Primera evidencia después del 20-N: victoria aparatosa del PP y la gran bofetada electoral que recibe el PSOE por la gestión de la crisis. Segunda evidencia tras el recuento: millones de personas suspiraron aliviadas conforme se conocía el escrutinio, no ya porque el PP hubiera alcanzado el poder, sino porque lo había conseguido de tal forma que no necesitaba depender de nadie para gobernar: de hecho es el gobierno que concentra más poder institucional desde la fundación de la democracia. Un gobierno fuerte para afrontar la crisis.
Pero si observamos con detalle, la victoria del PP no es tan abultada en votos como puede parecer en el número de escaños y de la debacle del PSOE han surgido partidos pequeños en número nunca visto en un parlamento acostumbrado desde hace mucho al cómodo bipartidismo. El gráfico que aparece en la web es bastante demoledor: si se contase los votos de manera directamente proporcional, el PP tendría un número de escaños menor que no le permitiría contar con la mayoría absoluta y los partidos más pequeños multiplicarían sus escaños. En definitiva, la representación ciudadana con la que cuenta el PP y el PSOE es mucho menor de la que nos da a entender los resultados electorales. ¿Es esto justo?
Pero si observamos con detalle, la victoria del PP no es tan abultada en votos como puede parecer en el número de escaños y de la debacle del PSOE han surgido partidos pequeños en número nunca visto en un parlamento acostumbrado desde hace mucho al cómodo bipartidismo. El gráfico que aparece en la web es bastante demoledor: si se contase los votos de manera directamente proporcional, el PP tendría un número de escaños menor que no le permitiría contar con la mayoría absoluta y los partidos más pequeños multiplicarían sus escaños. En definitiva, la representación ciudadana con la que cuenta el PP y el PSOE es mucho menor de la que nos da a entender los resultados electorales. ¿Es esto justo?
El problema teórico: representación vs. estabilidad.
De aquí podríamos sacar varias conclusiones opuestas entre sí. Una, que la representación del congreso no deriva directamente de la decisión de los votantes, y que es indudablemente una deformación de la voluntad democrática. La otra, que precisamos de estos filtros antidemocráticos para crear estabilidad gubernamental. Y este dilema nos lleva otra vez a un viejo problema siempre planteado en el canon de la filosofía política: ¿favorece la pluralidad en el poder la gobernabilidad de un estado, especialmente en época de crisis? Una parte importante de la filosofía política, que va desde Aristóteles hasta Hamilton, pasando por personalidades tan distintas como Tomás de Aquino o Hobbes, identifican la unidad del gobierno con la gestión eficaz del estado y la búsqueda del bien común, mientras que un gobierno de muchos acaba generando anarquía y confusión. Otra tradición más vinculada con la democracia radical apuntaría hacia posturas opuestas, afirmando que el auténtico espíritu liberal solo se puede mantener en la medida que las minorías consigan integrarse y ser representadas en el sistema político. Negar esto significaría vaciar a la democracia de significado y dejar abierto el camino de la indiferencia política para aquellos que saben que nunca van a ser representados por los grandes partidos. El dilema viene a ser la siguiente ecuación: a mayor representatividad, menor estabilidad gubernamental. Y viceversa: a menor representatividad, más estabilidad gubernamental. Esto es al menos lo que sugiere la teoría.
La inercia histórica.
