Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

martes, 22 de noviembre de 2011

LA HORA DE LA MAYORÍA ABSOLUTA


        Primera evidencia después del 20-N: victoria aparatosa del PP y la gran bofetada electoral que recibe el PSOE por la gestión de la crisis. Segunda evidencia tras el recuento: millones de personas suspiraron aliviadas conforme se conocía el escrutinio, no ya porque el PP hubiera alcanzado el poder, sino porque lo había conseguido de tal forma que no necesitaba depender de nadie para gobernar: de hecho es el gobierno que concentra más poder institucional desde la fundación de la democracia. Un gobierno fuerte para afrontar la crisis.
      Pero si observamos con detalle, la victoria del PP no es tan abultada en votos como puede parecer en el número de escaños y de la debacle del PSOE han surgido partidos pequeños en número nunca visto en un parlamento acostumbrado desde hace mucho al cómodo bipartidismo. El gráfico que aparece en la web es bastante demoledor: si se contase los votos de manera directamente proporcional, el PP tendría un número de escaños menor que no le permitiría contar con la mayoría absoluta y los partidos más pequeños multiplicarían sus escaños. En definitiva, la representación ciudadana con la que cuenta el PP y el PSOE es mucho menor de la que nos da a entender los resultados electorales. ¿Es esto justo?

        El problema teórico: representación vs. estabilidad.
       De aquí podríamos sacar varias conclusiones opuestas entre sí. Una, que la representación del congreso no deriva directamente de la decisión de los votantes, y que es indudablemente una deformación de la voluntad democrática. La otra, que precisamos de estos filtros antidemocráticos para crear estabilidad gubernamental. Y este dilema nos lleva otra vez a un viejo problema siempre planteado en el canon de la filosofía política: ¿favorece la pluralidad en el poder la gobernabilidad de un estado, especialmente en época de crisis? Una parte importante de la filosofía política, que va desde Aristóteles hasta Hamilton, pasando por personalidades tan distintas como Tomás de Aquino o Hobbes, identifican la unidad del gobierno con la gestión eficaz del estado y la búsqueda del bien común, mientras que un gobierno de muchos acaba generando anarquía y confusión. Otra tradición más vinculada con la democracia radical apuntaría hacia posturas opuestas, afirmando que el auténtico espíritu liberal solo se puede mantener en la medida que las minorías consigan integrarse y ser representadas en el sistema político. Negar esto significaría vaciar a la democracia de significado y dejar abierto el camino de la indiferencia política para aquellos que saben que nunca van a ser representados por los grandes partidos. El dilema viene a ser la siguiente ecuación: a mayor representatividad, menor estabilidad gubernamental. Y viceversa: a menor representatividad, más estabilidad gubernamental. Esto es al menos lo que sugiere la teoría.

      La inercia histórica.
Víctor D'Hondt, artífice de la fórmula electoral aplicada en muchos
países europeos. La aparición de distintas circunscripciones acaba
alterando el resultado proporcional entre votos y escaños.

      Desgraciadamente, el debate no se puede plantear desde las gradas de la abstracción. La ley electoral de nuestra democracia se  construyó no solo para atender a grandes principios de gobernabilidad o representatividad, sino para favorecer los intereses de determinadas élites políticas. Hace más de treinta años los grandes partidos -o los que tenían expectativas de serlo, como el PCE- y los grupos nacionalistas defendieron aquel modelo de proporcionalidad por el cual el principio de territorialidad vendría a hacer que un voto de Cataluña contase a efectos prácticos más que uno de Extremadura. Esto hizo en definitiva que los partidos con un gran número de votantes se sobredimensionaran en su representación parlamentaria y por otro que aquellos partidos pequeños pero con una marcada territorialidad -nacionalistas- también aparecieran con escaños irreales. A esto añadimos la relativamente mala experiencia -para muchos votantes- que encontramos en los pactos con partidos de vocación nacionalista. Este tipo de pactos de gobierno no han supuesto contenciones ideológicas o una mayor pluralidad en la representación parlamentaria, sino transacciones de poder del estado central a los estados autonómicos periféricos. Y si bien es cierto que estos pactos  permitieron algunos aciertos en la gestión política, la sensación que dejó al votante mayoritario (y no nacionalista) fue el de una indignada frustración de ver cómo unos pocos podían torpedear los deseos de la mayoría  o mercadeaban con apoyos de gobierno a cambio de privilegios para sus comunidades.
     Con semejante experiencia, es muy lógico pensar que durante mucho tiempo la mentalidad hobbesiana se impuesiera sobre el común de los votantes, especialmente los más conservadores. Ha bastado la crisis económica, para convencer a muchos de ellos que solo un gobierno unido y sin debates ideológicos internos será capaz de afrontar los retos del futuro.

