Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.
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lunes, 27 de julio de 2015

FALACIAS AD VERECUNDIAM: "EINSTEIN DIJO..."


   Un vídeo viral de youtube con una gran proyección, que pasa por un argumento a favor de la existencia de Dios, y que se pone en boca de Einstein. En realidad, Einstein nunca dijo nada parecido: la cita a lo sumo puede atribuirse a San Agustín. Pero evidentemente, Einstein tiene mucha más pegada mediática en el siglo XXI que San Agustín. El vídeo además trata de forma dramática el escenario y la música, facilitando cierta forma sutil de falacia ad populum. Nos sentimos conmovidos por el inocente pero atrevido niño frente al frío y autoritario profesor. La musica de Satie acaba poniendo el último tono melancólico a toda la escena.

 
     Y hablamos hoy de una fantástica falacia que pasa por nuestro lado a cada minuto, camelándonos y exigiendo nuestra obediencia: el argumento de autoridad, o como decían los latinos, la falacia ad verecundiam. Su definición más sencilla es: "tú harás esto porque lo digo yo". Semejante simpleza puede funcionar cuando un padre le dice a su hijo pequeño lo que tiene que hacer, pero no creemos que funcione más allá de ese pequeño círculo, dicho de esta forma tan vulgar. La falacia ad verecundiam propone ir más allá. Vamos a poner una afirmación que nos interese en boca de una autoridad venerable y reconocida por todos, que permita sentar cátedra y acallar cualquier crítica.  Si Einstein, Jesucristo o Shakira nos dicen que dios existe  o que una marca de perfume es mejor que otra, por algo será. 
    Un uso relativamente aceptable del argumento de autoridad parte de la opinión de una eminencia dentro de una comunidad de expertos, basándose en los conocimientos que tiene de su campo. El mundo académico se rige por las tendencias que marcan sus líderes punteros y sentar cátedra sobre una cuestión es frecuente. Pero desgraciadamente, nos encontramos en muchas ocasiones con que este argumento no se reduce a dar una opinión formada: provoca que proyectos de investigación, grandes sumas de dinero y de capital humano se dediquen a una cosa y no a otra. Tan solo por estos detalles deberíamos ser críticos con los juicios venidos desde grandes autoridades expertas. 
     Ha habido grandes casos en la historia del uso del criterio de autoridad y quizás el más famoso sea el de Aristóteles: los intereses creados y el miedo al cambio hicieron que el redescubrimiento de Aristóteles en el siglo XIII, dando impulso a la escolástica medieval, se convirtiese en una pesada carga tres o cuatro siglos después, cuando los grandes astrónomos de la Revolución Científica tenían que ir en contra de las opiniones del maestro griego. Aseverar que la tierra se movía, que no estaba en el centro del universo o que había más de cuatro elementos iban en contra de los dogmas aristotélicos, por poco más que por su renombre como filosófo. Podríamos pensar que del siglo XVII para acá, las cosas han cambiado mucho, pero los dinosaurios y las vacas sagradas intelectuales siguen imponiendo su peso tanto como en la baja Edad Media. Desde Marx entre los comunistas hasta Friedman o Hayek entre los economistas libertarios, siempre hemos encontrado guías citados como profetas. Incluso a pequeña escala, la dinámica social del trabajo intelectual (la necesidad de vivir en redes significativas de aprendizaje) empuja a menudo a destruir la creatividad individual y ceder ante el criterio de autoridad de un jefe de departamento universitario.



     El Nombre de la Rosa de Umberto Eco ha sido una de las obras que mejor ha tratado los errores del principio de autoridad, y las causas subyacientes a los que lo promulgan. Un alegato ilustrado que acaba en una tragedia -la destrucción de la biblioteca por un incendio- demasiado parecido a las hogueras del III Reich. 
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      Pero nuestra falacia va mucho más allá de esta esfera de la comunidad intelectual. La falacia ad verecundiam se extiende y vale para justificar cualquier cosa ante el gran público, basándose no ya en el conocimiento del autor citado, sino meramente en su fama y proyección. Así, por ejemplo, Einstein, gran eminencia gris de la física, es citado para casi cualquier campo de la vida, y basta su presencia para dar brillo a una idea filosófica (de la que a veces poco o nada dijo). No hay un intelectual más citado en la red: haciendo un rastreo por internet nos encontramos con que hay más de once millones de entradas con citas de este autor. 
     Einstein tiene su puesto merecido en el paraíso de la citas que marcan autoridad. Pero hay otras muchas formas de alcanzar la fama, y esta marca autoridad sobre el resto de los hombres: la publicidad lo usa continuamente como recurso básico en el márketing. El mero hecho de presentar un producto junto a alguien conocido da una falsa confianza en el consumidor. Pero siempre nos podemos preguntar, por ejemplo, qué sabe el tenista Nadal sobre seguros de vida, para dejarnos llevar por su consejo.   

