Hace unos días ha muerto "Pinto", el último guerrillero del maquis vivo de Cáceres. Tratado como vulgar delincuente por las autoridades y ocultado por su propio partido después, Pinto dirigió partidas en las sierras de Cáceres durante los años cuarenta. Para ellos la guerra no había terminado, y la esperanza de los cambios después de la Segunda Guerra seguía viva. Tras la represión siguió un largo exilio en Francia, el regreso con la Transición y la paulatina rehabilitación de su figura en homenajes y congresos de historia.
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Reconozco que no soy nadie para juzgar a este señor, cuyo conocimiento personal quedó limitado a un par de ocasiones más. Ignoro si desde entonces este señor cambió su opinión o si en su realidad cotidiana era un hombre más complejo. En cualquier caso, Pinto es para los suyos un héroe. Sin lugar a duda, fue un hombre excepcional por ese espíritu de autenticidad, lucha e instinto de supervivencia: un personaje digno de las novelas existencialistas que curiosamente, coincidieron sus publicaciones con su juventud. Pero puedo aventurar que su autenticidad fue tan grande que le condujo al fanatismo, la venganza y la aventura permanente, sin ningún sentido real para sus ideales, por ser irrealizables y llevándolo tan solo al nivel de una realización personal. Una realización personal y un sentido del deber que ponía en riesgo las vidas de todos los que les rodeaban y permitiía sacrificar aquellas vidas que consideraba indignas. Con esto no cuestiono su autoridad moral. Fue hijo de su tiempo y lo vivió con el mayor dramatismo moral posible: otros optaron por el silencio, el exilio o sencillamente nunca les interesó la política. Lo que me parece mucho más dudoso es que esa autoridad siga siendo un referente válido para nuestros días. De nuestros ancestros, debemos respetar y ensalzar sus aciertos, pero también sus terribles errores para no cometerlos nosotros.
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