Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

sábado, 24 de enero de 2015

PABLO IGLESIAS, ROBESPIERRE Y EL OJO IZQUIERDO DE DIOS

   

No se lleven a engaños: detrás de Podemos no está Marx, ni Stalin ni el chavismo (todos ellos aliados ocasionales), sino Rousseau. Sus ideales fueron seguidos a veces por democrátas furibundos que acabaron quemándose en sus propias hogueras, pero que también transformaron el mundo.



Otro señor con coleta y gran carisma, con un discurso implacable, azote de privilegiados y representante de la virtud pública: Robespierre, "el incorruptible". Salvador de la revolución, y creador al mismo tiempo del terror y del jacobismo francés. Un personaje fascinante, pero que da miedo.
 Y la pregunta del millón: ¿Acabará siendo este hijo de Rousseau un pequeño Robespierre?
El futuro está abierto.


    Estaba en mi clase tranquilamente dando el pensamiento de Rousseau cuando lancé ese hechizo mágico que altera a la gente de bien de este país. ¡Podemos! ¡Pablo Iglesias! Una imagen del partido en la pantalla del ordenador hizo el resto. Y es que hay que ver cómo se pone la gente cuando se pronuncia su nombre. Desde los tiempos de Felipe González que no veíamos un carisma levantarse de tal forma en la arena política española. Pero evitemos ponernos como energúmenos. El caso es que me pareció oportuno explicar a Rousseau con nuestro político ascendente, y francamente, razón no parece faltar. 
    Y es que los adjetivos que la derecha española lanza contra su organización -acusándole de chavista, comunista y cincuenta insultos más- pierden de vista la coincidencia de su pensamiento con un modelo mucho más antiguo de pensamiento que por supuesto también arrastra al populismo venezolano, pero que no se reduce a este último. Ahí tenemos que entender por qué Podemos, aunque pueda defender el chavismo, se desmarque del mismo en un marco de acción europeo (en ese sentido, Podemos tiene una formación politológica infinitamente más desarrollada que los tertulianos de derecha). Pero solo con decir esto no nos libramos del peligro del caudillismo populista. 
      Pero, ¿por qué hablamos de Rousseau para explicar Podemos? Rousseau tiene la peculiar característica de haber inspirado la democracia más amplia, radical y auténtica y al mismo tiempo su propia tumba. En su contrato social, los individuos ceden los menores derechos posibles a un estado fundante, y ese estado no es expresión de una minoría de propietarios, como en Locke. Todo ciudadano tiene iguales derechos políticos, independientemente de su nivel económico. Esto es lo que nuestra democracia ha heredado de Rousseau. Pero el ginebrino iba mucho más allá, al rechazar también el sistema liberal representativo típicamente inglés. La democracia y el sentir popular debía manifestarse diariamente, y no una vez cada cierto tiempo.
      La voluntad general es la voz del pueblo, y se convierte en el rodillo aplastador de toda estructura arcaica. La separación de poderes deja de existir y todo el poder pasa al poder legislativo. Esto se entiende históricamente en explosivas situaciones revolucionarias, donde un poder legislativo inesperadamente triunfante se enfrenta con un entramado burocrático y judicial esclereotizado, que durante años de parálisis y generaciones de mandarines (o de "casta") no han permitido la evolución natural de la sociedad y se ha separado de ella. 
    Entonces aquí emerge de la voluntad general, la voz del pueblo, su elemento más perverso y diabólico: se convierte en el ojo izquierdo de Dios, en la mirada que inspira la verdad absoluta y frente a la cual cualquier oponente pierde toda credibilidad. Se hace necesario un líder, un carisma sobre el que el ojo de Dios se posa, se convierte en anunciador y expresión de la voluntad popular. Si queremos decirlo en un sentido puramente filosófico, la voluntad política se convierte en epistemológica o incluso religiosa. Es decir, la opinión del pueblo se hace científica en boca del líder y su camarilla intelectual (es más verdadera que las demás) y se convierte al mismo tiempo en dogma de fe para todos sus seguidores. Deja de ser una opinión más y se convierte en la ungida y única. No abordamos aquí, por supuesto, cuál es el ojo derecho de Dios. Basta consultar las opiniones de los mandarines y de "la casta" más rancia. El ojo izquierdo representa el sentir y la voluntad del pueblo, mientras que el ojo derecho intuye lo que ese pueblo necesita sin que él lo sepa y muy a su pesar.
  
