Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

miércoles, 13 de mayo de 2020

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Tengo empacho de neurocientíficos preparando las actividades de bachillerato. El cuestionamiento de la existencia del alma es algo fuera de toda duda en el campo del relato científico del siglo XXI. Desgraciadamente, ese relato tan evidente y esclarecedor desde una perspectiva epistemológica pura no es convincente en nuestra existencia cotidiana, pese a que nuestra sociedad sea crecientemente agnóstica en esa materia  y superadora de las creencias religiosas, animistas o espiritistas. 
Nos falta una filosofía lo suficientemente estoica para aceptar nuestro humilde destino biológico y al mismo tiempo lo suficientemente emancipadora como para seguir luchando por la dignidad humana, sabiendo que es una entelequia y siendo conscientes de nuestra irrelevancia como individuo dentro del universo genético e inmortal de nuestra especie. ¡Qué fácil es aceptar la reducción de la mente a mapas neuronales, o poner bajo un cerrojo la vieja idea del alma, si nos encontramos bajo la perspectiva existencial de un científico que ha encontrado sentido a su vida en la investigación neurológica y la búsqueda de una imagen objetiva de la realidad! Aquel que aspira a llegar al final de su larga existencia satisfecho con su creación intelectual y habiendo disfrutado más que probablemente de una buena cobertura material y afectiva en su vida no tendrá problemas en aceptar con cierta resignación la falta de trascendencia humana. Me pregunto si esa perspectiva existencial casa bien con las víctimas de la epidemia actual que han muerto en la soledad más absoluta, desamparadas por una ciencia todavía demasiado imperfecta para ganar todas las batallas contra la biología más básica. 

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