    Y por último, tenemos la visión más disparatada del argumento de autoridad. Dar argumentos y ponerlas en boca de gente para darles más fuerza y prestigio. Podríamos pensar que esto es una cosa del presente, dado el número de citas falsas que podemos encontrar en internet, pero en el fondo, es tan antiguo como el comer. Confuncio o Pitágoras son ejemplos de maestros de escuela encumbrados por lo que sus discípulos dijeron de ellos, firmando con el nombre del maestro todos los escritos de la escuela. Platón los sobrepasó a todos cuando toda su producción filosófica, sin excepción, la pone en boca de su maestro Sócrates. Hoy en día Internet ha multiplicado los rumores y las falsas citas en boca de las celebridades históricas. Pensemos en el vídeo que está expuesto más arriba, un ejemplo entre otros muchos de lo que Einstein nunca dijo. 
     Es este ejercicio de autoridad algo tan negativo? Uno tiende a pensar que no hay que dramatizar la situación, y tan solo tener buena vista, separar lo interesante de lo que no lo es: para superar la falacia ad verecundiam, hay que analizar el argumento presentado, y no basándose en quien lo dice.  A fin de cuentas, no creo que alguien ponga en duda la legitimidad de la siguiente frase de Lincoln, que por supuesto nunca dijo: 


   

martes, 23 de junio de 2015

FALACIAS EN LA CRISIS: ARGUMENTOS AD HOMINEM

      Y he aquí la gran falacia del lenguaje informal. La más universal, aquella que usan tanto los grandes retóricos en un congreso de diputados como los más humildes que no sepan escribir la o como un canuto, y que por supuesto, no tienen ni idea de estar cometiendo una falacia. La falacia ad hominem es la descalificación personal, graciosa, agresiva, hiriente o patética, que logra hacernos olvidar el argumento de nuestro adversario o nuestro propio argumento. Puede partir de un insulto al físico de nuestro oponente: "el coletas", para hablar despectivamente de Pablo Iglesias, "los perroflautas" como se mencionaban a los manifestantes del 15M, o el apelativo de "facha fascista" en cuanto sacamos una bandera española. Muchos de los que usan estos lindos apelativos apenas tienen una idea lejana de lo que pueden defender estos colectivos, pero indudablemente a partir de la apariencia y estereotipos ya formulamos juicios absolutos y apresurados. "Las políticas del Coleta nada bueno pueden traernos. Basta mirarles cómo van vestidos", pueden decir nuestros abuelos más rancios, sometidos a los viejos cánones y al cañoneo mediático. Juicios algo difíciles de erradicar de nuestros cerebros envejecidos o con escaso uso. 

Un artista del insulto: Jiménez Losantos
     En realidad la apelación al insulto es algo tan inherente al ser humano que resultaría muy difícil no acabar una conversación algo caliente sin caer en este tipo de falacias, sobre todo cuando uno pierde los papeles. Incluso podríamos decir que el argumento ad hominem da viveza a nuestro discurso cuando se utiliza con sutilidad o en contextos desenfadados. Alfonso Guerra hacía temblar a sus adversarios porque el giro que daba a sus argumentos ad hominem llegaba a ser tan diestro que sus palabras más hirientes hacían que el auditorio se partiese de la risa. Pero la falacia ad hominem se hace insostenible cuando todos los argumentos que esgrimimos se sostienen solamente en el ataque personal. Y desgraciadamente, tenemos muchos ejemplos en nuestro entorno político y personal. Si tomamos a Jiménez Losantos la falacia ad hominem se conjuga con un halo de resentimiento y odio que provoca una fuerte animadversión hacia este periodista. A Pablo Iglesias le espeta en mitad de un argumento que "con esa pinta de nazareno, vas hecho un barrabás". A Iker Casillas lo llama "cáncer en el equipo"; "Rajoy fuma porros, si es más tonto, nace oveja"... La lista es larga.



    Basta el ejemplo que presentamos abajo para observar cómo en el mismísimo Congreso de los diputados, los oradores acaban haciendo de su discurso un insulto hacia sus contrincantes políticos... y hacia nuestra inteligencia como ciudadanos.


Argumentos "ad hominem": 
insultos del señor Pezzi, diputado por el PSOE en Málaga. Una de las intervenciones políticas más impresentables que hemos encontrado en Youtube. Este señor insulta a otro diputado y esgrime además la libertad de expresión como justificación al insulto. Cuando es contestado por la presidenta Celia Villalobos replica con otra falacia (el hombre de paja y tu quoque) que permite desviar la atención de la reprimenda, todo esto con mucha desfachatez y con un supuesto humor andaluz. Con semejantes políticos, es evidente que los grandes partidos tienen que purgar de sus filas a elementos de esta índole. 

viernes, 12 de junio de 2015

FALACIAS EN LA CRISIS: ARGUMENTOS AD POPULUM (SENTIMIENTOS)


     En este histriónico discurso, el presidente de Venezuela Nicolás Maduro da muestras de un excesivo abuso de falacias informales. Argumentos ad hominem (ataques personales a Rajoy y a los españoles), argumentos ad populum (apelación a sentimientos nacionales), e incluso un argumento ad verecundiam (argumento de autoridad apelando al gran maestro Hugo Chávez al final). Todo un despliegue de retórica bastante poco sutil que hace sonreír a más de uno.