      La historia está repleta de la emergencia de personas que en nombre de la democracia y la voluntad general decidieron enfrentarse a ese mundo esclereotizado y acabaron siendo tocados por el síndrome del ojo izquierdo de Dios. Algunos tienen más fortuna que otros. Pero ahí está Robespierre, el primero de todos, forjador de la democracia francesa y al mismo tiempo del terror. Ahí tenemos los líderes comunistas de 1917 (aunque podría dudar sobre su entraña rusoniana). También están los populistas americanos, desde Perón hasta Maduro. Tenemos líderes frustrados, como los capitanes de abril de Portugal, truncados y exiliados, como Manuel Azaña, o asesinados, como Salvador Allende en Chile. Alfonso Guerra cantó "Montesquieu ha muerto" para acabar con las leyes franquistas. 
     Y por supuesto, también hay líderes reconocidos que lucharon contra la esclerosis y el inmovilismo y lograron salir victoriosos. No puedo evitar considerar como mi favorito a Franklin Roosevelt, el presidente americano que luchó contra la Gran Depresión, y que también fue acusado de comunista, y su gobierno fue demandado ante el Tribunal Supremo por traicionar los valores americanos y la mismísima constitución. El poder que otorgó al estado federal fue considerado una amenaza, un insulto y una locura económica. Hoy, en 2015, más de uno reconoce que para salvar lo peor de la última crisis económica, Obama no ha hecho más que revitalizar algunos de los principios de Roosevelt, entre otros, el impacto del poder público sobre la bancos y el sistema financiero. En definitiva, Roosevelt fue también hijo de Rousseau, en el país con la estructura política más antirrusoniana que existe. 

       El ojo izquierdo de Dios está presente en todos ellos, de una forma o de otra. Es un peligro latente y que siempre está en todos los líderes que creen representar de una forma o de otra al pueblo. Pero cuando estos líderes emergen como lo ha hecho el candidato de Podemos, a la sombra de asambleas, bajo un discurso incendiario, epistemológicamente fuerte y con una imagen pública impactante,  el recelo se puede acusar más todavía. Pablo Iglesias representa el potencial cortocircuito de la democracia radical de Rousseau. Decir que llegaremos a ese cortocircuito es hablar del futuro no escrito. Ya veremos a ver qué pasa. Cuanto menos será interesante.

martes, 13 de enero de 2015

ES DIFÍCIL SER CHARLIE...

Cuando una portada se convierte en negocio. Herir sensibilidades
gratuitamente es fácil y permite vender más.
     Charlie Hebdo se convierte en un trágico episodio más del terrorismo islâmico. Pero tampoco conviene olvidarnos que también es un capítulo más de las extralimitaciones de la libertad de expresión. La libertad de expresión obligatoriamente tiene limites indefinidos: ninguna autoridad externa tiene derecho a decir a un artista o un activista político lo que se puede publicar y lo que no. Pero también se podría desear al crítico social un mínimo de sensibilidad a la hora de lanzar sus dardos hacia una sociedad que desea cambiar, representar o satirizar. Cuando presentamos el problema en una clase, todo el mundo decía identificarse con "Je suis Charlie Hebdo". Al mostrar algunas imágenes polémicas de Mahoma, consideraban que los musulmanes eran extremadamente sensibles a cualquier crítica a su religión. La percepción del problema cambió considerablemente cuando las imágenes satíricas atacaban al cristianismo. Estas se hacían indudablemente mucho más hirientes: no basta con retratar a Jesucristo (eso no llama la sensibilidad del cristiano), le tienen que dibujar sodomizado con la Trinidad entera. Si esto se puede interpretar como una crítica a la homofobia del cristianismo (crítica que puede considerarse acertada) también se puede entender  como una agresión directa y gratuita a las creencias religiosas de millones de personas. Pero claro, como los cristianos son unos tradicionalistas intransigentes, ignorantes y anacrónicos, la crítica gruesa está permitida dentro de una sociedad laica y relativamente homogénea como la francesa. 
    Debemos dejarnos de hipocresías: si aceptamos la libertad de expresión sin restricciones, como Charlie Hebdo, debemos aceptar también creaciones que pueden pasar por ser misóginas, sexistas o racistas, al menos para el parámetro cultural de la clase media burguesa, laica, republicana y crítica con la tradición. En Francia, ese estrato social constituye el lector habitual de estas publicaciones y su consumidor potencial: se entiende que cuanto más hiriente es la imagen, más atractiva y más ventajosa es en términos económicos.
      En otros países más complejos y sensibles culturalmente -como Estados Unidos- publicaciones como Charlie Hebdo se entenderían como una incitación al odio religioso (y por contagio, también racial). Esta es la llamada de atención que hacía David Brooks en el NY Times a la polémica al poco tiempo de lanzarse la consigna "yo soy Charlie". La gente bien pensante lo puede tildar de ser una visión conservadora del multiculturalismo. Prefiero entenderlo como una llamada al sentido común, más allá de los adjetivos ideológicos. Y todo esto, naturalmente, no significa que uno defenda el terrorismo por ser crítico con nuestra propia cultura occidental. 

