Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

domingo, 29 de enero de 2012

LECCIONES WEBERIANAS: SEPARAR LA TÉCNICA DE LA POLÍTICA

      Hace algún tiempo tenía un asuntillo pendiente que escribir, y no encontraba nunca el momento adecuado. Pensaba por otro lado que tampoco había datos suficientes para corroborar mis hipótesis, y no quería ser malpensado. Y sin embargo, con cada día que pasa desde que nuestra comunidad extremeña asumió el cambio político de turno, me voy convenciendo más de la tesis: la incapacidad de nuestra clase dirigente de distinguir el trabajo técnico del político. O dicho de otro modo, la vorágine de la política por infiltrarse en el estrato productivo de la sociedad  y en la gestión de los bienes básicos que hasta ahora ha garantizado la comunidad autonómica. Uno se pregunta por el número de técnicos brillantes que han sido separados de sus cargos de responsabilidad por una mera mirada miedosa de traición ideológica o sencillamente por la necesidad de colocar a gente a la que se debe favores. Gente que ha trabajado honradamente a un nivel puramente profesional con distintos partidos políticos en el poder (a veces desde los tiempos de la UCD y de la dictadura), y que ahora son acusados de "colaboracionistas" con el gobierno socialista saliente para justificar su salida de determinados departamentos. Una actitud demencial y paranoica de nuestra actual clase política dirigente, pero que desgraciadamente atraviesa al resto de los partidos: esto mismo se ha vivido en otras comunidades con el signo ideológico contrario. Quizás haya que recordarles a todos ellos la conferencia de Max Weber de El político y el científico. No creo que ningún político llegue a leer esa obra ni esta página web, y caso de hacerlo, asumirá cínicamente sus resultados y hace tiempo que habrá callado a su conciencia. En cualquier caso, la conferencia de Weber debería ser lectura obligatoria para todo aquel aspirante a un cargo político con deseos de hacerse con el poder y gestionarlo.
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     El caso es que la cosa no es nueva en nuestro país, sino todo lo contrario: creamos en el siglo XIX  un estado liberal con un funcionariado "móvil", al igual que el sistema de Estados Unidos, por ejemplo. La figura del "cesante", aquel funcionario que perdía su empleo por la caída del partido que le había aupado a su puestro de trabajo, era paradigmática. Benito Pérez Galdós describió perfectamente el drama del cesante en la novela de Miau, pero está tan presente en otras muchas de sus obras, que acabó por convertirse en uno de los tipos sociales característicos de nuestro siglo XIX.
    Sin embargo, una mayor especialización del trabajo hacía necesarios técnicos cada vez más cualificados de los que no se puede prescindir tan fácilmente ni tampoco rotar en poco tiempo, sin el riesgo de hacer entrar en crisis el sistema estatal en conjunto. No es lo mismo un empleado de los tiempos de la Restauración, que tan solo necesitaba saber escribir y conocer las rudimentarias tecnologías de la época de la Revolución Industrial para enfrentarse a su trabajo, que el empleado altamente cualificado de nuestro tiempo y sometido por lo general a rigurosos controles de selección.
     De aquí emergió la figura del técnico que preconiza Max Weber, aquel individuo comprometido con el cumplimiento de un orden legal y sometido a una racionalidad de corte instrumental. Una persona, en definitiva, conocedora de los medios en su área profesional para alcanzar un fin determinado, encomendado al funcionamiento del sistema, y que no lo pone en cuestión -y no es cuestión suya cuestionarlo-. Este encumbramiento del funcionariado neutral por Max Weber tuvo otros riesgos -su conservadurismo intrínseco y la incapacidad de cuestionar el poder fue una causa directa del ascenso de Hitler al poder- pero tiene también lecturas más positivas para nuestros días. Cuando la separación no se consigue, la política se corrompe: al hablar de la política americana y del spoils system -donde los técnicos no se separan del jefe político-, Max Weber no duda en arremeter contra ella:   
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      "¿Qué representa en la actualidad, para la formación de los partidos, este spoils system, es decir, esta atribución de todos los cargos federales al séquito del candidato triunfador? Sencillamente, significa el hecho de enfrentarse entre sí unos partidos que carecen por completo de convicciones, meros grupos de cazadores de cargos, con programas mutables, elaborados para cada elección, sin más objetivo que una posible conquista de votos; programas cambiantes en cada ocasión, en una medida para la cual no es posible hallar analogía en ninguna otra parte."