    Basta mirar este vídeo sin desperdicio para entender bien la falacia ad populum. Este tipo de falacias apelan a los sentimientos personales del público (odios, rencillas y amores) como defensa de un argumento propio o ataque hacia el adversario sin realmente hacer hincapié en sus argumentos. Esta es una herramienta típica en los políticos populistas americanos. Maduro es quizás su cara menos sofisticada y la más desesperada, uniendo el insulto con constantes apelaciones patrióticas hacia el pueblo venezolano. Al final del vídeo no sabemos qué narices le hemos hecho a la libertad de los venezolanos y ni mucho menos, se aporta algo del complot urdido arteramente desde Madrid y Washington, pero indudablemente, acabamos sabiendo quién es Simón Bolívar y la gloriosa independencia del pueblo venezolano y lo perversos que hemos sido los españoles en nuestra historia. 

    Como decimos, el discurso de Maduro suena más bien a pataleta mayúscula de quien se sabe atacado y acorralado. Sin embargo, ha habido auténticos expertos en la historia que han sabido manipular los sentimientos de la gente en su propio beneficio. Por poner un ejemplo un poco más alejado de nosotros que el régimen bolivariano, y por supuesto mucho más refinado: ¿Qué argentino podrá olvidar en su historia a Evita Perón, auténtica prestigiadora del populismo latinoamericano?  Tan solo con rastrear un minuto por internet algunas de sus frases para darse cuenta de cómo lograba camelarse al argentino medio:

        


    Y lo más llamativo del caso es que no hablamos de imágenes colgadas hace años. Evita Perón está todavía sorprendentemente en el corazón de muchos argentinos y Cristina Kichner sigue haciendo referencias a la heroína más grande y conocida que nos ha dado Argentina. En otra de las citas referidas a Perón, la mismísima Margaret Thatcher envidiaba a Evita, cuando decía que "Si Eva Perón ha llegado tan lejos, sin tener ideales, ¿a qué podré llegar yo, que sí los tengo?". Indudablemente, el pueblo inglés no se deja llevar tanto por los sentimientos como los lacrimógenos latinos, pero la Thatcher supo apelar al sentimiento del viejo imperio inglés para su guerra de las Malvinas, precisamente contra los argentinos, allá por 1981. 

    De todas formas, nosotros no somos inmunes a ese tipo de apelaciones sentimentales, y tenemos buenas representaciones del mismo en nuestra propia historia. ¿Acaso nos hemos olvidado de esas grandes manifestaciones poco antes de la muerte de Franco, en la que la gran patria española rechazaba con orgullo toda sanción de la ONU o de la comunidad europea? Antes morir solos que bajo las correas de las naciones unidas, manipuladas sin duda alguna por una conjura judeomasónica, tan al uso por el franquismo más anacrónico y decadente (estábamos ya en octubre de 1975). El discurso no tiene desperdicio alguno y merece no olvidarlo de la historia de España: 


  Naturalmente, el "Arriba España" no puede faltar, como está bien mandado en los cánones de las falacias ad populum. Conviene no olvidar estas escenas de exaltación patriótica, gritos y lágrimas abundantes, cuando el ascenso del populismo ligero y suave de Podemos y demás actores políticos de la crisis usa más sofisticadamente todos estos argumentos, sustituyendo por supuesto el fascismo por la crisis y la lucha social, pero sin dejar de llamar continuamente al pueblo. A lo mejor resulta que Pablo Iglesias es seguidor no de Marx ni de la socialdemocracia, sino que es el fan número uno de Evita Perón. A lo que alguien podría comentar que cualquier medio es adecuado (como usar estas falacias), si el fin lo merece. 

sábado, 30 de mayo de 2015

FALACIAS EN LA CRISIS: FALSAS ANALOGÍAS

    

       
    Entramos en una de las falacias típicas de los buenos retóricos y oradores: la falsa analogía. Dicho de forma sucinta, una falsa analogía se produce cuando hay una identificación entre dos objetos o realidades partiendo de características externas poco relevantes. 
      En muchas ocasiones, una falsa analogía empieza de forma correcta, aplicando la semejanza a la característica común. Podríamos decir:

     "Los seres humanos somos como hormigas viviendo en grandes comunidades."                                                        

       Pero podríamos incurrir rápidamente en una falsa analogía cuando asegurásemos, en una perspectiva fascista o totalitaria, que los hombres pueden eliminarse como se elimina un insecto. Echemos un vistazo a una frase que podría ser digna de Hitler o Stalin:

    "Los seres humanos somos como hormigas viviendo en comunidades, fácilmente sacrificables y reemplazables por sus iguales."                                                                        

      Partiendo de una analogía cierta, pasamos ahora a una analogía falsa. El hecho de que hombres y hormigas sean animales sociales y gregarios no significa por ello que tengan su misma dignidad moral.  
   Una analogía discutible muy característica en el pensamiento económico liberal para justificar el equilibrio presupuestario durante la crisis fue identificar el gasto del estado con el de una casa particular. Esta es una de las más populares en la red, pronunciada por Rajoy y su cortejo de economistas:

