Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

martes, 31 de marzo de 2009

A VUELTAS CON LA EDUCACIÓN.

La última hora de la clase del martes prometía. En 4ºC habían discutido la clase anterior temas de economía, política social e inmigración, alrededor de dos grupos, la conservadora Alianza Gaytán (Celia, Patricia, Antonio Cortés, Vela y Gaitán) y el PPJE (Jaime y Ernesto). Carmen hacía de moderadora. En el día de hoy se iba a hablar de educación.
El señor Antonio Cortés, sacó sus papeles, portándose como un auténtico diputado, y lanzó un discurso. A él le tuve que responder yo (y el error fue grave pues Gaitán me contestó que había roto la imparcialidad), ydespués todos los demás. Fueron saliendo cada uno de los temas, educación privada o pública, Bolonia sí, Bolonia no, religión y crucifijos, más autoridad al profesor o más libertad para el alumno... hasta que apareció el tema de EpC. La señorita Patricia, bien metida en su papel, hizo unas críticas que me parecen interesantes: los alumnos y el profesorado se toman a chirigota la asignatura, y la desacreditan por ellos mismos. Es una hora tirada a la basura en el horario escolar. El contenido de la asignatura debería ofrecerse desde la familia, por tanto, siguiendo aquí las consignas conservadoras. La pregunta de Patricia quedó clara como el agua: ha aprendido usted algo con EpC del año pasado?
Algunas de las respuestas más interesantes las ofrecieron Jaime y Charlie desde el público. Si la familia ofrece educación en valores, cómo se explica entonces que los adolescentes lleguen tan agresivos y poco domesticados a la escuela. Parece que es precisamente la educación en la familia la que está fallando y que se está obligando al profesor una tarea que no es la suya, la autoridad del padre. Charlie por otro lado asestó la puntilla diciendo que la familia no puede enseñar cosas que solo se pueden aprender en el colegio: estar con gente distinta a ti y con ideas diferentes a las tuyas. Se me ocurre pensar aquí que algunas familias, no todas naturalmente, actúan como un escudo protector contra ese mundo extraño al adolescente y en ocasiones llegan a maleducarlo.

La pregunta de Patricia sin embargo seguía rondándome en la cabeza por la tarde. Qué se aprende en estas asignaturas? Sin duda, no creo que lo más importante sean unos contenidos teóricos, conocer los derechos humanos o las desigualdades de género. Tiene que haber algo más, una actitud o un comportamiento, como por ejemplo era respetar el turno de palabra en el debate, moderado por ellos mismos, y escuchar a sus compañeros. Reconozco que yo estaba impresionado por la forma civilizada en la que se desarrolló todo aquello (a pesar de las salidas de tono de algunos) y la implicación de todos. Y pensaba lo que otras veces en una metáfora con el deporte: para jugar al fútbol, no importa conocer la forma del balón o los metros de ancho de la porteria, ni cuántas ligas ha ganado el Barca: lo que importa son las reglas de juego y respetarlas. En democracia, lo mismo, y empezando por la clase.

PAPÁ NOEL Y LOS POLÌTICOS

Alguien me dijo una vez que en la democracia uno de los problemas más difíciles de resolver es reconocer aquellas cosas que puedes y no puedes pedir al sistema político. Es decir, poner límites a tus deseos: saber dónde empieza tu esfuerzo y dónde comienza la responsabilidad del estado. En una crisis, ese límite no está nada claro -podríamos decir que incluso se está redefiniendo- pero es preciso rehuir a los extremos, que sí son más visibles.

Ahora imagínense un señor con barba, vestido de rojo y con un gorro de navidad, repartiendo regalos en un plató de televisión ante unos ciudadanos que formulan preguntas de estado. A cada pregunta complicada le contesta con una carcajada y un paquetito. Luis Sosa comentó en clase de forma muy acertada que los políticos, ante un grupo de espectadores formulando "una pregunta para ellos", parecían algo así como un papá Noel delante de una multitud de niños pobres deseosa de recibir un regalo por navidad. La realidad sin embargo, es otra. Los políticos no tienen sacos de regalos ni chisteras mágicas, al igual que los olmos no reparten peras. Ante preguntas como el mal funcionamiento de la sanidad, el político podría contestar "está usted dispuesto a pagar más impuestos?". Por no hablar del paro o la crisis. En ese programa da la sensación que el político conoce sus límtes. El ciudadano de a pie, quizás no tanto.

