Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

miércoles, 24 de agosto de 2011

¿TIENE CABIDA LA ESTABILIDAD PRESUPUESTARIA EN EL TEXTO CONSTITUCIONAL?

        Recogían los periódicos que los parlamentarios escucharon por sorpresa las declaraciones del presidente cuando habló de hacer constitucional el equilibrio presupuestario. Lo que se suponía que iba a ser otro paquete más de medidas anticrisis, resultó ser una reforma constitucional en toda regla. No han sido los únicos en asombrarse. Que un gobierno moribundo, al que le quedan dos meses de vida, proponga una medida de semejante calado político no puede hacer más que poner los ojos como platos al auditorio general. Curiosamente, que esto lo proponga quien hace una semana condenaba tal medida, ya no supone sorpresa alguna, ante la trayectoria errática de este gobierno, marcada por la inevitable inercia de los acontecimientos económicos e internacionales. 
        Argumentos a favor de un equilibrio presupuestario, pueden encontrarlos con facilidad. Los hay coyunturales, por ejemplo, cuando la ministra de economía decía que era un "mensaje de calma a los mercados" ante la necesidad de financiación del estado. También cuentan los argumentos ideológicos, para aquellos que consideran al equilibrio presupuestario como definidor de la única política económica correcta y que permite crecimiento. O más estructurales, cuando hablamos de la duplicidad de administraciones que extienden el gasto hasta límites insospechados, o de la espiral de gasto que genera un estado del bienestar maduro como el europeo. Estos últimos son, desde mi punto de vista, los argumentos más importantes para ejercer un control de las cuentas públicas.  
         Hasta cierto punto, hablar de la necesidad de un equilibrio presupuestario es una perogrullada en los tiempos que corren. Por un lado, es la única política económica posible a corto plazo  (en las condiciones de España como potencia mediana y con su capacidad de financiación internacional completamente mermada). Por otro, es una herramienta económica que como todas ellas, muestra sus ventajas e inconvenientes: favorece la estabilidad macroeconómica a largo plazo, pero al mismo tiempo, tiene repercusiones negativas en la recuperación económica en el corto plazo. Hasta aquí, todos estarían de acuerdo, pero ¿tiene realmente sentido introducir esta medida en un texto constitucional?
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        En respuesta a esto, convendría ir señalando:
        1. La constitución hace referencia a leyes fundamentales, estructurales, que están ahí por su carácter permanente, "atemporal", inspirador. El equilibrio presupuestario es una herramienta económica más, cuya viabilidad o no depende de una coyuntura determinada. No entender esto así supone aceptar dogmáticamente una posición ideológica que, ni mucho menos, ha contado con la aceptación general de los economistas y que en términos pragmáticos a veces resulta inviable y contraproducente. Estas situaciones están recogidas, por ejemplo, en la constitución alemana, que señala la legitimidad del déficit estatal en situaciones de catástrofes o crisis económicas. Si en el fondo la aplicación del equilibrio presupuestario va a ser contingente y dependerá de las diferentes coyunturas económicas, ¿para qué plasmarlo en una constitución? ¿Quedará como una mera "inspiración" para los futuros gobiernos? ¿Pasará como los criterios de Maastrich, válidos para tiempos de bonanza pero inútiles en contextos de crisis de demanda?
       2. Una interpretación dogmática del equilibrio presupuestario podría entrar en oposición con otros derechos y reivindicaciones presentes en la constitución. Seguimos pensando que el gasto público está ocasionado por una mala gestión de un gobierno, cuando en una medida muy importante viene dado por caída de los ingresos y por ajustes automáticos de las leyes vigentes (por ejemplo, el gasto orientado hacia el seguro de desempleo o el aumento del gasto sanitario). En esos casos, ¿se podrán poner en entredicho esos derechos constitucionales traducidos en un estado del bienestar en nombre del equilibrio presupuestario?
       3. Una medida de este calado no se puede realizar por mero trámite parlamentario, aunque la ley contemple esa posibilidad. Precisa un referendum popular, especialmente cuando estamos asistiendo a una creciente movilización ciudadana que defiende una democracia mucho más participativa y es sensible a este tipo de medidas. No hacerlo será entendido por una parte de la ciudadanía como una nueva imposición de los mercados financieros a nuestro sistema político.

      Uno tiene la sensación de que existen otro tipo de pactos y consensos que permiten la aplicación del equilibrio presupuestario sin necesidad de ser traducido al texto constitucional. Los Pactos de la Moncloa fueron ejemplo de un compromiso económico entre todos los partidos cuando todavía la constitución se estaba fraguando. Más adelante, los criterios de convergencia de Maastrich asumían directamente el control del gasto público para aquellos países que desearan entrar en el euro. Un pacto de este tipo, duradero y consensuado, al mismo tiempo que asociado a una coyuntura determinada, sería el que permitiría una solución adecuada para el déficit público sin caer en estos dogmatismos tan del gusto de la ortodoxia económica neoliberal. Ortodoxia que, conviene no olvidarlo, fue la primera en 2008 en pedir el aumento del déficit público para la salvación del mercado financiero: nadie se acordó de los criterios de convergencia con la llegada de la crisis. Parece ser que esta escolástica, con todos los intereses económicos y lobbies que pueda tener a sus espaldas, es capaz de introducirse en nuestras leyes fundamentales como si de un virus se tratara, infectando a la célula entera.