   "La economía de  un país es como la de una casa particular: no se puede gastar lo que no se gana".                                            
    Ciertamente esta analogía puede tener un carácter pedagógico en condiciones de endeudamiento extremo. Pero no se nos tiene que olvidar su carácter falaz. En realidad el estado no es la casa de un particular y sus posibilidades de financiación pueden ser mayores considerando su aval y no solo el dinero disponible en un momento dado. Si esto no fuese así, dejaríamos de emitir deuda pública de inmediato, y el flujo de crédito dejaría de existir. Podríamos comparar al estado también con una empresa que pide un préstamo para expandirse o ser más productiva, pero los liberales prefieren no usarla, quizás porque entiendan el estado como ejemplo de gasto improductivo y no que estimule el crecimiento, o porque sencillamente no les interesa ideológicamente hablando. 
     Resumido todo esto de forma más concisa: las analogías, en definitiva, son buenas, en la medida en que no acabemos por abusar de ellas y las convirtamos en el eje de nuestro argumento.


       ¿Hay que rechazar el pensamiento analógico?
   
   ¿Podríamos pensar que las analogías no nos valen porque nos pueden conducir a errores? Esto sería quizás ir demasiado lejos. Su poder pedagógico es enorme, y es precisamente su abuso lo que las puede hacer peligrosas. El pensamiento analógico es extremadamente poderoso. Los griegos no dejaron de ser fundadores de las analogías, creando poderosas imágenes explicativas de la realidad. A falta de método científico, el comparar apariencias externas se convertía en las pruebas necesarias para demostrar la veracidad de nuestros argumentos. Basta leer a Heráclito para darnos cuenta que el carácter dialéctico de la realidad y el universo (su continua lucha y cambio) se justifica con una cascada de analogías de la vida cotidiana humana, desde la noche y el día, hasta el arco y la lira. 
     Esta interpretación analógica de la realidad se prolongó durante toda la Edad Media. Buena parte de los filósofos de esta época construyeron extraños sistemas de pensamiento basado en analogías que hoy nos parecen inverosímiles pero que en su coyuntura histórica tenían atractivo y enorme poder de convicción. 

      Pero con el advenimiento de la Edad Moderna, los pensadores empezaron a ser más críticos con estas identificaciones apresuradas. Hume fue de los filósofos más radicales en reconocer analogías disfrazando argumentos filosóficos serios. En su crítica a las pruebas de la existencia de Dios, el escocés veía en el argumento del diseño inteligente (expuesto por Paley) una mera analogía de la que no podíamos extraer ninguna conclusión seria. 

    "El mundo y Dios es como un reloj y su relojero. No se pueden entender hechos por el azar, sino por una mano artesana." 

    Pero para Hume, el hecho de comparar la complejidad de un reloj con la de la naturaleza, y la necesidad de encontrar un relojero o creador universal que permitiese explicar la complejidad de ambas cosas, no es una prueba racional a favor de su existencia. No podemos comparar un reloj con la naturaleza puesto que son realidades completamente diferentes, y por tanto Hume veía el argumento más famoso a favor de Dios con total escepticismo. No hace falta decir aquí que el argumento del diseño sigue causando polémica en nuestros días, pero sin tener demasiado en cuenta la crítica filosófica de Hume.  
    La analogía y la metáfora vuelven a gozar de auge gracias a Nietzsche, pero también con limitaciones claras. Una analogía no es más que una imagen, sin valor objetivo alguno más allá del que le pueda otorgar el sujeto que considera dicha imagen. Es difícil no estar de acuerdo en cierto grado con la idea que toda la filosofía occidental es la historia de metáforas o incluso la de una sola, la metáfora del mundo verdadero, como sugiere Nietzsche, la búsqueda de la verdad como la historia del error más largo.  

sábado, 23 de mayo de 2015

FALACIAS ELECTORALES (V): EL FALSO DILEMA

     El curso electoral nos invita a hablar de esta falacia, sin duda una de las más usadas por nuestros políticos en estos momentos de incertidumbre para sus partidos respectivos. ¿Quién no habrá escuchado la amenaza de "quién no me vote a mí, vota a X" (llámese casta, crisis, ineficacia, corrupción, etc...)? Los políticos alteran la sangre con lo que se llama en lógica la falacia del falso dilema o del tercero excluido.  
     Pongamos un ejemplo sencillo electoral. Haciendo una búsqueda de un par de minutos, nos encontramos en un blog del PP, al alcalde de Petrel, una pequeña ciudad de Alicante, sugieriéndonos la falacia: "NO VOTAR AL PP ES ABSTENERSE O VOTAR A LA IZQUIERDA RADICAL". En este dilema quedan claramente excluidas otras posibilidades que sí están dentro del panorama electoral, incluyendo la de votar a la extrema derecha. Pero todo eso no interesa: cuanto más simplificado esté el panorama electoral, cuanto más maniqueo suene todo (o estás con los buenos, o formas parte de las perversas fuerzas del mal), mejor lo tendrán algunos de nuestros políticos. 
    No pensemos que esto es patrimonio ideológico de los conservadores. El partido de Pablo Iglesias usa igualmente esta falacia, apelando a que "o votamos el cambio (Podemos) o votamos por el recambio". Evidentemente a la formación de Podemos no se le escapa que algún partido (nuevos como Ciudadanos o alguno viejo), esgrima al igual que ellos algunas de sus ideas fundacionales, como la lucha contra la corrupción, y que esté ya sufriendo un trasvase de votos hacia esos partidos más moderados.
     Rastreando un poco más, un caso histórico de esta falacia lo tuvo el presidente George Bush, en sus guerras preventivas del Golfo en nombre de la lucha contra "el eje del mal". Nunca había quedado tan evidente un falso dilema. Bajo el clima enrarecido posterior al 11S, el dilema era o formar una coalición militar contra el mal o quedar a merced de los terroristas. No había otra formar de lucha, ni otra solución intermedia. Para ello no tuvo ningún reparo en atacar Irak con la suposición de hallar armas químicas en almacenes ocultos, y evitar cualquier otro posible acercamiento mediador al conflicto. Una década después, Irak prácticamente no existe y se ha proclamado el Estado Islámico. Evidentemente, no queremos incurrir nosotros en la falacia de la causa compleja, y el Estado Islámico es consecuencia de más cosas que de una decisión militar basada en un falso dilema. Pero de aquellas aguas, estos lodos, como suele decirse.

