitalista se hace más corrosiva que nunca; el estado neoliberal del siglo XXI nace como un estado vacío de proyectos de futuro, deconstruido, superado por la actual coyuntura histórica.
      A este estado solo le queda la autoridad y la custodia del orden, las funciones más reducidas de un contrato social puramente lockeano y burgués. Cada vez de forma más pronunciada y desde muy distintas tribunas de opinión, se le encomienda mantener un orden económico por encima de cualquier otro objetivo, un status quo del que cada vez tenemos menos certeza de a quién puede beneficiar, porque aparentemente -desde los bancos hasta el parado- todos estamos en crisis. Las tareas del estado se hacen ahora más descarnadas, como diría un marxista, cuando no quedan ilusíones culturales que cubrir, y su legitimidad se hace también más cuestionable conforme la crisis se enquista más en nuestra sociedad. Su función principal acaba siendo mantener un orden social y económico que se hace más injusto e inviable a largo plazo con cada recorte que se le presenta. Los gobiernos siguen manteniendo la esperanza de que la crisis, al final, acabará pasando por ella misma. Si en la izquierda fue por un optimismo estúpido heredado de los años de vacas gordas, a  la derecha le invade un pesimismo agónico que les prohibe intervenir activamente sobre el enfermo. Entonces ese orden y el golpe autoritario habrán tenido sentido estos años, y la sociedad agradecerá el paternalismo peninteciario que nuestros gobiernos ejercen hoy en día. Ojalá fuera todo tan fácil.
      Sin embargo el futuro pinta oscuro: la crisis social y política será muy larga y difícil de digerir si no hay una salida exterior a la misma. Si entre nosotros triunfa la resignación -que es lo que más desean los gobiernos- acabaremos en una dictadura encubierta de tecnocracias. Si por el contrario triunfa el conflicto, tenemos muchas posibilidades -no todas- de acabar abrazando el populismo. Y la razón de estas dos opciones, desgraciadamente, es sencilla: nuestra crisis es regional y no global. Los salvadores de la democracia y de la sociedad, si llegan a darse, solo aparecerán en los países grandes, capaces de dar giros contundentes a las políticas de la globalización. Nosotros hacemos el papel de meras comparsas, a la que solo se exigen compromisos para que el status quo europeo se mantenga sin ninguna contrapartida tangible. El fracaso de Latinoamérica en la década de los ochenta está llamando a las puertas del sur de Europa y todavía creemos que eso no va con nosotros.
    

sábado, 14 de abril de 2012

SAN PEDRO: UNA EXTRAÑA SENSACIÓN DE VACÍO

      (Notas italianas del G.P.)
      Cualquiera que entre por primera vez en la iglesia de San Pedro, la sensación inmediata que le invadirá será la pequeñez. Eso ocurre en muchas iglesias romanas, pero en esta lógicamente los constructores quisieron dar la puntilla.  Uno pasea por su interior perdido, incapaz de atinar con las verdaderas proporciones del edificio, casi obligado a plegarse ante el altar. Y la siguiente sensación es un desagradable vacío. Tal vacío es tan fuerte que uno no sabe si es que Dios ha abandonado esa casa desde hace mucho tiempo, poco acostumbrado a tal lujo, y ha encontrado refugio en un cuarto oscuro. Y es que muchos encuentran más religiosidad en una pequeña ermita románica, un claustro, una catacumba o un jardín que en estos lugares vaticanos. 
    Alguien con sentido histórico no puede evitar pensar que los constructores del edifico lo hicieron más para gloria de la iglesia terrenal y no de Dios: al fin y al cabo, eran los papas del Renacimiento los que les pagaban. Y encontramos terriblemente sensato que un monje alemán se levantara en aquella misma época contra el tráfico de indulgencias para el pago de semejante despropósito. Si uno piensa en similitudes con otras construcciones, solo encuentra actualmente paralelismos con Versalles o en los proyectos fascistas que Albert Speer nunca llegaría a construir. Ahora sentimos cierto mal gusto en las construcciones totalitarias, como resultado de mentes insanas. Los visitantes mayoritarios de los palacios reales europeos son los turistas, y hace tiempo que nadie habita allí ni se siente reconfortado entre sus muros. ¿Se sentirán a gusto los papas, los cardenales y los creyentes en un lugar tan sumamente gélido como San Pedro? Tiendo a pensar que no mucho. O al menos eso me gustaría creer.

