Cuando pregunté en clase de bachillerato quién conocía la película Lilo y Stich, de Walt Disney, todo el mundo levantó la mano, y me lanzaban miradas reprobatorias asegurando "pero cómo no vamos a conocer la película, hombre". Quizás no lo sepan, pero esa película ha causado más impacto en la sociedad que cualquier debate intelectual académico de filosofía de la mente o de la neurociencia, y muestra la escasísima capacidad que tiene la ciencia para extender en la sociedad algunos conceptos que no son agradables para las prácticas de nuestra vida cotidiana, y que perviven a través de mitos en forma de películas y narraciones de todo tipo.
Y es que en la película aparece el gran error que denunciaba Stephen Pinker en La tabla rasa. Cómo un ser genética y biológicamente programado para la destrucción y la inmoralidad (el extraterrestre Stich) puede cambiar de comportamiento y convertirse en un dócil animal de compañía cuando entra en contacto con una dulce niña hawaiana llamada Lilo. El argumento de la película daría la razón a los conductistas más radicales e ingenuos, que plantean que el aprendizaje y la educación lo son todo a la hora de configurar la personalidad de un individuo, y que naturalmente entienden la mente como una tabula rasa moldeable a nuestro gusto. Bastaría una reeducación adecuada para que hasta el mayor monstruo de la sociedad se pudiese convertir en un corderito inocente, como parece que le ocurre a Stich. De forma menos amable, La Naranja Mecánica de Anthony Burguess y Stanley Kubrik narraba también la historia de Alex, un engendro del conductismo desmedido y tratamiento médico agresivo cuyo aprendizaje y reprogramación sin embargo no resulta ser el esperado. La pregunta sería: hasta qué punto nuestro cerebro puede ser reprogramado contra su propia programación genética. Independientemente del grado de plasticidad que los neurólogos puedan atribuir al cerebro o a nuestros genes -que se activan o no dependiendo de un contexto, podríamos llamar "cultural"-, parece que Stich sería un auténtico milagro contra la ciencia.
El ejemplo de Stich se contrapone con un caso clínico serio que provocaría un antes y un después en la medicina. En su primer gran éxito de ventas, El error de Descartes, Antonio Damasio llamaba la atención sobre un caso clínico excepcional que nos aportaba pistas indudables sobre la interacción entre el cerebro y la mente: el famoso caso de Phineas Gage. A diferencia de Stich, nadie de la clase conocía ni a Damasio ni a este personaje, por supuesto. Este individuo vivió en el siglo XIX como constructor de ferrocarriles y tenía una vida normal hasta que un desgraciado accidente en 1848 truncó por completo su existencia: una explosión lanzó una vara de hierro por los aires que le atravesó el cráneo y le afectó el lóbulo frontal del cerebro. Contra todo pronóstico, Gage sobrevivió al accidente, pero nunca volvió a ser el mismo. Podía hablar y actuar como una persona normal, aparentemente. Sin embargo, su personalidad se hizo agresiva, su comportamiento inestable e impredecible y su capacidad de planificar cualquier decisión relevante se habían desvanecido. Bastante conocido en el mundo de la neurología, todavía se estudia su cráneo y su caso se cita en innumerables referencias de los estudios del ramo.
Como dirían los evolucionistas, el cerebro propiamente "humano", aquel que anticipa y predice las consecuencias de nuestras acciones, quedó completamente desfigurado, y dejó su lugar al cerebro reptiliano que todos llevamos dentro, dejándose arrastrar por las necesidades del presente, sin mostrar un mínimo interés en el control del tiempo, que es clave en cualquier acción racional.
Y sin embargo, nos podemos preguntar hasta dónde llega el alcance de estas agudas descripciones del cerebro, con consecuencias embarazosas para nuestras creencias cotidianas y nuestra búsqueda de sentido particular. No solo porque afirmar el poder de la neurociencia pone en peligro nociones como el alma, entendido en su sentido más tradicional, sino porque también cuestiona la viabilidad de nuestras instituciones democráticas, nuestros códigos penales o nuestro sistema educativo. Pensemos que un libro como el de Pinker -publicado el mismo año que se estrena Lilo y Stich- propone unas medidas éticas y políticas que estén de acuerdo con la nueva ciencia de la mente que cuanto menos chocan con muchos sentimientos y visiones más o menos optimistas del humanismo tradicional, desde los derechos humanos hasta la democracia.
Y sin embargo, nos podemos preguntar hasta dónde llega el alcance de estas agudas descripciones del cerebro, con consecuencias embarazosas para nuestras creencias cotidianas y nuestra búsqueda de sentido particular. No solo porque afirmar el poder de la neurociencia pone en peligro nociones como el alma, entendido en su sentido más tradicional, sino porque también cuestiona la viabilidad de nuestras instituciones democráticas, nuestros códigos penales o nuestro sistema educativo. Pensemos que un libro como el de Pinker -publicado el mismo año que se estrena Lilo y Stich- propone unas medidas éticas y políticas que estén de acuerdo con la nueva ciencia de la mente que cuanto menos chocan con muchos sentimientos y visiones más o menos optimistas del humanismo tradicional, desde los derechos humanos hasta la democracia.
La pervivencia en el lenguaje ordinario del dualismo antropológico -una mente y un cerebro separados y casi autónomos-, y la extraordinaria dificultad que tiene la ciencia académica para removerlo de nuestra mitología personal dan en parte la razón a muchos filósofos del lenguaje que vinculaban la viabilidad de estas afirmaciones a su uso corriente y las prácticas cotidianas. El lenguaje -y naturalmente la literatura y el arte- se convierten así en un santuario del mundo mágico, que nos rodea desde nuestro nacimiento. El último reducto inexpugnable de esa batalla que actúa como nuestro mundo de aprendizaje de la infancia y que posiblemente tiene más trascendencia en nuestro mundo adulto del que seamos conscientes en un primer momento. La lucha por el sentido, en definitiva, parece tener más importancia que el poder de la verdad, pese a quien pese. Pero la segunda se impone sin remedio, mecánicamente, y esto genera tensiones y esquizofrenia cultural.
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