Se dice habitualmente que el escéptico nunca
puede ser radical. No podemos dudar de la existencia del mundo externo en una
clase de filosofía y luego volver a nuestra casa como si nada ocurriese. La
confianza en la realidad nos traiciona; el lenguaje que nos envuelve nos
excluye de cualquier duda radical. Dicho de otro modo: el mundo rodea a ese
sujeto solipsista de tal modo que estrangula cualquier posible duda seria,
razonable. O por lo menos, él mismo cuestiona su escepticismo en cuanto
desciende de la reflexión filosófica. Wittgenstein explicaba muy bien todo esto
al invocar la contradicción del escéptico en su última obra Sobre la Certeza: “Nuestro hablar obtiene su sentido del resto de la actuación”, y “no me aferro a una proposición, sino a un
conjunto de proposiciones”. Dudar, cuestionar, significa conocer indudablemente
el significado de la palabra “duda”, el alcance de la epistemología y en último
lugar su vínculo profundo con el resto de proposiciones que configuran el mundo
y sus juegos del lenguaje. Una duda radical parece así impensable. Podemos
dudar, por ejemplo, de si los números de ex-tesorero Luis Bárcenas son ciertos
o no, si Rajoy cobró o no un sobre de dinero que no declararía a hacienda, si
lo hizo un año, una década o no lo hizo nunca. Pero parece que el conjunto de
proposiciones que giran en torno a la corrupción en España (que es un mal
extendido, que lastra el crecimiento, que perjudica gravemente al sistema
político) permanece indubitable en la cabeza de todos los ciudadanos, y que la
exigencia de mayor transparencia en la financiación de los partidos políticos,
sea una necesidad innegable.
La posición de Wittgenstein parece coherente.
Pero uno se puede preguntar si los dogmáticos no caen en el mismo error que
condena el austríaco. Muchos pasan por alto que los discursos “duros” de la
verdad encierran una contradicción parecida. Los dogmáticos del campo de la
ciencia acaban cometiendo sus mismos errores. En muchas ocasiones, condenados
al naturalismo más descarnado y a rechazar prácticas cotidianas de la vida
diaria (como por ejemplo, la sensación de libertad), abandonan sus posturas en
cuanto dejan sus sillones de académicos y se ponen a jugar con un niño. Todo el
repertorio filosófico cuestionado –desde la libertad o lo mental hasta lo mágico-
vuelve por la puerta de atrás del lenguaje corriente.
Me pregunto si estos grandes genios de la
filosofía o la ciencia prohíben a sus vástagos –si los tienen- jugar con
cuentos y fábulas: historias irreales que pueden conducir a engaños en su vida
adulta. No creo que el culto a la verdad llegue tan lejos, y en cualquier caso,
está claro que la verdad y la realidad de un niño tiene un código que no es el
de un científico adulto occidental. En ese momento, el discurso del escéptico y
el discurso de la verdad se disuelven en la vida cotidiana, mucho más embarazosa
que una fórmula matemática. Dogmatismo y escepticismo se hacen entonces impracticables,
pero solo para aquellos que ven una íntima conexión entre teoría y práctica.
Tanto el escéptico como el dogmático pueden
ser coherentes epistemológicamente hablando sin necesidad de serlo en la práctica,
porque la verdad obliga a muy poco. Tiendo a pensar que no hacerlo así implicaría
caer en falacias naturalistas como ya criticó hace tiempo Hume. Toda la corte
de dogmáticos duros por muy distintos que sean entre ellos (Dawkins, Pinker o Mario
Bunge), advierten de lo catastrófico que resulta la separación de lo que dice
el discurso científico de sus implicaciones políticas. Pero para bien o para
mal, la política democrática es cuestión de creencias (falsas pero atractivas),
y no de verdades absolutas (ciertas pero desagradables). Es una cuestión de
sentido y no de mera representación de la realidad. Es meramente una posición
teórica, un discurso de la epistemología, ya sea con resultado negativo o
positivo, que no está atado causalmente a la experiencia de la vida. Lo que queda fuera del reducido núcleo de la
epistemología, es puro pragmatismo.
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