jueves, 12 de abril de 2012

LIBERTAD: ENTRE LA RESIGNACIÓN Y LA IGNORANCIA

      (Notas del señor Tibb tomando té en Roma)
    Cuando los naturalistas hablan de determinismo genético o biológico, nos están hablando de las circunstancias en las que discurre esa libertad humana, similares a nacer en un país, en un año o en un mes determinado. Lógicamente, nuestra capacidad de decidir está encarnada en un cuerpo, en barreras genéticas, alteraciones hormonales y circunstancias socioculturales. Es como poner paredes a una habitación. La libertad vive en esa habitación, no puede traspasar los muros, pero sí puede ver a través de las ventanas. A veces incluso logra salir por la puerta.
      El naturalismo usaría un argumento tan simple como este: "usted no tiene alas; luego no puede volar". Esta evidencia nos permite no tirarnos confiadamente por un puente. Pero no significa que no tengamos libertad para caminar. El naturalismo debería posibilitarnos el conocer mejor nuestra libertad, sus límites y circunstancias, y no empeñarse en destruirla, como parece hacer a veces. ¿Por qué? En la medida que nuestro conocimiento sobre el tema se amplia, también cambian nuestras tomas de decisiones al respecto. Además existen distintas actitudes vitales al respecto:     
      La primera actitud posible es la renuncia: asumir el determinismo y dejarnos llevar por una explicación de nuestras circunstancias. Esto ocurre cuando aceptamos salir fuera de nosotros y estudiarnos como simples objetos del mundo natural, reconociendo que nuestras decisiones son tomadas por circunstancias mecanicistas y/o contingentes y no por los fantasmas de la conciencia. Esta actitud de renuncia es profundamente evasiva bajo su aparente seriedad: significa negar la acción del hombre. Su radicalidad es tan fuerte que la hace completamente inútil e inaplicable para la vida. La resignación se convierte en  la explicación del fracaso: no hay otra posibilidad, no ha fracasado el hombre, sino la máquina en la que estoy inserto y que no puedo cambiar.
     También podemos ignorar las circunstancias por completo. Seguir en la creencia que nuestra libertad no conoce límite alguno: es el hombre entendido como sujeto o conciencia absoluta. Es una decisión imprudente que puede acabar en un total desencanto y frustración con una realidad que no sigue nuestros designios. Frente a la resignación anterior, este sujeto busca la manipulación por parte de otra conciencia. Otro me ha hecho fracasar, llámese un hombre malvado, un burgués, un diablo o el mismísimo Dios.
      La actitud sana para comprender nuestra libertad es un lugar intermedio entre la ignorancia y la renuncia. No sabría cómo llamarlo, pero quizás la prudencia puede llegar a ser una buena palabra. No podemos renunciar a la llamada de la acción en la vida cotidiana; tampoco podemos cerrar los ojos a nuestra naturaleza. El autoconocimiento se covierte en el único compañero que haga de guía fiable de nuestra libertad, aunque eso no quiere decir que nos haga objetivamente más libres ni responsables.

domingo, 8 de abril de 2012

LIBERTAD Y VERDAD


      (más notas del señor Tibb desde Roma)
     Desde los tiempos de Spinoza, el lenguaje de la verdad tiende inequívocamente a destruir la libertad humana. Eso es cierto, pero previamente hemos optado por el discurso de la verdad haciendo uso de la misma libertad que deseamos destruir. A la hora de hablar de libertad, hay que dejar claro en qué contexto lingüístico la ubicamos. Cuando un naturalista entusiasta como Pitkin habla de destruir el libre albedrío desde la neurociencia, se olvida de su carácter primariamente existencial, y de la decisión previa de optar por la neurociencia como motor explicador de las acciones humanas. Pitkin puede destruir la base epistemológica de la libertad, pero no su experiencia más profunda. A lo sumo, podríamos decir con Pitkin que la mejor compañía que podemos dar a nuestra experiencia de libertad es el reconocimiento teórico de su determinismo implícito. Nuestras estructuras innatas nos obligan a su creencia, más allá de su verificabilidad.
        En sentido inverso, cuando Sartre la defendía con igual entusiasmo desde su fenomenología existencialista, se olvida que para ello usa un lenguaje conceptual tan denso que hace imposible una defensa de la libertad: la experiencia viva se convierte en una esencia, un concepto atacable desde el discurso epistemológico. La libertad pertenece, desgraciadamente para los filósofos, a esos términos mejor descritos con el silencio y la propia acción, y no con los conceptos. El Sartre más clarividente aparece se olvida de su verborrea y nos pone entre la espada y la pared: en una guerra, en una acción donde no podemos buscar otro responsable más allá de nosotros mismos, la experiencia de la libertad, sea esta verdadera o falsa, se impone sobre cualquier discurso epistemológico.

viernes, 6 de abril de 2012

LIBERTAD Y SUFÍES

       (Cuaderno de notas del señor Tibb en su viaje a Italia)
      Cuando terminó la charla con el científico, Lola Lolae y el Granito Parlanchín protagonizaron un perfecto y contradictorio ejercicio de libertad. Tras la sesión fotográfica por el foro romano jugando a las vestales y los duces empezaron a hablar de filosofía sufí, y acabaron ambos pasillo arriba y abajo del hotel, investigando cuál era su eneagrama sufí: los números que orientan nuestra personalidad. El G.P. tenía un 5 clarísimo, el número de la avaricia y la observación. "Aparentemente son elementos negativos, pero está en tu mano cambiarlos y convertir las carencias en virtudes", decía la maestra sufí. Podríamos asumir que somos un cinco y dejarnos llevar, o incluso autosugestionarnos para ser un número determinado, engañándonos a nosotros mismos. También podríamos evitar el proceso de autoconocimiento, costoso, inseguro y fastidioso. Pero lo más sensato, opinaba el G.P., era el placer de conocerse a uno mismo, que no dejaba de ser en el fondo la primera pregunta filosófica de la historia.  Lo que quizás no pensaba es que a fin de cuentas era un número 5, el número de la investigación y la observación y que esa era la respuesta que daría ese número. Estaba en su propia naturaleza el reflexionar, y esto dejaba en un incómodo lugar a su propia libertad.  

jueves, 5 de abril de 2012

CONVERSACIONES EN ROMA

   - La libertad humana es una ficción – nos dice el científico. Y aquí empieza una complicada explicación psiconeurológica que nos dejó al señor Tiburcio y a mí anonadados.
   - Todo eso que dices es muy interesante pero, ¿tu opinión del ser humano cambió desde entonces? Preguntó el señor Tibb.
   - Naturalmente que sí, contestó con rapidez nuestro amigo.
   - Entonces actuaste libremente para optar entre aceptar una verdad o ignorarla por completo.
   - Eso son sofismas filosóficos. Deja que te explique... 
   Y la conversación se prolongó un par de horas más, desde el foro romano hasta la misma puerta del hotel, sin llegar a más resultados.