En una crisis como la actual, ninguna solución es fácil. Desde el que formula una pregunta, tenemos que exigir a los políticos su papel, pero nosotros también tendremos que cumplir el nuestro. No se pueden exigir cosas irrealizables a corto plazo; hay que estar con los pies en el suelo.
Desde el otro lado del estrado, también habrá que estar a la altura. En una crisis, uno de los peorres peligros lo constituye la demagogia . El que pide algo irrealizable y le contestan con un imposible corre el riesgo de caer desencantado al poco tiempo. Y no olvidemos que esa es una puerta abierta a todos los populismos, en todas las épocas. Eso lo saben bien todos los estrategas que juegan a colocar un Hitler en el poder, así que cuidado.

lunes, 30 de marzo de 2009

UN VISTAZO A BRASIL


A menudo digo en clase que para aprender de ética, (es decir, cómo comportarnos con nuestros semejantes) existe una regla de oro, no única, pero sí muy valiosa: viajar. Viajar no solo implica cambiar de ambiente, relajarse y disfrutar placenteramente. Implica ser observador, enfrentarse a nuevas costumbres, y adentrarse en experiencias distintas, desagradables o no para nuestra forma de entender el mundo. Viajar permite ponernos en la piel de los demás. Además, nos permite desarrollar un “tercer ojo”, que nos hace ser más tolerantes y también más solidarios. Parece ser que cuantas más experiencias acumulamos, más humanos y más sensibles nos hacemos ante nuestros semejantes.
Cuando decidimos Inma y yo viajar a Brasil, éramos conscientes que debíamos evitar a toda costa encerrarnos en una paradisíaca fortaleza turística, en la que el contacto con el mundo exterior es casual y nunca deseado. No, teníamos que sumergirnos en el país en la medida de lo posible. Naturalmente esto es casi imposible en una luna de miel y con solo diez días de estancia en un país de tamaño continental, pero al menos lo intentamos.
El rol de turista, sin embargo, es un sambenito imposible de eliminar. Ser blanco tampoco ayuda en Salvador de Bahía, con la totalidad de la población de lejanos orígenes africanos. Así que cuando sales de un taxi, de una cafetería o una tienda, una legión de vendedores de collares, malabaristas, cobradores de fotos, donadores de fitas, conchas o cualquier cachivache inútil te asalta. Si además vas en un grupo de turistas, tú siempre serás el occidental blanco, rico, y ellos, los de las favelas, desempleados, negros y pobres (sin perder nunca una sonrisa, eso sí). Te saludan amablemente, sonríen, conversas, te engatusan, regateas, sales de uno y te metes en otro, y al final, picas. Al contrario que en Europa, la gente les tiene en cierta estima: “Esas personas hacen su trabajo, como tú y como yo, y hay que respetarlos”, nos decía un taxista.
Afortunadamente, el idioma hace un favor, y con el portugués de Inmaculada, la gente ablanda su rol de comerciante asalta-turista y comienza a hablarte en otro tono. Ah, Salvador, la ciudad de la eterna fiesta, te dicen algunos; Brasil, lugar de las favelas, donde convive la droga con la candomblé, la samba y el hip hop dicen otros, y te das cuenta de lo que es Brasil, el temible lugar de la desigualdad y la diversidad. Cuando les preguntas por el problema, unos miran a otro lado y dicen que las cosas no pueden cambiar. Otros dicen que la gente de las favelas es feliz así, mientras no te metas con ellos. Lula Da Silva, populista asqueroso o luchador por los pobres, dependiendo del interlocutor. Azul, verde, amarillo y rojo, dicen los pintores ambulantes de cuadros. Un sacerdote evangelista que trabaja con huérfanos se libera con nosotros hablando del estadio de Maracaná, catedral mundial del fútbol. Y así sucesivamente con cada persona que tienes la posibilidad de entablar conversación, que son muchísimas, porque en Brasil no existen los extraños y la vida se hace en la calle: los españoles somos gélidos europeos en comparación con ellos.
Y una vez oído esto, abres más todavía los ojos. Al lado del barrio colonial, los niños de la calle duermen en la puerta de un hotel donde se celebra una convención de ingenieros en telecomunicaciones. Un colegio privado de lujo está rodeado por alambradas electrificadas y videocámaras. A su alrededor calles estrechas y sin asfaltar conducen a favelas donde no hay agua potable ni la electricidad que alimenta la tensión de las verjas de los privilegiados. Una tanqueta de la policía vigila una entrada peligrosa de la autopista. Desde lo alto de la ciudad, bloques de edificios con piscinas privadas en los áticos se levantan entre chavolas de ladrillo y tejados uralita. Pareces vivir en una paranoica realidad donde el conflicto y la contradicción parece inevitable, a los ojos de un europeo.

