Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

sábado, 7 de julio de 2018

POR QUÉ ODIO LOS LIBROS (DE TEXTO)

     Necesitaría matizar esta opinión. No tengo nada contra los libros de texto y manuales. He aprendido mucho de ellos, más que de cualquier otro lugar (incluyendo la wikipedia). Miro la estanteria de al lado del ordenador y cuento al menos trece manuales y libros de bachillerato, secundaria y universidad de inglés, biología, historia y filosofía. El problema no está en los libros, está en su uso, como casi todo.
    Más bien, rechazo que el libro de texto sea el sustituto del profesor en clase. No sé cuántas veces he tenido que escuchar: "no podemos hacer esto y esto, porque tenemos que seguir el libro" o "esto en el libro no aparece". Si dices algo en contra, el libro es la sagrada encarnación del currículo convertida en palabra. Por lo tanto, lo que realmente odio son la tiranía de los libros de texto y la autoridad que mantienen todavía hoy sobre un gran número de profesores y maestros. Por cierto que ejerce la misma tiranía un libro impreso que otro digital e incluso más; no olvidemos que este tema no es una cuestión de innovación tecnológica. 
     Por desgracia, el libro seguido a pie juntillas en una asignatura (especialmente las humanísticas) es como el tutor o padre odiado por los ilustrados que carga con la dolorosa tarea de pensar y preparar clases, a cambio de suprimir la libertad y creatividad del profesor. Y los profesores, por supuesto, se dejan querer por el libro. Es tan cómodo que otro haga las clases por ti, con los ejercicios, las lecturas y los contenidos ya bien formulados, que tus clases se pueden convertir en un mero ejercicio de subrayado y lectura en voz alta, en un estilo que recuerda más la Edad Media que el presente.
     Para un profesor novato o experimentado que se enfrenta a una asignatura por primera vez, un libro de texto es su tabla de salvación y resulta difícil no contar con ellos en asignaturas prácticas. Sin embargo, con el tiempo, el profesor debe sacudirse del libro de texto como un niño pequeño de los andadores o de un flotador cuando aprende a nadar. ¿Por qué razón? Porque por bueno que sea el libro de texto, siempre es uniforme, impersonal, homogéneo, poco adaptado a las necesidades de cada grupo de alumnos. Puede funcionar en un curso con un grupo particular, y no ser tan brillante para el curso de al lado. Lo interesante no es trabajar desde un libro de texto, sino trabajar desde cuatro o cinco al mismo tiempo y rompiendo todo lo que nos marcan: desde el tiempo hasta las exigencias, pasando por los contenidos y actividades. Lógicamente, todo esto demanda un estado febril de actividad del profesor, en el que una clase ordinaria se convierte en una conferencia y cualquier actividad de clase en una obra de arte de diseño y planificación, dejando lo demás para el libro en casa. Esto es posible en países donde los profesores tienen pocas horas lectivas asignadas, pero es tal vez utópico en España, donde la carga lectiva del profesorado (contra lo que puedan pensar algunos)  es bastante elevada. Así que... seguiremos con los libros de texto por siempre jamás, y las editoriales serán felices y comerán perdices. 

jueves, 28 de junio de 2018

POR QUÉ ODIO LOS EXÁMENES


  

