Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

domingo, 22 de agosto de 2010

LA FILOSOFÍA SEGÚN TIBURCIO


Estaba de vuelta como cada verano en mi aldea del norte y tuve la suerte de encontrarme en mis paseos por la aldea con el señor Tiburcio, al que dedico esta página con toda mi admiración y respeto. Suele el señor Tiburcio hablar de multitud de temas, todos ellos inútiles y enrevesados, que pasan por los cambios en la emigración de las aves invernales o los errores que condujeron a Robespierre a la guillotina. De tanto pensar se quedó bastante calvo de joven -eso dicen en la aldea- y desde entonces viste una boina que ha hecho tan suya que podría considerarse una prolongación de su propio cuerpo.
El señor Tiburcio presenta unos ojos perdidos, tan perdidos que no duda en caerse por todos los baches que surcan la aldea, a pesar de estar cementada desde hace décadas, sin tener la suerte de ese griego que después predecía eclipses y ganaba una barbaridad. Nuestro hombre es pobre de solemnidad y sufre el desprecio de los aldeanos que nunca vieron con buenos ojos, en los años del hambre, que alguien cogiera un libro en lugar de una azada.  
El caso es que cuando lo encontré, le pregunté qué era para él la filosofía. Me condujo a la escalera de una vieja casa abandonada y me dijo:
- Suba, rapaz.
Y así lo hice. La piedra estaba oculta por el musgo y se convertía en una auténtica moqueta viva. Las maderas de la puerta apenas se sostenía. Parecía que de solo tocarlas y caerían en el vacío. Sin duda, nadie había transitado esos escalones desde hacía muchos años.
- La puerta está cerrada, pero no  hay nada detrás. Está vacía. Y ahora...
Él sonrió y dijo:
- Tractatus 6.54. Hace años Wittgenstein me hizo la misma pregunta y le hice subir por estas mismas escaleras. Él entendió perfectamente lo que le quería decir. Pero ya ve usted, ni una dedicatoria, ni un recuerdo, ni una mínima mención de Tiburcio en sus obras.
- El mundo ha sido injusto con usted, contesté compasivamente.
Pero él ya no contestó. Se había dado la vuelta en silencio y solo pronunció de forma lastimosa:
- Hágalo saber al mundo.
- Así haré.

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