    Nuevas realidades.
     La cuestión, sin embargo, no acaba ahí. La crisis ha golpeado seriamente la credibilidad de los políticos y ha destapado una situación de privilegio que no se puede prolongar más tiempo. La otra sensación frustrante -creciente entre los votantes progresistas- parte de que nuestra participación en la democracia acaba dando poder a la misma élite de siempre, capaz de perpetuarse en el poder -ya sea en gobierno o en la oposición- y cada vez más ajena a los problemas del ciudadano de a pie. El resultado institucional del movimiento del 15M ha provocado el abanico parlamentario más plural de la democracia pero con un alto coste electoral.

Fuente: www.noticias.lainformacion.com
      Bajo nuestra ley electoral, un voto contestatario acaba siendo siempre mucho más costoso que un voto conformista. Los votos en blanco se van a las listas más votadas, y el voto de los partidos pequeños precisa el mínimo de un 3% del censo (o el 5% en Madrid) para obtener representación y la parcelación de las distintas circunscripciones castiga a fuerzas intermedias -como IU o UPD- que se presentan a escala nacional. Esta incapacidad de verse representado en el voto genera una predisposición psicológica -como muy bien expone maese Despotrikator en su blog- de hacer un voto útil y evitar nuestras verdaderas convicciones ideológicas. En un momento de desgaste político como el que vivimos, es comprensible suponer que con semejante ley electoral el número de desencantados hacia la democracia aumente entre parte de los electores y también que propuestas populistas puedan tener mayor arraigo de cara a los próximos años. De la indignación del 15M se ha pasado al desencanto y la impotencia del 20N y dejan un dato difícil de pasar de largo: más de cinco millones de votantes han visto cómo su voto ha sido trucado y aminorado.

     En definitiva, tenemos las inercias históricas que nos han tocado vivir y los retos que nos toca afrontar. La gestión de la crisis necesita un gobierno fuerte, pero sin dañar la legitimidad democrática. Conseguirlo o no dependerá enteramente de la capacidad de nuestros nuevos gobernantes. En un país como EEUU los votantes habríamos utilizado el senado como un mecanismo de control parlamentario y equilibrio de poderes; también en otros países con tradición pactista como Alemania los representantes políticos podría haber hecho emerger un gobierno de carácter nacional y dejar de lado sus diferencias temporalmente.  Pero nuestra tradición es bastante ajena a esas posibilidades. Así que aquí, a la pregunta de la reforma de la ley electoral, a uno solo le queda repetir el dicho escéptico de Montaigne: ¿y yo qué sé?

