Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

sábado, 23 de febrero de 2013

LILO & STICH Vs. PHINEAS GAGE

    Cuando pregunté en clase de bachillerato quién conocía la película Lilo y Stich, de Walt Disney, todo el mundo levantó la mano, y me lanzaban miradas reprobatorias asegurando "pero cómo no vamos a conocer la película, hombre". Quizás no lo sepan, pero esa película ha causado más impacto en la sociedad que cualquier debate intelectual académico de filosofía de la mente o de la neurociencia, y muestra la escasísima capacidad que tiene la ciencia para extender en la sociedad algunos conceptos que no son agradables para las prácticas de nuestra vida cotidiana, y que perviven a través de mitos en forma de películas y narraciones de todo tipo.  
    Y es que en la película aparece el gran error que denunciaba Stephen Pinker en La tabla rasa. Cómo un ser genética y biológicamente programado para la destrucción y la inmoralidad (el extraterrestre Stich) puede cambiar de comportamiento y convertirse en un dócil animal de compañía cuando entra en contacto con una dulce niña hawaiana llamada Lilo. El argumento de la película daría la razón a los conductistas más radicales e ingenuos, que plantean que el aprendizaje y la educación lo son todo a la hora de configurar la personalidad de un individuo, y que naturalmente entienden la mente como una tabula rasa moldeable a nuestro gusto. Bastaría una reeducación adecuada para que hasta el mayor monstruo de la sociedad se pudiese convertir en un corderito inocente, como parece que le ocurre a Stich. De forma menos amable, La Naranja Mecánica de Anthony Burguess y Stanley Kubrik narraba también la historia de Alex, un engendro del conductismo desmedido y tratamiento médico agresivo cuyo aprendizaje y reprogramación sin embargo no resulta ser el esperado. La pregunta sería: hasta qué punto nuestro cerebro puede ser reprogramado contra su propia programación genética. Independientemente del grado de plasticidad que los neurólogos puedan atribuir al cerebro o a nuestros genes -que se activan o no dependiendo de un contexto, podríamos llamar "cultural"-, parece que Stich sería un auténtico milagro contra la ciencia.   
        El ejemplo de Stich se contrapone con un caso clínico serio que provocaría un antes y un después en la medicina. En su primer gran éxito de ventas, El error de Descartes,  Antonio Damasio llamaba la atención sobre un caso clínico excepcional que nos aportaba pistas indudables sobre la interacción entre el cerebro y la mente: el famoso caso de Phineas Gage. A diferencia de Stich, nadie de la clase conocía ni a Damasio ni a este personaje, por supuesto. Este individuo vivió en el siglo XIX como constructor de ferrocarriles y tenía una vida normal hasta que un desgraciado accidente en 1848 truncó por completo su existencia: una explosión lanzó una vara de hierro por los aires que le atravesó el cráneo y le afectó el lóbulo frontal del cerebro. Contra todo pronóstico, Gage sobrevivió al accidente, pero nunca volvió a ser el mismo.  Podía hablar y actuar como una persona normal, aparentemente. Sin embargo, su personalidad se hizo agresiva, su comportamiento inestable e impredecible y su capacidad de planificar cualquier decisión relevante se habían desvanecido. Bastante conocido en el mundo de la neurología, todavía se estudia su cráneo y su caso se cita en innumerables referencias de los estudios del ramo.
     Como dirían los evolucionistas, el cerebro propiamente "humano", aquel que anticipa y predice las consecuencias de nuestras acciones, quedó completamente desfigurado, y dejó su lugar al cerebro reptiliano que todos llevamos dentro, dejándose arrastrar por las necesidades del presente, sin mostrar un mínimo interés en el control del tiempo, que es clave en cualquier acción racional.
      Y sin embargo, nos podemos preguntar hasta dónde llega el alcance de estas agudas descripciones del cerebro, con consecuencias embarazosas para nuestras creencias cotidianas y nuestra búsqueda de sentido particular. No solo porque afirmar el poder de la neurociencia pone en peligro nociones como el alma, entendido en su sentido más tradicional, sino porque también cuestiona la viabilidad de nuestras instituciones democráticas, nuestros códigos penales o nuestro sistema educativo. Pensemos que un libro como el de Pinker -publicado el mismo año que se estrena Lilo y Stich- propone unas medidas éticas y políticas que estén de acuerdo con la nueva ciencia de la mente que cuanto menos chocan con muchos sentimientos y visiones más o menos optimistas del humanismo tradicional, desde los derechos humanos hasta la democracia. 
      La pervivencia en el lenguaje ordinario del dualismo antropológico -una mente y un cerebro separados y casi autónomos-,  y la extraordinaria dificultad que tiene la ciencia académica para removerlo de nuestra mitología personal dan en parte la razón a muchos filósofos del lenguaje que vinculaban la viabilidad de estas afirmaciones a su uso corriente y las prácticas cotidianas. El lenguaje -y naturalmente la literatura y el arte- se convierten así en un santuario del mundo mágico, que nos rodea desde nuestro nacimiento. El último reducto inexpugnable de esa batalla que actúa como nuestro mundo de aprendizaje de la infancia y que posiblemente tiene más trascendencia en nuestro mundo adulto del que seamos conscientes en un primer momento. La lucha por el sentido, en definitiva, parece tener más importancia que el poder de la verdad, pese a quien pese. Pero la segunda se impone sin remedio, mecánicamente, y esto genera tensiones y esquizofrenia cultural. 

viernes, 15 de febrero de 2013

UNA CITA DE BODINO

"La filosofía muere de inanición en medio de sus preceptos si no está vivificada por la historia"
                                                                        