      Uno se pregunta si lo que dice Max Weber a principios del siglo XX, no puede seguir teniendo cierto eco hoy en día bajo las sofisticadas administraciones de nuestro tiempo. Para la sociedad española, nuestra clase política ha llegado a tal grado de denigración que compartiría cien por cien las afirmaciones del sociólogo alemán. Podríamos concluir en tono bíblico que hay que dar a los técnicos lo que es de los técnicos, y al político lo que es propio del político. Pero al ser esto mismo una solución política al problema, y al ser el propio político el que debe decidir sobre la cuestión, el problema se antoja que irá para largo. En cualquier caso, las irresponsabilidades políticas se pueden pagar muy caras, y si no preguntéselo a Grecia o Italia, donde han pasado de una democracia corrupta a una tecnocracia impuesta desde fuera. Dos extremos por evitar en estos días oscuros.

viernes, 27 de enero de 2012

LAS DUDAS DE LEE SMOLIN SOBRE LA FÍSICA

       Cuando a un filósofo se le ocurre atacar una corriente científica porque considera que es reduccionista, está mal fundamentada o incurre en errores lógicos, la comunidad científica suele ignorarlo, al considerarlo poco versado en sus difíciles tareas. Un filósofo no tiene nada que decir sobre estos problemas que escapan a su entendimiento abstracto. Pero cuando un científico se toma en serio las críticas de la filosofía y decide hacer una lectura de autocrítica el efecto suele ser demoledor. Aquí el atacante es Lee Smolin, un integrante del gremio de la física teórica, y uno de los más selectos. Este señor tuvo a bien encontrarse hace unos añitos con Paul Feyerabend, anarquista metodólogico e iconoclasta científico, y contra lo que pudiera pensarse, ambos se entendieron bastante bien. El físico decidió tomar en cuenta algunas de las críticas radicales del viejo Feyerabend y ponerlas en la práctica en su libro The trouble with physics, que salió a la luz en el 2006. No es por casualidad que una buena parte del libro –y la más comprensible y entretenida para un filósofo ignorante de la física- parta de la misma “sociología” de la ciencia: es decir, cómo se nos han vendido las ideas dominantes de la física teórica actual por encima de otras.   
        Lee Smolin ofrece un panorama descorazonador para su propia generación científica: en los últimos treinta años, la física teórica no ha descubierto ninguna ley de gran relevancia, ni ha logrado alcanzar un paradigma conciliador, ningún "gran modelo" que supere las contradicciones que ofrece la teoría actual. Y la sugerencia respetuosa que hace es proponer si acaso no hemos errado el tiro, si no nos hemos desviado del camino. Esto supondría poner patas arriba toda la física teórica actual, marcada por unas palabras mágicas que todo el mundo repite, aunque pocos entienden: la teoría de cuerdas. La tesis, siempre expuesta de forma educada y comedida por el autor, es muy simple: esta teoría ha sido hasta el momento una gran ilusión, en lo que se refiere a los esfuerzos intelectuales y ecónomicos consumidos y sus escasos resultados en la evidencia empírica. Ha desbancado otras teorías explicativas del universo igual de plausibles sin otros argumento que el principio de autoridad. Aunque sus argumentos son mucho más complejos de los que el G.P. nunca podrá entender, su idea básica es simple: un modelo matemático, por hermoso que sea, nunca podrá ser considerado científico si no tenemos un aval en la experiencia empírica, si no puede ser probado o refutado. A esto filósofos y científicos desde Popper lo llaman falsacionismo. Y como nos recuerda Smolins, la teoría de cuerdas está lejos de ser falsable y se tiene que sustentar en ideas metafísicas como el principio antrópico. Si los físicos desean dar ese paso, bienvenidos sean, pero al gremio de los filósofos y los especuladores teóricos. 
       Naturalmente, sus colegas no han quedaron demasiado convencidos. Pero algo ha debido quedar de todas estas críticas, cuando una vaca sagrada como Stephen Hawking, sostenía en su último libro que el modelo de la física ptolemaica distan de ser verdaderos o falsos… Tan solo existen otros más sencillos y mejor aplicables sobre la realidad física. Ya veremos si los grandes muchachos del CERN nos sacan de dudas de todo este embrollo... y si llegan a tener dinero para descubrirlo.

miércoles, 18 de enero de 2012

LO QUE LOS MAYAS NOS DICEN DEL FIN DEL MUNDO...