Con lo que he dicho, podría parecer que Brasil es un país triste y miserable. Y nada más lejos de la realidad. La alegría y las ganas de vivir se conjugan con la miseria y la ocultan por completo, hasta hacerte creer -de forma tal vez errónea- que la gente no vive tan mal en esas ciudades. Me imagino que el hombre tiene una capacidad de adaptación increíblemente mayor de la que piensa el occidental medio, europeo. La verdad es que no lo sé, y reconozco que es lo que más me desconcertó -y maravilló- de Brasil.

LA DERROTA DEL HISTORIADOR

Hace algún tiempo acudió a esta pequeña ciudad el conocido historiador Paul Preston. Las visitas de estos intelectuales no hizo más que reavivar las cenizas siempre ardientes de un debate historiográfico que se prolonga en los últimos años: la memoria histórica de la represión franquista y el tema de la Guerra Civil. La inmensa mayoría de quienes estuvieran presentes en su conferencia tal vez buscaran una “satisfacción intelectual” a la conferencia que meses atrás diera también en la pequeña ciudad Pío Moa, destinada, naturalmente a sus opositores políticos naturales.
Tan solo ofrezco dos pinceladas de tal debate –mucho se ha hablado del mismo, demasiado tal vez-. Existe hoy en día una revisión de los primeros años del franquismo que sin duda está endureciendo el juicio que podríamos tener sobre el mismo, especialmente para aquellos que no los vivimos. Esto indudablemente puede generar un beneficio de carácter político para aquella parte que ideológicamente puede sentirse identificada con la parte que perdió la guerra o sufrió la represión: la izquierda española. La respuesta desde el otro espectro ideológico es precisamente aquella que considera lo contrario: la derecha critica que la izquierda cometió los mismos desmanes y por lo tanto, no está legitimado que alguien que tiene las manos manchadas de sangre inocente clame en contra de otros asesinos. Parece que el debate se reduce a un mero recuento de represiones, asesinatos, golpes de estado, quiebras de la legalidad etc, etc... y gana quien tiene un haber menos sucio. La resolución que se intenta alcanzar sobre este tema es estúpida: la historia está impregnada por el más fuerte, y este es quien debe aguantar el veredicto de las generaciones siguientes. En el actual conflicto de Israel, entre un judío y un palestino, el bando judío tiene más responsabilidad en cuanto que el israelita ataca con un tanque y el palestino responde con una piedra. Y lo mismo ocurrió con la Guerra Civil y la posterior represión. Ahora bien, esta resolución no nos dice absolutamente nada sobre la inocencia de ambas partes y no exhime de culpas a nadie. Rastrear con lupa a los culpables y proyectarlos hasta nuestro tiempo es el hecho discutible y que desearía examinar con más cautela.
Según los más ardientes entusiastas de este debate, la condena de la derecha o la izquierda desde la Restauración hasta la Guerra Civil significa condenar y machacar a la actual derecha o izquierda. Parece que se nos olvida un hecho singular: las facciones políticas previas a la guerra tienen más parecido entre ellas que cualquiera de las nuestras con las suyas. Es decir, la izquierda y la derecha española actual tienen más semejanzas entre sí hoy en día que esa misma izquierda y derecha con sus respectivos antepasados ideológicos. Nuestros antepasados políticos no tenían semejanzas ideológicas, sino otras de mayor calado: semejanzas en las formas de actuar y comprender la sociedad, y una particular tendencia hacia el autoritarismo como única forma de salvar el país. La tentación autoritaria espolea incluso dentro nuestros liberales más ilustres, como es el caso de Ortega y Gasset.
Cualquier relación que pueda hacer el Partido Popular con el partido conservador de Cánovas del Castillo o la CEDA, o el partido socialista actual con el PSOE de la II República es puramente nostálgica y puede ser sometida a una manipulación interesada. A nivel histórico, los partidos actuales dependen del consenso político generado en los años de la Transición. Las ideas de esos mismos políticos de la transición –desde ambos bandos- habrían sido consideradas demenciales y estúpidas en la época previa a la Guerra Civil.