viernes, 9 de enero de 2015

LA CRISIS NO EXISTE, SOLO ESTÁ EN TU MENTE.



Pues sí. Quedé como un pasmarote escuchando semejante aseveración de la voz de aquel individuo tan seguro de sí mismo, y deseoso de contagiar ese entusiasmo optimista a todo su concurrido público. Era un psicólogo especializado en gestión de recursos humanos, pero podría ser un economista o un director de marketing. Todos ellos, ingenieros perfectos de las palabras y los conceptos.
“La crisis no existe”. Volvió a repetir. “Somos nosotros quienes formamos parte de ella. Es nuestra mente la que ha entrado en esa dinámica, y le toca a ella salir de ahí”. La crisis, reducida a un mero estado mental. Una afirmación de monje budista, negadora de la existencia de la realidad física, o idealista, defensora de una conciencia sobrehumana que puede superar cualquier dificultad. Hastael mismísimo Sartre palidecería ante semejante atrevimiento.
“Es cierto, se habla de crisis”, asegura este psicólogo, “una palabra mágica que debemos amoldar a nuestras aspiraciones y deseos”. Nuestros tiempos son tiempos de crisis. La crisis toca las vidas de millones de individuos, a veces actuando como argumento principal y otras como simple atrezzo de fondo en sus circunstancias personales. Nos ha acompañado durante varios años de forma intensa y se resistirá a dejarnos. Millones de desempleados, cifras interminables de desplazados y retornados, expectativas truncadas, condiciones miserables para una tercera parte del país; esta ha sido (y sigue siendo) la realidad cotidiana en la vida de muchos europeos del sur. Debemos precisar adecuadamente el término. No estamos hablando de un problema como la pobreza mundial o el injusto reparto de la riqueza: la crisis proviene psicológicamente con la caída en las expectativas de futuro de una sociedad, y materialmente con el descenso cuantificable del bienestar y la seguridad de dicha sociedad. Cuando ambas circunstancias se dan la mano, estamos entonces en el ojo del huracán, la tormenta perfecta. Quien nunca haya conocido la expectativa o  el deseo de mejorar su vida, no conocerá la palabra crisis en su sentido más profundo.
La percepción de la crisis después varía de unos individuos a otros. Podríamos pensar, como hicieron los indignados, que esta crisis puede ser punto de partida para crear algo nuevo y que el sistema en su conjunto está a punto de estallar. Pero conviene alzar los ojos y mirar más allá de nuestras circunstancias particulares. Estas crisis han sido comunes en muchas regiones del mundo (Latinoamérica fue el escenario de una crisis de deuda similar a la del sur de Europa hace treinta años) y si tenemos en cuenta que Europa (y especialmente el mundo mediterráneo) juega un papel cada vez más secundario en el mundo, el sistema económico, social o político apenas quedará alterado. Incluso cuando la crisis se extendiese al corazón germano de Europa, no somos más que un peón en el mundo. Es más, a veces da la sensación –también cuestionable- que estas crisis refuerzan la vitalidad del sistema vigente. Sobre todo cuando uno escucha a estos nuevos gurús de la crisis.  
Volvamos la vista atrás. En el 2007 estalla la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos. En el 2008, nadie lo duda: el capitalismo ha fallado por exceso de egoísmo y ambición. Algunos políticos hablan incluso de refundar el capitalismo. Pero en tres años, esa ilusión desaparece. El estado gasta los pocos cartuchos que tiene en solucionar la crisis al modo más tradicional. No salva a las personas, pero sí el flujo de capital: así asegura los ahorros de la clase media y los opacos fondos de inversiones de la élite. De esta manera se atraviesa lo peor de la crisis, pero en el 2010 el estado se convierte en parte del problema. Una vez que ha deglutado el desatino financiero, queda tan endeudado que los francotiradores no dudan en acribillarlo a conciencia, facilitado por el inmenso descrédito de los políticos que también comieron su trozo de pastel en la burbuja financiera e inmobiliaria. Ironías de la vida: los que hace dos días deseaban que el estado asumiera las pérdidas del mercado, reclaman ahora su cabeza en nombre del mismo mercado.