lunes, 21 de enero de 2013

FALACIAS EN LA CRISIS (IV): LA BOLA DE NIEVE



FALACIAS EN LA CRISIS (IV): LA BOLA DE NIEVE

Doberman 1996 o la bola de nieve en el discurso electoral.
Estoy seguro que más de uno de los lectores ha escuchado alguna vez el siguiente argumento de los nacionalistas centralistas más recalcitrantes: “Nunca deberíamos conceder la independencia a País Vasco o Cataluña, puesto que después le seguirían Galicia, Andalucía y así hasta todas las demás comunidades autónomas, hasta que esto acabase siendo un caos”.
Semejante argumento escenifica muy bien la falacia de la bola de nieve. De un acontecimiento determinado, extraemos unas consecuencias sumamente negativas (o sumamente positivas) que en realidad son imposibles de extraer de la primera premisa, pero que hacen el argumento más atractivo o menos. En este caso, resulta muy aventurado deducir que el resto de las comunidades autónomas busquen su propia independencia si las llamadas “comunidades históricas” tomasen el camino de la autodeterminación. Sería al menos igual de probable que el resto de las comunidades, liberadas del lastre que suponen las autonomías centrifugadoras, devolverían al estado central algunas de sus competencias que son demasiado costosas o impopulares para su autogobierno. Sin embargo, las consecuencias catastrofistas las ponemos en primer lugar para evitar tomar una decisión cuyas implicaciones en cualquier caso son mucho más abiertas. 
En otra ocasión, un conocido lanzó un juicio parecido: “si legalizan el matrimonio homosexual, todos nuestros hijos acabarán siendo gays y lesbianas”. Nuevamente, de una premisa determinada lanzamos unas consecuencias falsas. El hecho de una mayor permisividad hacia la homosexualidad, no quiere decir en ningún momento que tengamos que perder nuestra orientación sexual.
Igualmente, la bola de nieve es un pensamiento típico de personas obsesivas y desconfiadas. Un individuo dominante y celoso de su pareja pone en marcha su pensamiento y deja que un chaparrón se convierta en un auténtico huracán dentro de su cabeza. Si mi mujer trabaja, conocerá hombres. Si conoce hombres, seguro que encontrará a alguien interesante del que se enamorará. Entonces me dejará o tendrá un amante. Evidentemente, a este enfermo no se le pasa por la cabeza que a lo mejor su pareja tiene razones de peso para estar con él y que no desea abandonarle.  