   Esto no es nuevo. Odiar los exámenes está de moda entre las corrientes de la nueva pedagogía, suena progre (aunque ya no sea ni mucho menos revolucionario) y por supuesto, cuenta con el beneplácito de un alumnado, que lo vive básicamente como un estado de estrés permanente y de sensación de vómito sobre el folio inmaculado. 
   ¿Por qué tiene tanto éxito el examen-vómito, siglos y siglos después de su invención desde los maestros escolásticos?  Básicamente este éxito viene determinado por una virtud que conviene recordar: su objetividad a la hora de evaluar a un enorme grupo de personas, de manera homogénea y simple. Cualquier tipo de crítica se soluciona apelando a este simple hecho. En un mundo como era el siglo XX, en el que el mayor reto era universalizar la educación para la población de un país entero, era lógico que el examen acabase imponiéndose. La homogeneidad necesitaba el examen reglado. Veamos ahora cómo se hizo objetivo. El grado extremo lo encontramos en el sistema educativo estadounidense. Toda evaluación importante se resuelve en forma de test con respuestas cerradas o semicerradas, en las que el grado de objetividad es absoluto y se puede medir con centésimas el grado de rendimiento del estudiante. Nada de subjetividad en las respuestas, ni posibles deformaciones del profesorado a la hora de juzgar. 
     Así que evaluar, lo que es evaluar, se hace a base de bien con nuestros exámenes-vómito. Otra cosa es que lo que evaluemos tenga alguna finalidad o se corresponda con un auténtico aprendizaje significativo y duradero. El examen-vómito solo permite mantener un pequeño porcentaje de lo aprendido en la memoria a largo plazo que se registra sobre nuestros sufridos hipocampos. Lo demás, sin otro refuerzo que el propio examen, desaparece en 48 horas. Triste fin para tantas horas de estudio, desde la primaria hasta los estudios universitarios.  El consuelo de gobiernos y alivio de administraciones educativas se convierte en un auténtico sinsentido para los alumnos y profesores, reducidos a la altura de unos pobres palurdos agilipollados.  
   Por consiguiente solo la objetividad y la homogeneidad han permitido mantener el examen-vómito hasta nuestros días. Pero no por el hecho de encontrarnos objetividad en un examen o un test, tenemos que ceder ante su autoridad sagrada. Si lo que buscamos es objetividad, creemos objetividad en otro tipo de evaluaciones del alumnado. Hoy en día existen multitud de recursos para ello. El gran reto, sin duda, es que tenemos que encontrar objetividad en respuestas que son heterogéneas.
   Uno de los costes de esta objetividad fuera del examen standard, sin embargo, es el tiempo que supone para el docente desarrollarla adecuadamente. Pensemos por ejemplo, que un examen tipo test de treinta preguntas para un examen de geografía e historia de la ESO puede llevar hacerlo dos horas y media. Corregirlo después, en una clase de veinte personas puede suponer una hora como mucho. En cambio, evaluar al alumno a partir de su producción escrita más general y más libre (ya sea por trabajos de final de trimestre o ejercicios más puntuales) supone no solo crear más producción para ser evaluada, sino también corregir durante muchas más horas y por medio de rúbricas, que pueden llegar a implicar más de una lectura sobre el mismo trabajo y consumir mucha energía del profesor de turno. 
    Y por último surge un último problema con el que me encuentro. Superar el examen supone no solo un esfuerzo extra para el profesor, sino también para el alumno. Son los propios alumnos los que demandan exámenes-vómito, porque en el fondo, es lo que supone menos esfuerzo para ello, y concentrar su trabajo en solo las semanas anteriores al examen. Por si fuera poco, la cultura del examen está tan extendida en nuestra sociedad que ni alumnos ni familias se toman con seriedad los intentos para superar su dictadura. Esperemos que como siempre, a diferencia de las leyes educativas, los grandes cambios se asuman poco en poco.


 

jueves, 21 de junio de 2018

POR QUÉ ODIO LOS SUSPENSOS



Hay mucha gente que se lleva las manos a la cabeza respecto a nuestro sistema educativo. Lo califican de débil, permisivo respecto al suspenso. Aquí todo el mundo parece aprobar, promocionar o pasar, hasta el más vago o tonto. Puedes repetir solo una vez por ciclo en primaria o secundaria, y la gente se lleva las manos a la cabeza. Siguen argumentando, y con cierta razón, que evitar los suspensos se entiende como una manera de frenar el fracaso escolar, auténtica pesadilla educativa en nuestro país. Y por último sostienen que las pruebas de la EBAU son meramente un coladero y deberían endurecerse. Grave error esto último, por cierto. 

   Si hay una cosa que odio en la educación secundaria es suspender a alguien. En primer lugar, por una cuestión personal. Si nuestra evaluación consistiese en algo más que un examen escrito, tal vez cambiaría mi parecer. Pero aquí siento mi relativa subjetividad para juzgar a alguien con el veredicto de un número superior al cuatro meramente por un par de hojas escritas o un test completado (algo tonto, se mire por donde se mire). La objetividad del examen llevando al sistema educativo al absurdo. Pero en cualquier caso, eso es otro problema. 

  ¿Tiene algún sentido mantener una inmensa marea humana repitiendo curso tras curso, como una medicina que permite el acceso a la maduración personal, hasta cumplir los 16 años? En realidad, el cinco es una nota ya lo suficientemente negativa para cualquier persona que tenga un proyecto de educación superior en mente. Con un cinco a lo largo de la secundaria el alumno multiplica sus probabilidades para no desarrollar un bachillerato brillante. Con un cinco en bachillerato tendrá limitado el acceso a muchas parcelas de la educación universitaria reglada, por lo general las más exigentes y exitosas laboralmente hablando. Si mantiene el cinco a lo largo de la carrera, sus posibilidades de obtener becas de postgrado -especialmente en el campo de humanidades- se reducirá considerablemente. ¿Para qué suspender entonces? Dejemos que el cinco cumpla su función reuladora a lo largo del sistema educativo. El suspenso debería ser voluntario, salir directamente de la persona que suspende (o de sus padres), pero no desde el brazo ejecutor del profesor. En fin, soñar es libre y gratuito.