Hace unos pocos días hice una salida con la bici a los alrededores de la Montaña. Iba con mochila y martillo para observar una serie de zanjas donde podría encontrar nuevos minerales para mi colección. Mi sorpresa fue mayúscula, cuando al atravesar unos prados, me encontré con unas pizarras pardas. Por curiosidad abrí un par de pizarras. Encontré unos graptolites y lo que debía ser unas conchas fósiles. Pero después, probé suerte y me encontré ni más ni menos que con un pequeño trilobites. ¡Era mi primer trilobites! Me emocioné mucho con el hallazgo. Se abrían ante mí los mares de hace más de cuatrocientos millones de años, y me sentía como un testigo silencioso de aquella época lejana. Animales extinguidos, fondos oceánicos, se reconstruyen en la imaginación. Reconocer el suelo que pisas y ordenarlo en tu mente, entender por qué hay una montaña y no un mar, por qué existe agua en tu ciudad. Saber todo esto resulta completamente inútil para mi vida diaria, pero me produce una particular relajación en mi mente. Cualquiera que lea esto lo podrá considerar una auténtica estupidez, y entiendo que esta sensación es rara entre la gente. Pero me pregunto por qué.
Aristóteles, uno de los padres de la filosofía y el primer biólogo de la historia, decía que la filosofía nace de la admiración ante el mundo. La admiración genera una pregunta, la pregunta busca un orden, y la razón intenta averiguar ese orden oculto de la realidad. Esta afirmación se la han quedado, injustamente, los filósofos para su haber personal y su disciplina académica, cosa que en la época de Aristóteles no existía: la filosofía incluía la sabiduría humana en sentido general, aunque hiciera la distinción entre las ciencias de los últimos principios, importantes por sí mismas, y las ciencias prácticas, valiosas por sus resultados. Pero la gran desgracia fue que este punto de partida, esta admiración ante la naturaleza, se perdió poco a poco entre los científicos (o mejor dicho, cuando la ciencia se convirtió en técnica). La naturaleza se convirtió así en enemiga, adversaria a controlar o avasallar. Pensemos que muchos científicos hablan siempre de ella en condiciones de “enfrentamiento”, incluso cuando les mueve a una motivación puramente intelectual, y se sienten dolidos por no resolver los últimos misterios de ella (qué es la vida, cual es el origen del universo…). A pesar de todas las cosas maravillosas que nos ha enseñado esta visión de la ciencia, nos olvidamos que provenimos de ella, que somos parte de la misma y que es hermosa de estudiar por sus propios méritos. En la ciencia se premia el dominio, el control, la utilidad económica, en último término; es inútil el conocimiento en sí, su observación.
Es por eso que la geología como afición interese a tan poca gente. Hay que hacer un esfuerzo por descubrirla, y dejarte engatusar por su orden y su belleza. Todo esto se traduce lejanamente en el sistema educativo, como siempre. Si preguntamos a un alumno de ciencias por qué ha elegido esa rama en lugar de las sociales o humanidades, intuimos que su interés por tales ciencias en ocasiones no pasa de ser anecdótico. Hay pocos científicos en nuestras escuelas, muy pocos. Y la cuestión no es puramente de escasos incentivos económicos. Puedo entender que un adolescente sienta indiferencia ante la filosofía. No entiendo sin embargo que pueda aborrecer la ciencia de la naturaleza, o que al menos no se deje maravillar por ellas. Una educación como la actual, tan volcada en el ámbito científico no puede permitirse semejante indiferencia.