Llevados a la política, esta es una falacia típicamente inmovilista y basada en el miedo a consecuencias imprevistas que imaginamos. Por ello se intuye que siempre ha sido muy del gusto de los conservadores de todo tipo, ya sean de izquierdas o de derechas. En época electoral, el miedo a la derrota empuja a lanzar presagios negros si vence el enemigo. El temor a lo desconocido estimula los mítines y los augurios hiperbólicos. Cuando Franklin Roosevelt presentó el New Deal por primera vez fue acusado por los conservadores como instigador de una política que acabaría conduciendo al comunismo e incluso el programa político fue llevado a los tribunales. Los dogmáticos del viejo canon liberal veían consecuencias terroríficas  al abandonar el libre mercado y el equilibrio presupuestario. Igualmente, el temor “comunista” ha saltado entre los miembros del Tea Party cuando Barak Obama deseaba discutir el techo de gasto en su campaña electoral.
Por poner casos cercanos a nuestra historia nacional, la “derrota dulce” de los socialistas de 1996 fue entre otras cosas causada por haber estimulado un discurso del miedo y la famosa figura del Doberman, símbolo de la dictadura nazi. La “bola de nieve” se escenificó en un hipotético triunfo de la derecha que traería la destrucción del bienestar producido durante trece años de gobierno socialista, la involución cultural, el final del progreso, el retorno de los ricos. Al final se vio que los conservadores trajeron crecimiento económico y empleo (algo de lo que quizás nos arrepentimos ahora, pero no entonces); en las siguientes elecciones la población había perdido el miedo y dieron una mayoría absoluta a los populares.  
Más cerca de nosotros, se nos ha repetido que el triunfo de los socialistas conduciría a una explosión de gasto que acabaría degenerando en un populismo chavista. Igualmente los socialistas auguraban el desmonte del estado del bienestar si ganaba la derecha. Esto está ocurriendo, pero tengo una razonable duda de que esto habría pasado igual de haber ganado la izquierda y que la derecha no lo está haciendo a gusto porque tiene un fuerte coste electoral (muy posiblemente al sector ultraliberal le gustaría un desguace a largo plazo, no en un par de años).  
Sin embargo, en la historia ha existido una institución que la ha usado con especial violencia a la hora de defender sus propios principios: pasamos del miedo a la auténtica paranoia obsesiva. Las distintas religiones del mundo y especialmente sus sectores “ultras” conservadores son los que con más frecuencia han usado la falacia de la bola de nieve para oponerse a cualquier cambio social peligroso para sus ideas. Como si se tratase de un marido posesivo y dominado por los celos, la incertidumbre machaca su cerebro y estimula la bola de nieve: cualquier concesión que hagamos al enemigo nos llevará a largo plazo hacia nuestra destrucción.  
Desde los comienzos de nuestra vida democrática, tronaban los sectores más inmovilistas contra la legalización del divorcio, porque suponían que acabaría con los valores de la familia tradicional: y es que se empieza por una cosa y se acaba destruyendo la sociedad entera… nos decían entonces. Desde el año 1981 con cada conflicto social o cultural –y la lista es bastante larga: aborto, bioética, eutanasia, leyes educativas, matrimonio homosexual- la iglesia ha pronunciado presagios de mal agüero y ha amenazado con la condena y caída total de la sociedad en una cadena de consecuencias catastrofistas y perversas. Al final, acabamos dándonos cuenta que las cosas nunca son para tanto, pero el miedo ha hecho el resto. Piensen por ejemplo lo que se decía de Educación para Ciudadanía, completamente asustados porque se mencionaban a las familias homosexuales. Como si una hora de clase a la semana pudiera tener consecuencias trágicas para nuestros jóvenes adolescentes. Si esto fuera así, los profesores deberíamos estar de enhorabuena, porque querría decir que la educación tiene una extraordinaria capacidad de influencia en las conciencias de nuestros jóvenes. Sin embargo, todos sabemos que esto es completamente falso y que ha sido una exageración infame en la que además se cuestionaba la profesionalidad de los educadores. 
Parece ser que en definitiva, el miedo estimula la imaginación, y la imaginación hace borrar cualquier atisbo de racionalidad en nuestro entendimiento. Como decía el venerable maestro Yoda en la Guerra de las Galaxias al joven Anakin Skywalker: el miedo nos lleva a la ira, y esto nos conduce tarde o temprano a la destrucción y el lado oscuro de la fuerza.

sábado, 5 de enero de 2013

FALACIAS EN LA CRISIS (III): TU QUOQUE



Dejamos por un tiempo las falacias causales y vamos a otro tipo de falacias más extendidas y reconocibles: los argumentos ad hominem. Estas consisten en responder a un argumento atendiendo no a variables internas del problema, sino atacando personalmente a nuestro contrincante sin tocar el argumento en cuestión. Aunque hay muchas variaciones sobre la misma falacia, hoy empezamos con una del gusto de la clase política. La falacia tu quoque (tú también) es una de las más extendidas entre ese colectivo: Cuántas veces no habremos escuchado de nuestros políticos esta frase: “Ustedes hicieron las cosas peor que nosotros… gastaron más… eran más corruptos…” y suelen concluir de forma lapidaria con “no tienen legitimidad para contestarnos nada…”. En fin, típicas respuestas de quienes están en el poder, dando igual su ideología. Pero no hay que equivocarse: la falacia tu quoque es una falacia universal, ampliamente empleada en todo tipo de discusión. Piensen por ejemplo, la última discusión con un amigo o con una pareja. Una ofensa se responde con una imputación de lo mismo a nuestro adversario, a ser posible de peor grado. A la acusación “no has recogido la cocina”, más de uno responde, “sí, pero tú ayer no sacaste al perro”, y acabamos sacando a la suegra, y hasta al butanero si me apuras en la discusión. Solo cuando el enfrentamiento pierde calor, solemos caer en la cuenta de las tonterías que hemos dicho y volvemos a enfocar el problema con más tranquilidad. Nos cuesta reconocer nuestros propios errores, y nos defendemos señalando los ajenos.