      Como cada cierto tiempo ocurre -sobre todo si hay crisis de por medio- las predicciones de grandes apocalipsis no faltan en ninguna cultura humana. Toca ahora el turno de la cultura maya, que nos asegura cómo el final del mundo ocurrirá este mismo año 2012. Una profecia más a la larga tradición de milenarismos y muertes súbitas por causas extrañas y disfrazadas ahora de explicaciones científicas. La obsesión es tal, que corremos más riesgo de morir atropellados al cruzar la calle por estar pensando en estas cuestiones que en ser alcanzados por un hipotético meteorito, tormenta solar o supervolcán que se entremete en el destino de los hombres. Pero poco importa: preferimos inventarnos fines extravagantes en lugar de mirar a la auténtica realidad.
       Y lo más curioso de todo es que los mayas tienen mucho que decirnos sobre el fin del mundo, pero no muy posiblemente sobre este 2012. Contrariamente a lo que puede pensar mucha gente, los mayas no fueron destruidos por los españoles. Sucumbieron ellos solitos, sin causas ajenas a su cultura: las claves de su éxito como civilización fueron también las del inicio de su rápido declive. La razón de este declive es algo que nos  debería preocupar hoy en día, pero que preferimos no mirar el problema a la cara: la incapacidad de afrontar un crecimiento basado en un desarrollo sostenible. La población maya creció sin cesar, destinando cuantiosos excedentes a una élite sacerdotal preocupada en estudiar las estrellas y en construir grandes pirámides de piedra destinadas a sus dioses. De pronto, sus tierras se agotaron: los suelos tropicales no suelen ser buenos compañeros de la agricultura.  Al acabar con sus recursos, las guerras civiles se sucedieron. La deforestación paulatina provocó un cambio climático de dimensiones regionales; un aumento de la temperatura estimado en seis grados y una sequía permanente que acabó por exterminar a las últimas ciudades supervivientes. Varios siglos antes de la llegada de los europeos, las ciudades mayas ya estaban en ruinas. Ellos no fueron los únicos: destinos parecidos sufrió otra gran civilización antigua como Sumeria. En el fondo, los mayas tenían razón: en su destino macabro está también grabado el nuestro. Y el tiempo para no acabar como ellos se está acortando dramáticamente.
        Durante siglos de evolución cultural, los hombres han ido separándose exitósamente de un medio hostil: la agricultura supuso un antes y un después en esa evolución. Después le acompañarían otras muchas revoluciones. Pero aquello que ocasiona un triunfo sin precedentes, suele ser también una trampa mortal. Nuestra capacidad de calcular consecuencias es limitada, y la incapacidad de discernir las consecuencias de nuestros actos para las generaciones futuras se convierten en nuestra derrota final. Estamos abriendo el hoyo de la sepultura de nuestros nietos sin ser capaces de hacer nada al respecto. La única esperanza frente a este panorama reside en una revolución tecnológica que cambie el orden de los acontecimientos. Pero la revolución "moral" que podría salvarnos se antoja imposible, porque  nuestros límites biológicos son claros al respecto, y preferimos sacrificar a las generaciones futuras antes de mantener un equilibrio precario que nos mantuviera en este mundo por más tiempo. El ser humano es así de poco evolucionado.
     

sábado, 7 de enero de 2012

UNA CITA DE CONFUCIO


"Aprender sin pensar carece de sentido,
pero pensar sin aprender es peligroso"


    El pensamiento de Confucio es la encarnación perfecta del ideal conservador por excelencia, más allá de toda civilización a la que se pertenezca. El respeto a la tradición y a los lazos sociales más cercanos se convierte en la regla máxima que regula éticamente  todo este pensamiento. Nos aseguran que su alargada sombra todavía planea sobre la cultura de esa gran incógnita llamada China. Qué lejos queda de nuestro discurso moderno basado en la duda cartesiana y el "sapere aude" de Kant, en los últimos años de la Ilustración, cuando reclamaba que el hombre ha alcanzado su mayoría de edad. Y sin embargo, el señor Tiburcio está acuerdo con la cita de Confucio al menos en un sentido mayéutico: la soberbia nos puede conducir a creer saber todo sin saber absolutamente nada porque nos falta mucho por aprender. Algo aplicable a muchos alumnos de secundaria de hoy en día... 