      Esta cita recurrente que encontré en un viejo manual de filosofía política, ilustra muy bien la oscura y profunda relación que existen entre las dos grandes disciplinas de las humanidades. Y sin embargo, el punto exacto de colaboración entre una y otra está tan alejado de nosotros como en la época de Bodino. Ya entre la utopía platónica de la República y los escritos políticos de Aristóteles se percibe este abismo. El propio Bodino precisamente se abandonó a un dilatado estudio de la historia que apenas le permitió extraer una teoría del estado coherente. La antitesis opuesta la encontramos poco después con Hobbes, que propuso hacer científica la teoría política dando principios universales y mecanicistas al comportamiento humano y al propio estado. E igual podríamos decir del contractualismo y por supuesto toda la filosofía de inspiración kantiana hasta llegar al mismo Habermas... La filosofía petrifica los principios fluidos de la historia y es semejante de alguna manera a lo que algunos constructivistas dicen hoy en día cuando hablan de la filosofía política como una especie de "sociología trascendental", término que no creo que guste demasiado al gremio filosófico. 
    Pero el equilibrio, como decimos, no es fácil. Los filósofos que usan la historia para justificar el presente suelen ser los pensadores conservadores, y que no caen en la cuenta que las ideas también movilizan ese tiempo presente (es indudablemente lo más fácil). Sin embargo, aquellos filósofos que usan la historia para pronosticar el futuro se enfrentan al problema de un encorsetamiento conceptual demasiado estricto que acaba matando la dinámica histórica, como hará Marx. Cuando la filosofía se proyecta en la historia (y se convierte en utopía política deseable de alcanzar), la historia acaba jugando una mala pasada y traicionando a sus profetas... pero es la forma de como esa misma historia se acelera.

sábado, 2 de febrero de 2013

LA COHERENCIA VITAL DEL ESCÉPTICO


Se dice habitualmente que el escéptico nunca puede ser radical. No podemos dudar de la existencia del mundo externo en una clase de filosofía y luego volver a nuestra casa como si nada ocurriese. La confianza en la realidad nos traiciona; el lenguaje que nos envuelve nos excluye de cualquier duda radical. Dicho de otro modo: el mundo rodea a ese sujeto solipsista de tal modo que estrangula cualquier posible duda seria, razonable. O por lo menos, él mismo cuestiona su escepticismo en cuanto desciende de la reflexión filosófica. Wittgenstein explicaba muy bien todo esto al invocar la contradicción del escéptico en su última obra Sobre la Certeza: “Nuestro hablar obtiene su sentido del resto de la actuación”, y “no me aferro a una proposición, sino a un conjunto de proposiciones”. Dudar, cuestionar, significa conocer indudablemente el significado de la palabra “duda”, el alcance de la epistemología y en último lugar su vínculo profundo con el resto de proposiciones que configuran el mundo y sus juegos del lenguaje. Una duda radical parece así impensable. Podemos dudar, por ejemplo, de si los números de ex-tesorero Luis Bárcenas son ciertos o no, si Rajoy cobró o no un sobre de dinero que no declararía a hacienda, si lo hizo un año, una década o no lo hizo nunca. Pero parece que el conjunto de proposiciones que giran en torno a la corrupción en España (que es un mal extendido, que lastra el crecimiento, que perjudica gravemente al sistema político) permanece indubitable en la cabeza de todos los ciudadanos, y que la exigencia de mayor transparencia en la financiación de los partidos políticos, sea una necesidad innegable.

La posición de Wittgenstein parece coherente. Pero uno se puede preguntar si los dogmáticos no caen en el mismo error que condena el austríaco. Muchos pasan por alto que los discursos “duros” de la verdad encierran una contradicción parecida. Los dogmáticos del campo de la ciencia acaban cometiendo sus mismos errores. En muchas ocasiones, condenados al naturalismo más descarnado y a rechazar prácticas cotidianas de la vida diaria (como por ejemplo, la sensación de libertad), abandonan sus posturas en cuanto dejan sus sillones de académicos y se ponen a jugar con un niño. Todo el repertorio filosófico cuestionado –desde la libertad o lo mental hasta lo mágico- vuelve por la puerta de atrás del lenguaje corriente.
Me pregunto si estos grandes genios de la filosofía o la ciencia prohíben a sus vástagos –si los tienen- jugar con cuentos y fábulas: historias irreales que pueden conducir a engaños en su vida adulta. No creo que el culto a la verdad llegue tan lejos, y en cualquier caso, está claro que la verdad y la realidad de un niño tiene un código que no es el de un científico adulto occidental. En ese momento, el discurso del escéptico y el discurso de la verdad se disuelven en la vida cotidiana, mucho más embarazosa que una fórmula matemática. Dogmatismo y  escepticismo se hacen entonces impracticables, pero solo para aquellos que ven una íntima conexión entre teoría y práctica.

Tanto el escéptico como el dogmático pueden ser coherentes epistemológicamente hablando sin necesidad de serlo en la práctica, porque la verdad obliga a muy poco. Tiendo a pensar que no hacerlo así implicaría caer en falacias naturalistas como ya criticó hace tiempo Hume. Toda la corte de dogmáticos duros por muy distintos que sean entre ellos (Dawkins, Pinker o Mario Bunge), advierten de lo catastrófico que resulta la separación de lo que dice el discurso científico de sus implicaciones políticas. Pero para bien o para mal, la política democrática es cuestión de creencias (falsas pero atractivas), y no de verdades absolutas (ciertas pero desagradables). Es una cuestión de sentido y no de mera representación de la realidad. Es meramente una posición teórica, un discurso de la epistemología, ya sea con resultado negativo o positivo, que no está atado causalmente a la experiencia de la vida.  Lo que queda fuera del reducido núcleo de la epistemología, es puro pragmatismo.