Si esto que he dicho tuviera una mínima verdad, el debate habría quedado zanjado. Intentar encontrar ciertos culpables en nuestra historia es tarea no de los políticos, sino más bien de los historiadores. Precisamente el hecho de que un tema historiográfico pase de los primeros a los segundos significa que dicho tema está desactivado ideológicamente y por tanto, relativamente superado. Los historiadores no buscan venganzas ni ajustes de cuentas políticos: tan solo evitar errores del pasado, y destacar también lo terrible que ha sido ese pasado.
El hecho de haber tenido experiencias históricas tan desastrosas como el reinado de Fernando VII o una dictadura franquista significa el fracaso de una sociedad entendida en conjunto. Culpabilizar a un único sector de la sociedad significaría estar ciego. Ahora bien, criticar a Fernando VII no levanta ninguna ampolla, mientras que criticar a Francisco Franco sí que lo hace. Y aquí se ve la cuestión: debatir “ideológicamente” el enfrentamiento entre liberales y absolutistas del siglo XIX nos parece estúpido porque hemos encontrado un consenso que nos permite superar la cuestión: la concepción actual del estado supera con mucho todas las visiones que había en aquella época. Nadie va a sacar demasiada tajada del asunto, y por tanto, el debate permanece en polvorientos libros de bibliotecas y en disputas serias de académicos o de aficionados amantes de la historia.
Deberíamos hacer un enfoque más distanciado con las dictaduras fascistas europeas. Dichas dictaduras son fruto de un tiempo con graves desequilibrios sociales. Aunque esto no sea un cálculo matemático, si no hubieran existido personalidades como Hitler, Mussolini, Stalin, Salazar o Franco, habríamos tenido muchas posibilidades que algún otro dictador se hubiera hecho con el poder (no olvidemos que por un dictador que accede al poder han existido por lo menos cinco o seis intentos previos para tomarlo). El problema no es el hecho que un megalómano profético o salvador tome el poder, sino el porqué en determinadas circunstancias se permite o apoya a los megalómanos o salvadores tomar el poder. Locos e indeseables han intentado muy a menudo gobernar un pueblo, pero en unas ocasiones son capaces de ello y en otras la sociedad no les deja. El elemento de la suerte o fortuna en la historia no es tan decisivo como nos pueden hacer creer algunos libros, y lo que tenemos que indagar son las causas profundas que empujaron a esos hombres a hacer lo que hicieron.
Por tanto, si queremos evitar tales errores, debemos centrarnos en los problemas que asolaron a esas sociedades, y no en un mero nombre o ideología política. Desde nuestras propias ideas nos podemos preguntar cual habría sido el remedio para evitar aquello. Eso es lo que debería provocar debate en la actual clase política y no un nombre o tal otro. La pregunta a hacer a alguien de estos reivindicadores de derechas o izquierdas anacrónicas es la siguiente: qué hubiera hecho usted en 1936 si fuera un jornalero en Jaén? O qué hubiera hecho usted si fuera un pequeño propietario en Palencia con una familia para mantener? Que es lo mismo a decir hoy: qué haría usted en Marruecos o Senegal si no tiene trabajo? Qué haría usted si su empresa decide moverse hacia Europa del Este y pierde su empleo? Es en la posible similitud de estas preguntas, donde encontramos la importancia de la historia y no en los nombres propios.
Me quedaría por debatir un escollo en este intento de desactivación del manido debate de la Guerra Civil. La recuperación de la memoria de algunas víctimas inocentes no debería tener una pretensión política. No se pretende hacer venganzas entre izquierdas y derechas sencillamente porque buena parte de esa izquierda y derecha están, afortunadamente, criando malvas. Una investigación adecuada debería contar con una decidida abstención política, en el que no hubiera pretensión de beneficio o de pérdida electoral.
Lo que más tenía que haber llamado la atención sobre esta conferencia fue una sombría reflexión final, que Paul Preston dejó caer al final de su charla. La verdad está amenazada, porque la verdad histórica es seria, muchas veces aburrida, y no está reglada por las mayores o menores ventas que puede tener un libro polémico o por el beneficio político que puede tener el quitar una estatua de un lugar determinado. Para bien o para mal, los académicos han dejado de ser los guardianes de la historia –si lo han sido alguna vez-, y esa función ha pasado al mercado, la sociedad civil o el juego político populista.