Víctor D'Hondt, artífice de la fórmula electoral aplicada en muchos países europeos. La aparición de distintas circunscripciones acaba alterando el resultado proporcional entre votos y escaños. |
Desgraciadamente, el debate no se puede plantear desde las gradas de la abstracción. La ley electoral de nuestra democracia se construyó no solo para atender a grandes principios de gobernabilidad o representatividad, sino para favorecer los intereses de determinadas élites políticas. Hace más de treinta años los grandes partidos -o los que tenían expectativas de serlo, como el PCE- y los grupos nacionalistas defendieron aquel modelo de proporcionalidad por el cual el principio de territorialidad vendría a hacer que un voto de Cataluña contase a efectos prácticos más que uno de Extremadura. Esto hizo en definitiva que los partidos con un gran número de votantes se sobredimensionaran en su representación parlamentaria y por otro que aquellos partidos pequeños pero con una marcada territorialidad -nacionalistas- también aparecieran con escaños irreales. A esto añadimos la relativamente mala experiencia -para muchos votantes- que encontramos en los pactos con partidos de vocación nacionalista. Este tipo de pactos de gobierno no han supuesto contenciones ideológicas o una mayor pluralidad en la representación parlamentaria, sino transacciones de poder del estado central a los estados autonómicos periféricos. Y si bien es cierto que estos pactos permitieron algunos aciertos en la gestión política, la sensación que dejó al votante mayoritario (y no nacionalista) fue el de una indignada frustración de ver cómo unos pocos podían torpedear los deseos de la mayoría o mercadeaban con apoyos de gobierno a cambio de privilegios para sus comunidades.
Con semejante experiencia, es muy lógico pensar que durante mucho tiempo la mentalidad hobbesiana se impuesiera sobre el común de los votantes, especialmente los más conservadores. Ha bastado la crisis económica, para convencer a muchos de ellos que solo un gobierno unido y sin debates ideológicos internos será capaz de afrontar los retos del futuro.
Nuevas realidades.
La cuestión, sin embargo, no acaba ahí. La crisis ha golpeado seriamente la credibilidad de los políticos y ha destapado una situación de privilegio que no se puede prolongar más tiempo. La otra sensación frustrante -creciente entre los votantes progresistas- parte de que nuestra participación en la democracia acaba dando poder a la misma élite de siempre, capaz de perpetuarse en el poder -ya sea en gobierno o en la oposición- y cada vez más ajena a los problemas del ciudadano de a pie. El resultado institucional del movimiento del 15M ha provocado el abanico parlamentario más plural de la democracia pero con un alto coste electoral.
Fuente: www.noticias.lainformacion.com |
Bajo nuestra ley electoral, un voto contestatario acaba siendo siempre mucho más costoso que un voto conformista. Los votos en blanco se van a las listas más votadas, y el voto de los partidos pequeños precisa el mínimo de un 3% del censo (o el 5% en Madrid) para obtener representación y la parcelación de las distintas circunscripciones castiga a fuerzas intermedias -como IU o UPD- que se presentan a escala nacional. Esta incapacidad de verse representado en el voto genera una predisposición psicológica -como muy bien expone maese Despotrikator en su blog- de hacer un voto útil y evitar nuestras verdaderas convicciones ideológicas. En un momento de desgaste político como el que vivimos, es comprensible suponer que con semejante ley electoral el número de desencantados hacia la democracia aumente entre parte de los electores y también que propuestas populistas puedan tener mayor arraigo de cara a los próximos años. De la indignación del 15M se ha pasado al desencanto y la impotencia del 20N y dejan un dato difícil de pasar de largo: más de cinco millones de votantes han visto cómo su voto ha sido trucado y aminorado.
En definitiva, tenemos las inercias históricas que nos han tocado vivir y los retos que nos toca afrontar. La gestión de la crisis necesita un gobierno fuerte, pero sin dañar la legitimidad democrática. Conseguirlo o no dependerá enteramente de la capacidad de nuestros nuevos gobernantes. En un país como EEUU los votantes habríamos utilizado el senado como un mecanismo de control parlamentario y equilibrio de poderes; también en otros países con tradición pactista como Alemania los representantes políticos podría haber hecho emerger un gobierno de carácter nacional y dejar de lado sus diferencias temporalmente. Pero nuestra tradición es bastante ajena a esas posibilidades. Así que aquí, a la pregunta de la reforma de la ley electoral, a uno solo le queda repetir el dicho escéptico de Montaigne: ¿y yo qué sé?