sábado, 19 de noviembre de 2011

LA HORA DE LA TECNOCRACIA

      Un fantasma recorre estos días los países del sur de Europa: el fantasma de la tecnocracia. Y espero que permitan al señor Tibb el paralelismo con Marx para hablar de este término; palabra mágica de un tiempo a esta parte para la solución de nuestros problemas. Desde 2010 muchos han exigido a la política una gestión profesional de nuestros problemas económicos que ha brillado por su ausencia. El gobierno de Grecia, Italia, el que gobierna en Portugal y el que saldrá en España tendrá un perfil técnico. Esto tiene muchas lecturas: la llegada de los técnicos sin política debería suscitarnos ciertas reflexiones.
      En primer lugar, es el mayor fracaso que ha padecido la democracia europea desde el nacimiento de la Unión. Nuestros sistemas políticos no han sabido elevar desde las urnas una élite competente y responsable, bajo la inercia de una década de estabilidad, paraguas europeo y crédito fácil. Lo que es peor, tampoco han sido capaces de regenerarlas a tiempo, debido al apego al poder. El síndrome Berlusconi representa la crítica típica de los griegos -los antiguos, no los nuevos- a la democracia: los gobernantes buscan el bien propio en lugar del bien común, y usan toda estrategia demagógica posible para mantenerse en el poder el máximo tiempo posible. 
      Frente a esto, la tecnocracia simboliza la ausencia de rencillas y discusiones, la unidad más o menos autoritaria y temporal del país para encarar su futuro económico y volver a la senda de la recuperación. Las palabras "eficacia" y "progreso" eran la justificación también mágica que han esgrimido todos los tecnócratas de la historia: desde Salazar hasta Marcelo Caetano en Portugal o López Rodó y los ministros del Opus Dei en nuestro país, hasta llegar a los sucesores de Deng Xiaoping en China. La lista se hace interminable. Pero cabría preguntarse uno aquí: ¿Se consigue esto con ausencia de ideologías?
      Los tecnócratas de todos los tiempos han esgrimido siempre estar por encima de las tensiones ideológicas. Pero lo cierto es que no hay política sin ideología, y la tecnocracia no es una excepción. La tecnocracia tiende por naturaleza al autoritarismo, en la medida en que uno de los rasgos del progreso es la ausencia de disensiones. Desde los tiempos del teorema de Arrow sabemos que la eficacia se combina mal con la libertad y que conceder esta última significa costes de utilidad. No vamos a decir que esto esté bien o mal: sencillamente es un rasgo que históricamente se puede rastrear bajo estos gobiernos. 
     Para aquellos que no lo sepan, conviene no olvidar que el país que más crece del mundo -China- es en esencia una tecnocracia autoritaria. Y tampoco que la dictadura más larga de la historia de Europa no la consiguió ni un militar en un golpe, ni profetas iluminados ni revoluciones proletarias. La obtuvo un tecnócrata oscuro de la universidad de Coimbra, con el objetivo de reducir el déficit público  y la deuda externa de su país. Y tampoco conviene olvidar que Salazar siempre se movió entre sombras, como un político de perfil bajísimo, incapaz de encender a sus partidarios y distante con las masas,  pero que conocía perfectamente su poder y que se guardaba celosamente de compartirlo con nadie. ¿Por qué hemos de creer que un tecnócrata no tiene ambiciones de poder, aunque sean de signo distinto a las de un político?
     Pero la historia, si se repite, lo hace siempre con actores y variables nuevas. La situación es tan grave que nuestros tecnócratas van a tener un tiempo limitado para dar muestras de su eficacia. Por ahora cuentan con la ventaja del descrédito de la democracia y su clase política, a la que pocos echan de menos. Cuanto más permanezcan en el poder para llevar a cabo su gestión, el riesgo de una rebelión social irá creciendo y su perfil autoritario también y ahí comenzará su desgaste. Además no cuentan con una baza antigua de la tecnocracia: la exaltación nacionalista. Los tecnócratas de nuestros días son extranjeros en su propio país, encargados desde Bruselas y levantan no pocos recelos entre algunos sectores de la población. El terrible dilema será: ¿qué ocurrirá si la tecnocracia fracasa, y resuelve los problemas macroeconómicos, pero no los sociales? La incertidumbre ahí se hará incluso mayor, y el que escribe no quiere ni pensarlo.
      Por ahora, el futuro utópico de las novelas de la ciencia ficción de los setenta aparece en nuestros días: un gobierno técnico, eficaz, tan gélido como racional y libre de sentimientos estúpidos como la libertad. La mentalidad técnica no construido todavía sus alfas y epsilons, ni ha colonizado otros planetas como lo hizo en las novelas de Asimov y la trilogía de la Fundación, pero sí lo ha hecho en nuestros países.

