Hace algunos meses el amigo Helí
hacía un comentario bastante despectivo de la psicología de la inteligencia
emocional. Lo definía como mera “ideología neoliberal”. Una psicología
preocupada tan solo por el equilibrio emocional de cada individuo no representaba
más que una actitud legitimante y de satisfacción respecto al status quo social, creyendo que a través
de un remedio individual podemos solucionar los graves problemas sociales de
nuestro tiempo. La terapia psicológica se entiende así como un bálsamo curativo
de los desequilibrios de cada uno, pero no apunta al meollo de los problemas,
llámese capitalismo global, crisis económica crónica, desempleo, desigualdades
de género o choques culturales. Aunque su visión me parecía sesgada y
tergiversaba toda la inteligencia emocional, me quedé pensando en ese juicio
tan categórico que condenaba esta corriente como conservadora y casi
retrógrada.
La noción de inteligencia emocional
tiene ya algunos años de historia, aunque indudablemente ha sido Daniel Goleman
quien la ha popularizado desde que en 1995 publicase el primer libro sobre el
tema con el mismo nombre, y que desde entonces ha sido bestseller hasta el día
de hoy. En realidad, como el propio Goleman indica, la literatura emocional
arranca desde la propia filosofía griega, especialmente de Aristóteles y su phronesis o prudencia para guiar las
pasiones y emociones vitales. Desde entonces, numerosos filósofos y ensayistas
trabajaron en esta perspectiva, hasta popularizarse en el último siglo con
innumerables libros de autoayuda.
Indudablemente lo novedoso en el caso
de Goleman, son los conocimientos neurocientíficos que permiten comprender de
forma más compleja la noción tradicional de la inteligencia, y vislumbrar, poco
a poco, conexiones entre la manifestación, mitigada o explosiva, de nuestras
emociones y las reacciones neuronales que provocan sobre distintas partes del
cerebro, como el neocortex (donde opera la racionalidad) y la amígdala (donde
aparecen las emociones). En consecuencia, nociones que antes estaban encerrados
tradicionalmente en el plano más puramente cognitivo, como la toma de
decisiones, el juicio moral o la propia inteligencia, se vuelven más flexibles
y vinculadas con elementos emocionales que poco tiene que ver con la
racionalidad. Para Goleman, la meta que debemos conseguir es el manejo adecuado
de dichas emociones, puesto que un descontrol de las mismas descarrila
fácilmente las decisiones más cotidianas de nuestra vida.
¿Qué puntos en común pueden tener el
neoliberalismo y la psicología emocional? Indudablemente podría pensarse que
existe un punto de contacto y es cierta antropología individualista. Tanto uno
como otro son hijos que han emergido con la caída de paradigmas que concedían
más importancia al hecho social y al género humano en abstracto que el del
propio individuo (colectivismo y comunitarismos de todo tipo, desde la
socialdemocracia y ideología comunista hasta los intentos de los psicólogos de
crear stándares y patrones comunes de conocimiento del ser humano, como el
conductismo o el psicoanálisis). Pero más allá de ese punto histórico común,
tanto el desarrollo como evolución de estas corrientes es bastante divergente.
Desde un punto de vista teórico, la antropología económica es groseramente
simplista y no aguanta ninguna comparación con la realidad humana que pretende
plasmar. La idea de un individuo egoísta, racional y maximizador del beneficio
es quizás el último gran mito antropológico del siglo XX, tan ingenuo como el
del hombre socialista. La antropología de la inteligencia emocional es más
compleja, y como decíamos antes combina la neurociencia con intuiciones
filosóficas tan antiguas como Aristóteles, conscientes del carácter
eminentemente social, comunicativo y comunitario del ser humano. No es
casualidad que Goleman hable de filósofos personalistas como Martin Buber, para
enfatizar ese carácter comunitario: no existe un yo sin un tú.
Pasemos a la acusación principal: la
psicología emocional como legitimadora del status quo socioeconómico. El hecho
de que predomine un acercamiento individual para solucionar un problema
emocional –un conflicto matrimonial, educativo o en el campo del trabajo-,
prescindiendo de un contexto más general, social, económico o político, no lo
acerca necesariamente a la ideología neoliberal.
Es como si hablando de filosofía
antigua, considerásemos que Aristóteles es más conservador que Platón porque
mientras el segundo es firmemente más político y holista, el primero se refugia
mucho más en el campo de la ética y de la búsqueda de la virtud y la felicidad
individual. Indudablemente Aristóteles es mucho menos utópico que Platón y no
tiene confianza en el cambio político, mientras que Platón es más optimista con
los proyectos políticos: la felicidad no se entiende si no es en el contexto
global de una sociedad bien ordenada según sus criterios de lo que es la
justicia. Pero sería ingenuo rechazar solo por esto a Aristóteles, porque
complementa muchas aristas que Platón nunca pensó de la psicología humana y que
hizo hundir su pensamiento político todavía en vida del filósofo.
En opinión de Goleman, ha sido
precisamente el desconocimiento de las emociones lo que ha provocado grandes
fracasos en la humanidad, desde la propia psicología de la QI, el sistema
educativo basado exclusivamente en el éxito meramente académico o las
relaciones humanas en el mundo del trabajo, quizás porque pensamos que solo lo global
y el componente social –extraordinariamente racionalizado, libre de emociones-
es el motor del cambio en el mundo.
Sin embargo, Goleman adolece de
cierta complacencia u optimismo ingenuo, similar al de los pensadores holistas
del siglo pasado. Y es que a uno le queda la duda al leer sus libros –sobre
todo Trabajar con inteligencia emocional-
que tan solo con el control emocional podemos llegar a solucionar problemas
personales de los que somos fundamentalmente parte afectada pero no causantes
de los mismos: caída en la pobreza, desempleo, stress laboral, exclusión
social, víctimas del terrorismo o de la violencia crónica. El nivel de progreso
social de la inteligencia emocional reside en la veracidad de uno de sus dichos
más populares: “un hombre adquiere un trabajo por su rendimiento académico, y
lo pierde por su incapacidad emocional”. Si tuviésemos una mayor educación
emocional, evitaríamos muchos fracasos profesionales. Esto es cierto en
infinidad de casos particulares, pero no explica el 25% del desempleo en
España, por ejemplo, ni la precarización del empleo generalizada en todo el
mundo. La antropología optimista de Goleman y sus seguidores se vuelve absurda
e ingenua ante la envergadura de una crisis como la actual. La psicología de la inteligencia emocional es
una herramienta extraordinariamente útil e imprescindible en campos como la
educación, la terapia familiar o los recursos humanos. Pero no es de ningún
modo la panacea ni puede sustituir nunca un pensamiento utópico necesario para
afrontar los retos de nuestro siglo. Algo que posiblemente aceptarán los
seguidores de la inteligencia emocional, y que contestarán argumentando que ese
ya no es su campo de trabajo.