Pero vamos a la política y a nuestra crisis. Rastreando por internet los entresijos de corrupción, observamos cómo los portavoces de los partidos se llevan la parte del león en el uso de estas falacias. No suelen ser escuchadas de boca de mandatarios, porque esto les degradaría en seguida, y prefieren dejar la caja de truenos hacia sus segundos, que parecen desmelenarse delante de un micrófono y dar rienda suelta a sus instintos bajos. Empezamos por una cita clásica: “otros hacen lo mismo”. Un profesor de secundaria está cansado de escuchar esa muletilla en clase en tono exculpatorio, por parte de un alumno al que le acabamos de culpar de algo, pero el mundo adulto no reacciona mejor que el adolescente. En el caso Mercurio, el portavoz del PSCE defendía a Daniel Fernández, diputado núm.2 del congreso por PSC, de sus imputaciones por corrupción: “Estar imputado no es estar inculpado o ser culpable de algo (…) existen otros cargos de personas imputadas que no han renunciado a sus cargos públicos”. En el mundo de la política lo primero es defendible (hasta cierto punto de sentido común, no como lo hacía por ejemplo Camps). Pero lo segundo ya sobra y huele a chamusquina. Naturalmente, uno no puede justificarse diciendo “los demás hacen lo mismo”. Es como imaginarse el ladrón de un banco que es pillado por la policía y en su defensa dice: “otra gente hace igual que yo, no entiendo la mala sombra de usted por detenerme a mí”.

Los ejemplos son de sainete tragicómico, y basta con seguir cualquier enfrentamiento político entre nuestros dos partidos dominantes para darse cuenta que la mejor defensa siempre es el contraataque rastrero. Hace un año, cuando un dirigente del PP era preguntado por el caso de la trama Gürtel, éstos no tardaban en terminar hablando de los ERES de Andalucía, y al contrario. Estos diálogos de sordos llegaron al congreso de los diputados en un ejemplo de cómo nuestros políticos se devanan los sesos para acusarse unos a otros. Lo único positivo de este juego era que tanto unos como otros actúan como controladores de su adversario (si esto no se cumple, será mejor que dejemos las poliarquías democráticas de lado). Pero tenemos casos más recientes para echarse a reírse (o llorar) sobre nuestra clase política: la última y agria discusión entre PSOE y PP en Castilla La Mancha en torno a su presidenta autonómica.

Hace pocos días, Cristina Maestre, portavoz del PSOE en Castilla La Mancha, hace una fuerte crítica contra Cospedal por sus sueldos multimillonarios, “la política mejor pagada de España y la que más recortes ha impuesto a los cuidadanos”, con sueldos superiores a los del príncipe, el presidente de las cortes y del senado. Lógicamente, los sueldos de la Cospedal se lo habían brindado en bandeja y la ciudadanía tiene derecho a preguntar dónde queda la ley de incompatibilidades o plantear un techo de gasto para nuestra clase política dirigente. Pero evidentemente, el PP prepara una reacción.

En respuesta a su contrincante, Carmen Riolobos lanza un furibundo ataque contra el presidente de la ejecutiva regional del PSOE, al que acusa de cobrar todavía más que la propia Cospedal, y que sentencia: “es ingenuo que  un encubridor y comparsa de las tropelías del anterior presidente, culpe ahora a Cospedal de las insensateces que ellos han cometido”.  Y naturalmente, al final del discurso llega la puntilla final que pretende terminar el ataque: “ni García Page ni los dirigentes del PSOE tienen autoridad moral para, después de dejar a esta región en una situación lamentable, criticar a un Gobierno responsable y sensato que está poniendo soluciones”. Es decir, tú, que has sido un desastre, no tienes derecho a abrir tu boca cuando yo meta la pata. Relativo empate técnico con satisfacción para ambos. Hemos jaleado el cotarro, ya tenemos titulares para los sucesivos días, y así hasta la próxima.

 Y así ad infinitum. Hasta que lleguen a la tumba o se les acabe el chollo de la política. Uno se pregunta si ninguno de los dos se ha planteado que su posición es en todo punto imposible de mantener. Si no habría que hacer una reducción drástica de sus sueldos no como medida de ahorro, sino como ejemplo moralizante para el resto de la sociedad. Pero no tenemos interés en llegar a estas conclusiones, sino en mostrar cómo funcionan las falacias. Así que de este asunto, cada cual que piense la solución que le apetezca, que ya enjuiciaremos para otra ocasión.