¿CÓMO ELIMINAR LA POBREZA? DEJA DE GA$TAR EN LOS POBRES.

      Decía la editorial de The Spectator dos semanas antes de los disturbios de Inglaterra, citando a William Galston, que "to avoid being poor, finish school, marry before you have a child and don't marry in your teens" (para evitar ser pobre, acaba la escuela, cásate antes de tener un niño y no te cases en tu adolescencia). Quien cumpla estas reglas, aseguraba este adviser de Bill Clinton, tiene siete veces menos posibilidades de caer en la pobreza. Naturalmente, concluían, la pobreza entonces no debe reducirse con costosos medios del erario público, pagado por todos los contribuyentes, sino con el voluntarismo y la responsabilidad individual. "¡Qué genial hallazgo!" proclamaban los teóricos de la big society de David Cameron. Pero si el diagnóstico es del agrado de los tories, más todavía lo son los medios para conseguir eliminar la pobreza: basta recortar los onerosos subsidios sociales, y obligaremos a los individuos a ponerse serios y responsables. Maravilla de las maravillas: la pobreza se recorta gastando menos en los pobres. 
     Si estas palabras hubiesen sido pronunciadas por Margaret Thatcher en 1981 ante un estado frío e hinchado, nos darían que pensar. Pero han pasado treinta años y dificilmente puede mantenerse ese mágico diagnóstico. De la misma forma que hoy tenemos constancia que la mera intervención estatal no tiene capacidad para reducir por sí sola la pobreza ni afrontar los grandes objetivos de toda política social (educación y sanidad), las decisiones del individuo ni se hacen en un contexto de plena libertad, ni fuera de un marco de actuación social y estatal que posibilite dicha autonomía. Lo más triste de este asunto es tener que recordar continuamente esta complejidad sin caer en los tópicos ideológicos de siempre.
    Estos consejos, como decimos, aparecieron poco antes de la gran rebelión de agosto. Y aunque sea muy temprano para analizar pormenores, la revuelta inglesa posiblemente sea una triple crisis: una crisis económica -coyuntural- destruye expectativas de crecimiento y consumo en todas las clases sociales,  y arrastra a una crisis -más puntual- del estado del bienestar, que cae sobre el marco de una crisis -mucho más estructural- de la sociedad providencia. Cuando los recortes sociales se aplican sobre sociedades desestructuradas, las consecuencias se hacen imprevisibles. Naturalmente, los tories de Cameron fueron reluctantes a conceder importancia a la segunda variable, y lo redujeron todo a la degeneración moral de la sociedad inglesa. ¿Bastará la educación y la mano dura policial para que esta crisis no vuelva a repetirse?

Trainspotting: Las novelas punk de Irvine Welsh reflejan
mucho mejor el caldo moral de la juventud británica,
independientemente de su clase social.

  
Ejemplo de los valores que Cameron desearía recuperar:
Postman Pat, héroe infantil inglés,
que vive en un pueblo arcádico de los años sesenta.
Una sociedad difícil de recuperar para la compleja realidad inglesa.


viernes, 19 de agosto de 2011

RAZINTGER Y LA INSOPORTABLE LEVEDAD DEL SER

      Una interpretación marxista de la visita papal sin necesidad de ser atea ni laicista. 
     Claudico. Intento resistirme y no puedo, pretendo no escuchar ni leer nada y no hago otra cosa que buscar artículos de opinión y meterme en conversaciones ajenas. Me gustaría no tener que dedicar ni un párrafo a la visita del Papa y aquí estoy, mareando la perdiz, como otros tantos. Supongo que el tema tiene cierto morbo cultural y uno está cansado de asistir a las caídas brutales de la bolsa sin sumirse en la desesperación. Quizás sea porque hablar y actuar en cuestíones de religión o de fútbol sea más fácil que de la recesión económica, y porque basta un "sí" y un "no" para unirte en cuerpo y alma sobre un proyecto que parte de las decisiones de los individuos, llámenlo Pep o Mou, Papa o antipapa. En las cuestiones económicas, desgraciadamente, lo sistémico tiene tanta o más fuerza que lo individual, y uno necesita algo más que entereza para defender unos principios determinados contra el mundo entero. 