Y es en este contexto donde nuestro gurú aparece con fuerza, mostrando la interpretación acomodaticia y amable de la crisis. En ella desplazamos nuestra mirada crítica y destructora del sistema económico establecido, a nuestro propio papel dentro de la recesión. Es la mirada más liberal, donde son los individuos y no el sistema el que se equivoca. Los engranajes pueden fallar y ser sustituidos por otros nuevos, pero el reloj debe seguir dando la hora y marcando el ritmo. Una amplia literatura sobre la crisis se difunde con rapidez, y no falta un considerable número de obras como las de nuestro psicólogo –que por supuesto nos cita su libro “Crisis, ¿qué crisis?”-, junto con sociólogos, economistas y libros de autoayuda que pretenden abordarla en términos positivos: las crisis significan cambio, transformación, oportunidad. Como se supone que el principal responsable en la gestión de la crisis no es más que el individuo mismo, lo que este enfoque acaba dando a entender es que si nosotros estamos en crisis es porque individual o colectivamente algo mal estamos haciendo, y que tanto el sistema económico como el propio estado son más neutrales (y por supuesto intocables) en toda esta cuestión.
Ser más creativo, más competitivo, más fuerte emocionalmente hablando, más cualificado y más flexible son las típicas recetas que diagnostican, consuelan y a veces hasta funcionan para las víctimas de las crisis económicas. Pero otras muchas veces deprimen y enfurecen cuando son imposibles de alcanzar. No hace falta repetir aquí que todas estas recetas evitan su trasfondo más siniestro y darwinista: pasan por alto a los perdedores (inadaptados, débiles o fracasados se considera meramente un eslabón necesario hacia el éxito) y no tienen en cuenta que el triunfo de un individuo o grupo puede suponer fácilmente el fracaso de los demás. Estando en un juego de suma cero, como dicen los economistas, la cuota o nicho de mercado que logre ocupar un productor se hace a expensas de otro. Y por supuesto, el triunfo es siempre pasajero, porque es ley del mercado que el éxito rotundo del presente constituye el ingrediente básico para el fracaso del mañana. El riesgo al fracaso se mantendrá siempre incluso en la mente de los ganadores. La ansiedad y el creciente sentimiento de fracaso personal al no poder estar siempre en la cresta de la ola son experiencias en aumento en nuestros últimos años. Es sencillamente un hecho: no se puede ser líquido toda nuestra vida. Hemos pasado de responsabilizar al estado a responsabilizarnos a nosotros mismos y esto tiene un enorme coste emocional.
Llegados a este punto, y para aquellos que hayan tenido la paciencia de leer hasta el final del artículo, se podrán preguntar, ¿pero quién demonios es este clarividente psicólogo? Este personaje, evidentemente, es como la crisis. ¡Sólo existe en mi mente!  Pero no quiero decepcionar: tiendo a pensar que las clarividentes intuiciones de este psicólogo se repiten en el discurso de otros muchos personajes que sí son de carne y hueso. Basta escuchar y leer entre líneas para darse cuenta que tanto este psicólogo como la crisis, existen de verdad. Salgan fuera de la red y averígüenlo.