jueves, 10 de noviembre de 2011

LA ACTUALIDAD POLÍTICA DE POLIBIO

      Cada vez son más los que de manera determinista piensan a la griega, y no precisamente en relación con la crisis de la deuda soberana. Esta forma de pensar tiende a plantear las cosas de manera cíclica, determinista y con cierto pesimismo ante la fatalidad del destino. Es lógico que afecte de lleno a la comprensión de nuestra historia y de nuestro propio futuro. Más de uno decía por la calle hace ya tres años: "todo lo que sube tiene que bajar", es decir, que nuestra crisis empezó en el mismo momento de nuestra opulencia, aunque a ninguno de estos sabios se le ocurrió decirlo mientras estábamos en lo más alto. Polibio consideraba precisamente la historia política como un elemento cíclico. Aquello que es beneficioso, se puede convertir en la causa de nuestra más profunda decadencia por un proceso natural e inevitable de degeneración. Así, según este autor de origen griego, pero ya romano de espíritu, éxito y fracaso están condenados a sucederse en los asuntos públicos. En la jerga de su tiempo, la aristocracia conduce inevitablemente a la oligarquía, la monarquía a la tiranía y la democracia a la demagogia, y volvemos a empezar. En nuestros días basta con decir que en economía no hay bien que cien años dure sin que fracase estrepitosamente y se lleve todo lo conseguido por delante. La única solución que otorgaba Polibio a ese ciclo permanente de inestabilidad es un régimen mixto en el que las virtudes de cada régimen puro pusieran barreras a las ambiciones y defectos de los demás. Una idea que no estaría de más repensarla para nuestros días y aplicarla a nuestra decadente realidad.

sábado, 5 de noviembre de 2011

GEOGRAFÍA Y DEMOCRACIA

      Se ha comentado mucho estos días el órdago griego: la posibilidad de un referéndum en el país que cuestione el rescate europeo y en última instancia la permanencia de Grecia en la moneda única. Algunos han visto la anulación del referéndum como una afrenta contra la democracia. ¿Tiene esto algún sentido? En nuestra opinión, muy poco o ninguno, y supongo que alguien decidirá llamarnos fascistas o lindezas similares ante esta respuesta. Pero antes, sugerimos una breve reflexión. Tendemos a usar la libertad política como un valor absoluto, con definición propia y aplicable a cualquier circunstancia humana, cuando debe entenderse como algo encarnado,  vinculado a un complejo contexto histórico, y en el que la pertenencia a una comunidad impone habitualmente más obligaciones que derechos. Esta es la diferencia que en última instancia Hegel distinguió en su filosofía del derecho entre la moralidad y la eticidad. No entender esto significa equiparar la democracia con un castillo magnífico construido en las nubes sin cimiento alguno. Por no hablar, como ya criticara en su tiempo la escuela de Frankfurt, de que vivimos en sistemas burocráticos fríos y racionales, que coartan nuestra libertad de movimientos y actos hasta límites insospechados, pero que tendemos a asumir como normales. Curiosamente, la dificultad de una cultura no occidental a sumarse a una democracia no parte solo de rechazar o no la libertad que se ofrece, sino sobre todo de la incapacidad para respetar las reglas comunitarias que supone el juego democrático: el creernos parte de un comunidad mayor al pequeño entorno al que pertenecemos y a nuestro pequeño juego de intereses, y plegarnos a la decisión de la mayoría, a pesar de que pueda ir en contra nuestra. Piensen en nuestras viejas democracias: Francia y EEUU sufrieron guerras civiles para imponer definitivamente una particular idea de libertad política en todo su territorio. Por no hablar de nuestro país, que en total suman cuatro y con un desenlace nada democrático en la última de ellas.
      Para entender esto, imaginen, por ejemplo, que una comunidad de vecinos ha decidido democráticamente dejar de pagar impuestos en lo relativo al pavimentado de las calles y la conservación de cañerías que pasan al lado de su casa. Con el paso del tiempo, aparece una avería seria que afecta a toda la ciudad. ¿Tenemos que respetar esa decisión vecinal amparada en la mayoría de la comunidad? ¿Tiene derecho a imponer una sanción la ciudad en conjunto? Aunque parezca mentira, en muchos países esto ocurre: cuanto menos fuerza tiene ese deseo de bien común del conjunto de la comunidad, más fragmentada aparece la ciudad y más polarizada está socialmente (echen un vistazo a cualquier ilha de Portugal o de ciudades brasileñas, en el que no es meramente una cuestión de pobreza económica, sino también de integración sociocultural). En Brasil, por ejemplo, se asiste a un paulatino reforzamiento del estado que tiende a imponer decisiones políticas por encima de las decisiones de muchas viejas comunidades -como los integrantes tanto de una fabela como de un barrio de lujo, que no desean integrarse al plan urbanístico de una ciudad-. Desde nuestra mentalidad, difícilmente daremos la razón a estas comunidades de vecinos. El progreso económico y la integración social, concluiremos, depende de ceder nuestras viejas libertades.