domingo, 29 de marzo de 2009

EL ENIGMA PARMÉNIDES

Una de las primeras polémicas que se abren sobre el asunto puede ser la siguiente: qué consideración damos al embrión humano. Discutían en clase Inés y Laura en torno al tema del aborto con malas maneras. La primera se manifestaba antiabortista decidida y no dudaba en denominar aquello como un “asesinato”. Laura decía sin embargo que “aquello” no era más que un trozo de materia, totalmente dependiente de la madre. Cuando llegué a casa, empecé a pensar sobre lo que dirían gente como Parménides o Aristóteles sobre esta posición.
Parménides no dudaría en decir: “mira, las cosas son o no son. Una cosa es un niño formado y otra un conjunto de células dentro de un cuerpo, pero está claro que hay un abismo entre una y otra". Parménides: el gran defensor de lo estático, el presente, el aquí y el ahora eterno, hasta la extravagancia de negar el cambio. Y como diría Laura, "no pienso en lo que será en nueve meses, sino en lo que es en este momento".
Papá Aristóteles, fundador del antiabortismo, nos sugiere otra cosa. "Si las cosas no vienen de la nada, vendrán de otra cosa. Y ahí nos encontramos con un embrollado proceso en el que algo, en su nacimiento, se convertirá o tenderá a convertirse en otra cosa y dará origen a su vez a cosas distintas, si dejamos seguir el curso de la naturaleza." Una bellota no es un árbol, pero está claro que sin bellota no hay árbol (ni futuros árboles). Y entonces, qué realidad daremos a la bellota, el embrión, la semilla de toda vida? Habrá que respetar todo el proceso desde un principio si aceptamos las reglas de la naturaleza.
Quizás la diferencia de Aristóteles con nuestros días es que aquellas reglas de "la naturaleza", algo casi sagrado y digno de admiración, al mismo tiempo que temido y desconocido, se ha convertido en la servidora de los hombres (veremos por cuanto): son las leyes de la naturaleza la que se ponen al servicio del hombre y no al contrario.
En fin, estaba yo contento con todas estas divagaciones que las terminé exponiendo en clase al día siguiente. Cuando terminé de hacerlo, Laura me contestó con una sonrisa de las suyas y dijo, "vale, pero tanto rollo me aburre". La soledad del profesor y las cosas de la educación, qué le vamos a hacer.
LA APUESTA DE PASCAL

Gema me formulaba la siguiente argumentación: "si existe, como defiendes tú, un escepticismo total y no podemos llegar a un acuerdo, hagamos lo de Pascal. Ante una cosa tan importante en juego, y aparentemente tan sometida a discusión, sobre si un embrión se puede considerar parte de la vida o no, es mejor optar por lo que ya dijo Pascal sobre Dios: entre creer y no creer, no pierdes nada y ganas todo si crees en él. Ante un posible error tan grave, es siempre preciso optar por la solución menos mala".
CARTA DE UN DILETANTE ESCÉPTICO EN MATERIA DE ABORTO etc etc.

