Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

viernes, 27 de agosto de 2010

UNAS PALABRAS DE ROBESPIERRE...

Un hombre no muy alto sube a la tribuna. Lo hace lentamente, conociendo perfectamente su rol de político en el que el silencio puede llegar a ser más elocuente que el mejor discurso, en el que los gestos pueden dar la interpretación adecuada o contraria del relato que se vaya a proferir. Una vez en la tribuna, mira hacia todos los rincones de la convención. Ese es el otro silencio, que también hay que saber escuchar por parte del líder: el silencio de los dóciles, a partes iguales temerosos y fieles.

El silencio es tan largo, que nos permite pensar unos segundos en nuestro hombre. Este no es ni siquiera presidente o primer ministro de un país. Es miembro del Comité de Salvación Pública, una administración en tiempos de crisis y guerras, pero se sabe el alma del país, la encarnación del pueblo. Incluso él mismo se atrevería a definirse ya, si un alemán de la época lo hubiera pensado ya, que es la encarnación del espíritu de la humanidad.Al menos exhibe con orgullo su mote político: el incorruptible. Incorruptible, que significa muchas cosas: más allá del lujo, el soborno y la corrupción, como sí aceptó de buen grado su amigo Danton. Pero también más allá de la compasión y de lo humano, como demostró también, firmando la sentencia de muerte de su amigo Camille Desmoulins. 
Ante todo esto, los cargos más prestigiosos y mejor remunerados de cualquier monarquía de la época son minucias. Nadie se acuerda de Pitt o Floridablanca, y estuvieron al frente de grandes países mucho más tiempo que Robespierre. Este último figura todavía en los manuales de muchos escolares de occidente, aunque sea un protagonista secundario en la historia mundial. El hecho de que una persona haya ocupado un cargo relevante durante apenas un par de años y tenga trascendencia universal lo hace más atractivo dos siglos después.  

Pero ahora, por fin, nuestro hombre va a hablar. Robespierre toma la palabra ante la Convención revolucionaria en un día de marzo de 1794. El movimiento de la Vendeé ha sido diezmado. Hay buenas noticias de las guerras contra la coalición europea antirrevolucionaria. Hébert ha sido guillotinado con sus seguidores más radicales. Pero la revolución no está segura. Todavía no. Hay que alzarse contra la indulgencia: contra aquellos que han pregonado la guillotina y ahora la consideran sin sentido. El discurso, bien largo y cargado de alusiones a los maestros griegos y a la libertad de la república romana, tiene unas líneas que se harán merecidamente famosas:
  • ."Si en tiempos de paz, el lema del gobierno popular es la virtud, en la revolución será simultáneamente, la virtud y el terror. La virtud, sin la cual el terror es fatal; el terror, sin la cual la virtud es impotente. El terror no es más que la justicia inmediata, severa e inflexible y es por eso, la emanación de la virtud." 
.
Muy posiblemente, nuestro orador se quedaría en silencio en ese magistral momento. Había que digerir las palabras. La audiencia sabe perfectamente lo que quiere decir, pero hay que sacar conclusiones. Continúa el terror, continúan los peligros contra la Patria y la sangre debe seguir vertiéndose unos meses más en un acto de purificación revolucionaria. Para nosotros, cómodamente instalados detrás de una pantalla de ordenador o de un libro sobre la Revolución, los peligros contrarrevolucionarios se han desvanecido, y aunque la imagen de la guillotina y las acusaciones sin pruebas no desaparecen tan fácilmente, no son más que ecos lejanos, humo de la historia.

Y sin embargo, este pequeño párrafo merecería entrar en todos los libros de la filosofía política y la historia de las ideas y mentalidades. Con la unión de la violencia y el bien entre los ideales de una revolución, Robespierre está inaugurando en la historia el concepto de guerra civil moderna y el concepto de dictadura. Hasta ese momento, las guerras civiles habían sido una cuestión de poder entre grandes señores: el común del pueblo apenas intervenían y las tropas eran mercenarias. Ahora las guerras civiles pedirán una movilización total del pueblo: o se está de una parte o de otra, con la Virtud o contra ella, pero no se puede permanecer neutral. Y tampoco no se trata de un mero reparto de poder entre los grandes señores; ahora son los principios los que mandan (o mejor, disfrazan, maquillan) sobre los intereses materiales. Si Napoleón, Stalin o Hitler quieren mantenerse en el poder, tendrán que exhibir una causa santa.   
También hasta ese momento y en el mejor de los casos, la dictadura se equiparaba a un gobierno, excepcional o no, que buscaba mantener el orden siempre en peligro dentro de una sociedad (Hobbes dixit). Ahora las dictaduras también empiezan a ser entendidas como el gobierno de la virtud, del bien absoluto superior a todas las teorías rivales y que tenemos el derecho y obligación de imponerla a los demás. Los demás no son ya la humanidad, referente de las religiones de libro y objetivo de cruzadas universales: la virtud tiene como reducido ámbito la ciudadanía de un país, pero su autoridad va a ser mucho más fuerte que la de todos los procesos inquisitoriales de la historia juntos.  La tergiversación más brutal y no deseada de la voluntad general expuesta por Rousseau treinta años antes de Robespierre. En fin, cuando piensen en nuestras guerras civiles, en Sudamérica, Turquía, Argelia, o en los mismísimos talibanes, piensen en estas palabrejas de este francés del siglo XVIII, padre de toda la discordia.    

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