        Lo mismo podría decirse de la situación griega. Durante mucho tiempo el estado nacional fue el lugar natural de juego y concurrencia de las libertades políticas. Ha sido la comunidad ideal en la que una idea de bien común pudo desarrollarse con proyectos nacionales que integrasen a toda la población (David Miller o Will Kymlicka ejemplificaron muy bien la relación estrecha entre nacionalismo y liberalismo). Pero eso no siempre fue así. La revolución francesa impuso a los vendeanos con sangre y fuego las condiciones del nuevo estado francés, como los estados de la Unión impusieron las abolición de la esclavitud a los confederados en la Guerra civil americana, y como el débil estado liberal español se impuso sobre los carlistas que proclamaban los viejos fueros de las provincias vascongadas. Ahora, es el propio estado nacional el que da síntomas de agotamiento y de incapacidad de gestionar adecuadamente su propia comunidad. Nuevas comunidades emergen y es la hora de los superestados (Brasil, China, India) o en nuestra geografía de crear las bases de un estado federal fuerte, capaz de imponerse sobre las decisiones privadas que ahora incumben a países enteros, como el caso de Grecia. Y esto trae, naturalmente, la pérdida de una parte importante de nuestras viejas libertades. ¿Significa eso que la nueva comunidad europea, si llega a nacer y superar sus tendencias autodestructivas, tendrá un carácter autoritario y poco democrático? Indudablemente sí, como en el origen de toda comunidad liberal y democrática.  


       Los casos de Grecia y Alemania en la gestión de estas crisis marcan la agonía de la democracia nacional europea. Por un lado Alemania está obligada a ejercer el mando europeo pero es incapaz de supeditar sus intereses particulares y electoralistas al bien europeo, imponiendo medidas de austeridad draconianas a los países periféricos. Por otro, Grecia es una víctima (de sus propios errores y también de los ajenos), y pretende sacudirse la imposición económica de los países más fuertes, en nombre de su soberanía nacional sin entender que eso puede suponer una catástrofe de dimensiones globales. Tanto en un caso como en otro, el mantener esos intereses nacionales conduce a medio plazo a la parálisis y a la anarquía, tal y como la entendían los antiguos: la incapacidad de encontrar un bien común más amplio y a más largo plazo que supere los intereses egoístas de los individuos o grupos particulares. Y aquí asistimos a un peculiar paralelismo histórico. En Grecia, la democracia en las viejas ciudades estado sucumbió porque fueron incapaces de crear un estado unificado capaz de competir con las comunidades extranjeras "bárbaras", y ese fracaso supuso en el ámbito intelectual occidental el renegar de la democracia como sistema político adecuado durante más de dos milenios -la democracia fue sinónimo de caos y desorden a partir de ese momento-. Ahora Grecia, 2500 años más tarde vuelve a la primera plana de la esfera internacional haciendo el mismo papel que hizo en el siglo IV. Y la conclusión es clara: o superamos el síndrome griego (como víctima) y el síndrome alemán (como verdugo) o desaparecemos del mapa mundial y de la recuperación económica.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

POLÍTICOS DE AYER Y DE HOY



Una cita que escuché al señor Tiburcio cuando andaba bajo la lluvia: "Antes odiábamos a los políticos porque decían una cosa y después no hacían nada. Ahora les aborrecemos porque no dicen nada y después hacen cosas."