       Pero precisamente de economía vamos a hablar, como también lo ha hecho el Sumo Pontífice. Y una muestra de esta superficialidad de miras, de este idealismo subjetivista, lo constituyen las recetas del Papa ante la crisis económica. La crisis económica es ante todo una crisis moral, una cuestión ética, en la que el hombre deja de ser el centro de la economía para convertirse en simple peón. Hasta aquí el 15M y Razintger van de la mano, por mucho que les pese a los contendientes respectivos. Jesucristo y Marx caminan juntos en la lucha contra la alienación y recuperar la dignidad humana. Pero el decir que la crisis económica es una crisis moral no quiere decir que su solución sea solo ética. Para cambiar el mundo, no bastan las ideas. Hay que cambiar la base material, la infraestructura, si quieren un término pasado de moda, o no tenemos nada que hacer. Esta frase no la leí por primera vez en Marx; la escuche de García Trevijano en un congreso de filósofos hace quince años. Fue abucheado de inmediato. Y aquí Marx se separa tanto del 15M como de Ratinzger o de los anarquistas del Tea Party, a los que consideraría unos ingenuos idealistas de solemnidad o unos cínicos farsantes y encubridores. 
      Para expresar esto mejor, consideren el siguiente ejemplo: estoy encerrado en mi habitación. Siento deseos de salir. Imagino el mundo exterior. Lo puedo dibujar en un folio o expresarlo en un poema. Puedo hasta creer que me siento libre conectándome a la red. Pero está claro que si no encuentro una llave, o echo la puerta abajo, mis condiciones reales de libertad no cambiarán. Como no desaparezcan las paredes que me aprisionan, no alcanzaré la libertad. Es cierto que necesito en primer lugar el deseo y la idea de ser libre, pero después hay que actuar en consecuencia, proyectarse sobre ese mundo real y objetivo. Cambiarlo.         
      Y ahora pongamos un ejemplo económico: es muy difícil fomentar el altruísmo social a todos los niveles si no cambiamos las reglas de juego que se imponen de facto a esa solidaridad ideal. Defender el amor al prójimo cuando nos encontramos con un mundo que de hecho devora al débil es una prédica en el desierto. De qué vale predicar la transparencia en los mercados cuando hay paraísos fiscales y desrregulación financiera, o se ponen trabas a cualquier tasa sobre los movimientos especulativos de capital. De qué vale hablar de solidaridad cuando se rechazan continuamente la subida de impuestos a las clases altas, no como algo antieconómico (que siempre podría discutirse), sino como inmoral. Las prédicas de Ratinzger alcanzan el mismo grado de ingenuidad que las declaraciones de Obama, ZP, Barroso, Merkel y compañía, cuando se creen que las meras palabras van a calmar un mercado bursátil. Es más, es una ingenuidad que acaba siendo irritante. Una vez expresado el deseo, hay que pedir acciones concretas. Desgraciadamente, de los labios del Papa no se ha escuchado ni una sola declaración concreta sobre la crisis económica. Tal vez no sea el lugar, pero al menos se podría exigir a la iglesia el ser tan explícitos sobre estas cuestiones como lo son sobre el aborto o la eutanasia.     


     Y si  nos deshacemos de la incómoda economía, alguien puede preguntarse qué queda de las JMJ: por un lado, la religión como espectáculo cultural, barroco y postmoderno, con imágenes que podían estar sacadas de una sarcástica película de Fellini, como los confesionarios en los parques, el papamóvil o la ampolla de Juan Pablo II. Por otro, una religión como identidad individual y colectiva, sin otra proyección que la salvación del individuo y de nuestro pequeño grupo de creyentes, a pesar de su pretendida universalidad. Alguien podría pensar que esto es lo que hace el hecho religioso tan importante y una pregunta crucial de sentido existencial, y no lo voy a poner en cuestión. Pero es difícil no sentir la tentación de caer en la vieja crítica marxiana de que todo esto es mera superestructura, panem et circenses del siglo XXI, que oculta y adorna la aprisionante jaula de hierro en la que todos andamos metidos. Mero oropel para esconder el oscuro día a día. Resignación, flatus vocis, insoportable levedad del ser.  
      Más de un joven terminará las jornadas y su conciencia estará satisfecha, e incluso tal vez sienta plenitud existencial. Pero cuando tenga que volver a las colas del  INEM o esperar pacientemente la respuesta a sus CV en decenas de empresas, las palabras del Papa, y mucho menos la de los políticos, tendrán escaso consuelo entonces. Parece ser que la falta de coraje ante la crisis económica no es solo una característica propia de nuestros políticos, sino también de los mandatarios de la iglesia. Quizás porque, como Marx entendió para su época, el auditorio actual de la iglesia en el primer mundo siga siendo el de los privilegiados dentro del sistema. El compromiso de los pobres forzosamente será  siempre un objeto lejano y pocas veces el verdadero sujeto de sus celebraciones. Y naturalmente, la iglesia no va a lanzar piedras contra su propio tejado: con el laicismo llamando a las puertas y cautivando conciencias día a día, no están los tiempos para compromisos sociales estridentes.