Querido Helí:

Como nuestras discusiones telefónicas quedan ya un poco pequeñas para debatir sobre este tema y nuestras palabras nos traicionan a menudo, voy a pasar por escrito algunos de los argumentos de los que hablábamos últimamente.

Hay que decir, claro está, que con cada conversación tuya ayudas a pulir más y más mis ideas y te conviertes en mi muso favorito. Pero la última vez, me dijiste que "defiendo las ideas más rancias de la jerarquía eclesiástica" etc etc... Cosas comprensibles cuando estamos calientes en nuestras conversaciones, pero que se tienen que moderar.

Cuando hablamos con ese lenguaje, tú y yo, nos olvidamos que estamos hablando de la ética, y que hay multitud de posibilidades e interpretaciones, y si como tú defiendes, existe un cierto relativismo hablando sobre estos temas, ninguna de las dos posiciones se puede erigir como la qe tiene la verdad absoluta. Bueno, tú ya me entiendes...

La posición que quiero plantear es: puedo sentirme más o menos próximo a una postura antiabortista y aceptar también -más o menos- una ley abortista. Parece que es una posición que desde tu punto de vista es completamente contradictoria, pero se podría resolver haciendo la distinción entre la ética y la política. La primera, tu opción individual; la segunda una solución de compromiso entre muchas personas.
Desde el segundo planteamiento, considero que en una sociedad democrática, obligatoriamente, es necesario respetar el principio del número y también el principio de máxima libertad. A mí, personalmente, el primer principio me parece un criterio malo y peligroso, pero es el "menos malo", por parafrasear nuestro querido Churchill, y es el único que garantiza el segundo, sin duda importante. Aquí estoy completamente de acuerdo con tu posición. Una minoría (como son los antiabortistas) tiene todo el derecho para manifestar su opinión e incluso es posible (yo no lo sé) que hasta tengan unos argumentos morales superiores a los defensores del aborto. En cualquier caso, la situación es empate. Y la única posibilidad que tienen es convencer a su adversario que está equivocado (si esto es posible) pero al mismo tiempo aceptar el principio de la mayoría.
De cualquier forma, el "principio democrático" parece tener una ventaja importante: al conceder libertad en esta materia, permites que el antiabortista mantenga su derecho de no abortar y el abortista su derecho de abortar. Esto tiene problemas, pero no me quiero detener aquí.

Y ahora pasamos al siguiente punto, y creo que es donde tus prejuicios "progres" te juegan una mala pasada (ji ji ji). Si aceptamos el "principio democrático", hay que asumir que hay que plantear el problema en el campo de la ética: es decir, formar a una persona individualmente en el problema. Aquí es donde creo que tanto la iglesia como los abortistas meten un poco la pata. "Defender" o "aceptar" una resolución política en este asunto no significa estar éticamente por encima de la otra postura. Creo que es necesario entablar debate sobre los argumentos a favor y en contra del aborto a la hora de formar a ese individuo, no para que después políticamente se declare a favor o en contra del aborto, sino para que sea un individuo responsable en sus actos. En este sentido, la iglesia debería hablar para sus bases: "no queremos convencer a los demás, queremos (para los católicos) que sepan por qué actúan de tal forma". Esta crítica es válida para vuestro campo: es aquí donde creo que los abortistas habláis con frivolidad y prepotencia (con tanta prepotencia como lo hace la iglesia), cuando defendéis que el antiabortista es "caduco o intolerante, reaccionario" etc etc... Una ideología puede morir, el conflicto ético no.
En definitiva, una resolución política no debería zanjar el debate del aborto, sino estimularlo en el lado de la ética. Y aquí es donde podríamos relanzar el problema para otra ocasión.

Un abrazo:

Angelillo