El tiempo lo cura todo. Las heridas del alma, del amor y por supuesto (y especialmente) las del odio. Tenemos en nuestra sabia biología mecanismos que hacen que automáticamente las experiencias dolorosas no se mantengan en nuestra memoria y se sustituyan por recuerdos más agradables o se releguen al subconsciente sin llegar a ser olvidadas del todo. Si no fuera por esta tendencia al optimismo vital y la superación, muchos seres humanos serían incapaces de afrontar sus problemas y reveses. Pero a veces, por supuesto, esta amnesia inconsciente nos juega malas pasadas. La distancia en el tiempo hace que el sentimiento de impartir justicia ante una falta grave se disuelva y nos convierta en seres magnánimos y compresivos, algo bueno sin duda, pero con sus sombras por la pervivencia de esa injusticia en las víctimas. Un ejemplo perfecto de amnesia provocada son los casos en los que países enteros superan grandes tragedias como guerras civiles -y nuestro país es un caso de estudio-. El odio sigue en los que han sufrido sus consecuencias más graves, pero el tiempo no se detiene para nadie, y la vida continúa.
Pero vamos a hablar de un caso más español (o más mediterráneo): el impacto del tiempo en las heridas sociales de la corrupción. Sobre ella decía Maquiavelo que el gobernante debía deshacerse de ella lo antes posible, si quería perdurar en el poder de manera más efectiva. Pero es posible una solución menos ejemplarizante y mucho más maquiavélica, sobre todo cuando las nubes de corrupción pesan sobre la misma cabeza del gobernante, y no solo sus segundos. Para el conjunto de la sociedad, la corrupción es algo doloroso y tremendamente injusto -al menos cuando ellos no pueden beneficiarse de ella-, aunque no se llegue a personalizar en demasiados dramas personales. Pero para los implicados, está claro que la mejor política es no hacer política alguna. No hacer comentarios. No tomar medidas, ni a favor ni en contra de los acusados. Dejar hacer que el tiempo haga el trabajo sucio. Condenar al olvido y la amnesia el malestar del presente. Y ciertamente, el tiempo juega a su favor: lo saben muy bien y lo utilizan para su propio beneficio. Este mecanismo lo conocían muy bien los dictadores y monarcas absolutos más templados y con más sangre fría. Desde Fernando el Católico hasta Franco.
Pero vamos a hablar de un caso más español (o más mediterráneo): el impacto del tiempo en las heridas sociales de la corrupción. Sobre ella decía Maquiavelo que el gobernante debía deshacerse de ella lo antes posible, si quería perdurar en el poder de manera más efectiva. Pero es posible una solución menos ejemplarizante y mucho más maquiavélica, sobre todo cuando las nubes de corrupción pesan sobre la misma cabeza del gobernante, y no solo sus segundos. Para el conjunto de la sociedad, la corrupción es algo doloroso y tremendamente injusto -al menos cuando ellos no pueden beneficiarse de ella-, aunque no se llegue a personalizar en demasiados dramas personales. Pero para los implicados, está claro que la mejor política es no hacer política alguna. No hacer comentarios. No tomar medidas, ni a favor ni en contra de los acusados. Dejar hacer que el tiempo haga el trabajo sucio. Condenar al olvido y la amnesia el malestar del presente. Y ciertamente, el tiempo juega a su favor: lo saben muy bien y lo utilizan para su propio beneficio. Este mecanismo lo conocían muy bien los dictadores y monarcas absolutos más templados y con más sangre fría. Desde Fernando el Católico hasta Franco.
Pensemos un momento lo ocurrido en nuestro país con el caso Bárcenas. El estado de odio, de oposición al gobierno tras el caso Bárcenas en la sociedad se hace intolerable. Pero es un estado de ánimo que no perdura muchos días. Todo el mundo baraja una solución para el problema: una dimisión, un acto concluyente del gobierno, una intervención parlamentaria... pero no llega nunca el acto final y se deja pasar el consejo de Maquiavelo. El gobierno practica laissez faire político; sus intervenciones ante los medios, en el menor número y lo mejor controladas posible. Poco después, la vorágine informativa no deja de traernos más noticias, más desinformación. Más noticias por procesar y asumir personalmente, más saturación, desasosiego y vértigo en plena crisis. Entonces el caso Bárcenas se convierte en un asunto del pasado, al que no podemos dedicarle un minuto más, al igual que pasa con la trama Gurtel, o con los Eres de Andalucía (un par de años: demasiado alejado en el tiempo para detenernos a investigar culpables). Peor aún: al debido tiempo, las dudas y sombras se levantan sobre los críticos con la corrupción. Se abren querellas judiciales contra los medios de información, se cuestionan las pruebas sobre la mesa, aparecen manipuladores interesados detrás de todo el proceso. Y mientras, el entramado de la justicia empieza a abrirse con tal lentitud que la gente acaba olvidando el inicio de todo. Al final, el ciudadano acaba confundido, profundamente decepcionado y decide abstenerse de entrar en política. El sentimiento de injusticia acaba tornándose en indiferencia, hastío y fatalismo para la decreciente clase media española. No pasa lo mismo con los menos afortunados de la crisis, cada vez menos previsibles en sus actos. Con suerte (para el corrupto, evidentemente), el inculpado se encuentra con que su delito judicialmente ha prescrito o que ha habido una irregularidad en el procedimiento judicial que hace que todo tenga que empezar de nuevo. Y el tiempo sigue sin detenerse...
Todo esto naturalmente beneficia a los grandes partidos, a su manera miope. De la decepción política, el gobierno cada vez se siente menos acosado. Si el abstencionismo irrumpe con fuerza, es bien sabido que no importa demasiado al partido gobernante, favorecido tradicionalmente por el mismo, especialmente si es conservador. Si se fuerza el voto en blanco, la ley electoral lo conduce al partido más votado. Mientras no haya un cambio en la ley electoral, los grandes partidos no tienen por qué sentirse amenazados por las fuerzas más pequeñas, excepto que estas empiecen a cobrar tal tamaño que mermen sus propios graneros de votos. Pero este exceso de confianza, y esta pérdida de realidad puede ser también su perdición. No conviene olvidar que ante un sentimiento de injusticia prolongado, siempre buscamos chivos expiatorios y culpables reales o ficticios, y la clase política ya tiene esta etiqueta. O acaso quizás alguien pensara que el partido Cinco estrellas iba a convertirse en una fuerza dominante en nuestra vecina Italia. Al final resulta que todo siempre está atado y bien atado, hasta que se pierde un cabo y se inicia la Gran Tempestad.
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