domingo, 1 de enero de 2012

FELIZ 1933


      Ese fue el mensaje macabro que mandé por SMS al amigo Helí un minuto antes de acabar el 2011. Y es que se abre este año con un inquietante paralelismo histórico. 1933 y 2012 son fechas que comparten tenebrosas estadísticas económicas. Son cinco años de profunda crisis económica, con costes sobre el empleo desproporcionados y difícilmente asumibles para cualquier sociedad compleja y desarrollada. Son también años de una fuerte inflexión política, en el que existe un relevo político importante que decide el curso de las décadas siguientes. Sentimos que la historia se acelera y eso nos genera incertidumbre, miedo e histeria colectiva. 
       Con el permiso de los historiadores, empezando por Helí, aseguraríaque 1933 fue quizás el año más importante del siglo XX. En él se fraguaron dos proyectos políticos opuestos pero que encaraban el mismo problema de la crisis económica y el desempleo. Por un lado, F.D.Roosevelt se hacía con la presidencia de los Estados Unidos e iniciaba el New deal. En Europa, el nazismo triunfaba en Alemania. Hitler se alzaba en el Reichstag con un poder político que conduciría a la emergencia de la utopía nacionalsocialista. Dos proyectos opuestos entre sí, pero que marcarían las directrices políticas durante décadas y cuyo enfrentamiento conduciría a la catástrofe de la II Guerra Mundial.  Las sociedades de Alemania y EEUU, los dos países más marcados por la destrucción de empleo tras la crisis del 29 reorientaron profundamente sus líneas políticas y se abrieron a radicalismos desconocidos hasta entonces, aunque en direcciones opuestas: en Estados Unidos hubo una profundización de la democracia y una ampliación de los derechos de la ciudadanía sin precedentes. Roosevelt fue acusado por sus opositores de comunista y de destructor de los valores tradicionales americanos. En Alemania forma parte de la cultura mundial saber lo que ocurrió: Hitler llevó el totalitarismo hasta sus últimos extremos en una utopía racial y ultranacionalista que encandiló al pueblo alemán y lo condujo a la guerra mundial. Destruir cualquier valor democrático y liberal para salvar la crisis, el desempleo y el orgullo nacional se convirtió en un sacrificio que el pueblo alemán aceptó gustosamente. 

Roosevelt: pragmatismo creativo
en la política. Las resistencias a su programa
mermaron su verdadero alcance.

      En ambos países, la herramienta fue la misma: el descubrimiento del estado como engranaje principal de la estructura económica capitalista. Algo intuido desde la guerra del 14, pero que ahora, con la tradición liberal destruida por la crisis y con un modelo soviético emergiendo con fuerza, se convierte en un nuevo referente ideológico. Y si en EEUU esa andadura era vacilante y en 1937 hubo un momentáneo paso hacia atrás,  Alemania marca ese año su paulatina tendencia hacia una economía de guerra, que anticiparía los esfuerzos del estado durante el conflicto bélico que se abre en 1939. Y aquí también las diferencias son claves. El estado del New Deal se convertiría en uno de los inicios del estado del bienestar de postguerra. El estado nazi o soviético se transformarían en herramientas de opresión totalitaria. Dos conclusiones que aunque Hayek quisiese equiparar en su Camino de servidumbre, evidentemente son incompatibles y opuestas, tanto en sus fines como en sus medios. 

      Existen paralelismos complejos y grandes diferencias en nuestras dos fechas. En primer lugar, la crisis actual es más regional que global: afecta a economías periféricas de un centro económico que ha dejado de ser hace largo tiempo  el eje mundial de poder, aunque su inestabilidad pueda afectar considerablemente la buena salud de la economía mundial. Dentro de esas economías periféricas, la española es aquella que está en peor posición por su elevado nivel de desempleo. Se han quemado distintos cartuchos contra la crisis y vivimos un retorno a viejas ideas, impuestas desde el centro político y económico -Alemania- con la coartada de que estas políticas son lo que exigen los mercados internacionales. No somos ni Alemania ni EEUU en 1933, los dos grandes centros del poder mundial de la época. Nos parecemos más bien a economías como México o Argentina en la década de los noventa, obligadas a hacer deberes impuestos por otros, con sociedades que se empobrecieron considerablemente y que fueron sacrificadas sin lágrimas de nadie excepto las suyas. Nuestra autonomía para decidir por nosotros mismos, por lo tanto, es casi nula. 
Hitler, la solución alemana al 29: Pleno empleo
a costa del expolio judío.
     La otra gran diferencia consiste en un supuesto relevo ideológico. Si 1933 significaba apostar por el estado como regulador económico, en una práctica que tímidamente se iba imponiendo desde finales del XIX y que se aceleró con la Gran Guerra, en nuestra crisis se cierra el círculo opuesto: el considerar al estado como elemento irrelevante y negativo del sistema económico. Precisamente el fracaso de las primeras medidas contra la crisis entre 2008 y 2010 -de carácter más estatalista que liberal- ha dado alas a sus opositores políticos y económicos. Las imposiciones legislativas del déficit cero en los textos constitucionales constituyen una cerrazón mental sin precedentes en nuestra historia económica. Cuando la economía debe ser obligatoriamente pragmática, reducir nuestro instrumental de trabajo por motivos puramente ideológicos es síntoma de algo más amplio: hemos renunciado a cualquier idea creativa emergente que puede cuestionar  un sistema que se hunde sin remedio.  
  