domingo, 30 de diciembre de 2012

FALACIAS EN LA CRISIS (II): CONFUNDIR CAUSA CON EFECTO

     Pasamos a la segunda falacia relativa a las relaciones de causalidad que vamos a analizar aquí: la CONFUSIÓN ENTRE CAUSA Y EFECTO. En la vida cotidiana, somos capaces de reconocer esta relación con claridad. Si vemos la hoja iluminada en la fotografía de al lado, será porque tenemos un foco debajo que permite reconocerla en la oscuridad y no al contrario. Sin embargo, esa relación no siempre es tan obvia, y puede resultar que nos digan que A implica B, cuando en realidad lo que ocurre es que B implica A. Por poner un ejemplo irrelevantes: no hay nubes negras porque caiga agua del cielo. Más bien, si cae agua del cielo es porque habrá nubes de lluvia previamente. Este ejemplo de sentido común se puede hacer mucho más complicado cuando tenemos hechos más complejos que explicar.
      Aplicada a nuestra Gran Recesión, la confusión de causa y efecto es una de las falacias que puede tener un tinte ideológico más elevado, por sus fuertes implicaciones en algunos de sus casos para justificar las teorías liberales dominantes y la llegada al poder del partido conservador. Efectivamente, hemos escuchado (por activa y por pasiva) que la causa fundamental de nuestra crisis ha sido el desbocamiento del gasto estatal y la creación de un déficit público imposible de mantener. Fue una proclama continua durante la época electoral de hace un año y lo sigue siendo en los medios de comunicación conservadores de este país. En ese tiempo, Zapatero fue hecho responsable de la mitad del endeudamiento público español.  El estado ha gastado mucho más de lo que podía permitirse y en consecuencia estamos obligados ahora a hacer una serie de recortes dramáticos sobre los servicios públicos que han puesto a medio país (solo a medio a país) en pie de guerra. Estas son tesis que se remontan a la revolución conservadora de los años ochenta, de la mano del monetarismo de Milton Friedman y la escuela austríaca de Hayek entre otros papás intelectuales, y que han sido utilizadas cada vez que ha habido una crisis fiscal seria por problemas muchos más complejos que el mero sector público.

     Sin embargo, en nuestros días esta tesis cada vez tiene un sustrato más débil sobre el que afirmarse. Es cada vez más difícil demostrar que el aumento de gasto público en épocas precedentes y por una decisión puramente política haya sido la causa directa de nuestra situación actual, frente a otro tipo de causas externas y previas que han explicado el incremento del déficit. Por poner cuatro principales: 
     a) el desplome de los ingresos, causado por la caída de la actividad económica.
    b) La absorción de la monumental deuda privada, especialmente de los bancos que han tenido que ser rescatados con dinero público por culpa de la burbuja inmobiliaria. Solo bankia necesitó 23000 millones de euros.
   c) Los ajustes automáticos que provocan un aumento del gasto a causa de la crisis (gastos por el seguro de desempleo, por ejemplo, al aumentar drásticamente el número de parados).  
    d) las dificultades de financiación internacional, por culpa de la inestabilidad del mercado de la deuda.
   Es decir, para los críticos con la tradición liberal (Vicens Navarro o el grupo de Economistas aterrados, por ejemplo) la crisis actúa de explicador del déficit público, y no al contrario. Tan solo la última tendría un carácter de coimplicador (uno refuerza a otro y viceversa). 
     En cambio, los defensores a ultranza de la tesis liberal, sostienen que las principales causas del déficit público (y por tanto de la crisis) han sido especialmente tres, y ambas con un origen político:
    a) Servicios sociales demasiado generosos, creados por décadas de socialdemocracia en nuestro país, que han contribuido a una espiral de gasto público, el paternalismo estatal y una cultura de la subvención y de falta de iniciativa privada.
    b) Una estructura territorial administrativa  basada en las comunidades autónomas que ha provocado un aumento del despilfarro de recursos públicos, por culpa de la duplicidad de administraciones y del aumento del conjunto de la clase política. 
    c) Unas políticas keynesianas de reactivación económica basadas en la expansión del gasto público (el plan E de 11000 millones de euros, por ejemplo, durante los dos primeros años de la crisis) y el abandono de políticas de rigor de gasto (que llevó al cese de Solbes como ministro de economía).
    Los liberales, al usar casi exclusivamente estos tres argumentos, incurren en otra falacia lógica que ya hemos explicado, la apelación a la CAUSA SIMPLE y que aquí prácticamente consiste en ocultar o no tener en cuenta información relevante para ofrecer una explicación más satisfactoria de un hecho. Pero siendo justos aquí, convendría pensar si parte de sus opositores políticos e ideológicos no han hecho lo mismo con sus propios argumentos.
    A pesar de este indiscutible uso de falacias, nos podemos preguntar cuál es todavía la responsabilidad de los dirigentes de este país en la última década, para afirmar que el déficit público es causa directa y no consecuencia de la crisis. El que escribe (que en el fondo almacena prejuicios liberales) tiende a pensar que los gobernantes de las dos anteriores legislaturas no gestionaron bien los años de bonanza, y proclamaron una huida hacia adelante, tragándose su propia mentira de que la economía iba a seguir en la dirección adecuada por siempre y que el superávit había sido por méritos del gobierno y no por una mera circunstancia excepcional que tardará en repetirse en nuestro país. Esto provocó un aumento del gasto irresponsable que era tapada por unos ingresos desmesurados e irreales. En cualquier caso, el espejismo afectó a toda la sociedad y no solo a los dirigentes políticos, y fue alimentado por los que ahora se autoproclaman víctimas, como el sistema bancario. Por otra parte, no fue esta la primera vez de un espejismo económico: ya en España sufrimos una decepción semejante en la época de la I Guerra Mundial. Y entonces, al igual que ahora, perdimos la oportunidad de convertirnos en un estado saneado y con un crecimiento económico equilibrado.
    Pese a que esto último suene a rectificación, no tenemos que olvidarnos de la tesis primera. El déficit es consecuencia y no causa de la crisis, y es algo tan claro como la hoja que se iluminaba por causa del foco, como explicábamos al principio. Si esto no se ve, habrá que preguntarse por qué, y a qué intereses puede obedecer.