     Y ahora pasamos al proyecto nuevo que se ofrece a nuestro país en este momento dramático: reducción del déficit y reformas estructurales. Palabras que de tanto oírlas rechinan ya en los oídos y desvirtualizan su significado. Es de manual -keynesiano o antikeynesiano- que en época de crisis un recorte drástico de la demanda agregada supone profundizar la recesión. Está muy claro que al poner el déficit público como prioridad número uno, estamos cometiendo un suicidio económico. Un suicidio sin otra elección posible, puesto que nuestros socios del norte -con un superávit considerable y amplio margen de maniobra- se han negado en redondo a buscar otras soluciones colectivas, menos dolorosas socialmente y muy posiblemente más eficaces a largo plazo en términos económicos. Es difícil echar la culpa de esto al gobierno del PP, salvo en la letra pequeña de los recortes y de la imposición fiscal, que pueden ser más o menos acertados, dependiendo del punto de vista ideológico de cada uno. Personalmente considero acertado tocar el IRPF antes que el IVA y un error garrafal reducir la inversión en investigación y desarrollo, pero como digo, esto es letra pequeña de un plan del que difícilmente podríamos escapar. 
Rajoy afronta el momento histórico más
difícil en nuestro país desde la transición.
     Sin embargo, hasta a este gobierno no se le escapa que esas medidas son extremadamente negativas para la economía nacional. Se nos está vendiendo que con reformas estructurales -como la reforma laboral- lograremos dinamizar la economía, pero eso es artículo de fe religiosa y no de manual económico. En realidad, existen muy pocas esperanzas de un cambio de modelo productivo a corto plazo, y la única forma que se nos ocurre -bajar los costos laborales para aumentar la productividad- es la menos original de todas. Puesto que no podemos emular a Finlandia, emulemos a China y sacrifiquemos buscar cualquier otra ventaja comparativa del mercado mundial excepto la regla de los salarios bajos. Renunciar a seguir apostando por la inversión en I+D+i es una verdadera declaración de principios de lo que está por venir.
     En definitiva, el estado renuncia a su papel en la búsqueda de un nuevo modelo productivo y pone la pelota en manos de una "sociedad civil" de emprendedores. A partir de ahora, la crisis económica será responsabilidad de los ciudadanos privados. Ellos serán la clave de la recuperación económica, y no el estado. Pero me pregunto si no estamos construyendo una entelequia basada en buenos deseos y si nuestra base social actual es la más adecuada para potenciar empresarios que parecen sacados de la cabeza de Schumpeter y que este mismo economista reconoció casi imposible de conseguir. Con las expectativas empresariales bajo mínimos y una confianza de consumo más baja todavía, los emprendedores se hacen escasos y huyen a otras geografías más prometedoras.
      Un hipotético fracaso del gobierno en el poder puede tener consecuencias impredecibles. Por nuestro bien, yo le deseo la mejor de las suertes. Pero nuestra sociedad está llegando a un límite de resistencia que no puede mantener por más tiempo. Y no es la sociedad de números que se manejan desde el ministerio de trabajo o economía: son personas de carne y hueso, que necesitan alimentarse a ellos mismos y a sus familias, con sentimientos e ideas volubles, y que en un estallido irracional de rabia se puede hacer ingobernable o traer ideas populistas que revienten lo que quede de consenso social. Será ese el momento en el que despertemos de nuestro "sueño dogmático" y se impongan nuevas soluciones a la fuerza. Nos lamentaremos entonces de todos los años perdidos por nimiedades y disputas irrelevantes, aunque quizás entonces ya sea demasiado tarde y la sociedad que conocemos hoy deje de existir.