Luis XVI, hombre ingenuo, sin carisma y sin excesivas miras de futuro: un retrato perfecto de nuestra actual clase política. |
Este fin de semana el economista Paul Krugman se preguntaba si el G.O.P. (great old party, haciendo referencia al partido republicano estadounidense) había perdido definitivamente la cabeza. El país se asoma a la suspensión de pagos y todavía no se ha acordado un nuevo techo de gasto. Remover ese techo (Que por otra parte se ha hecho ya once veces en la última década) supondría cometer el terrible pecado de subir los impuestos a las clases altas. No se trata, dice Krugman, de algo nuevo: tres décadas de reaganismo acaban pervirtiendo unos prejuicios ideológicos en una inmovilidad absoluta ante una crisis tan grave. Tampoco es el primero en denunciarlo: la revuelta de las clases altas en Estados Unidos (y también en Europa) fue uno de los temas reiterativos en la obra de Galbraith.
Resulta inevitable contemplar el panorama de Europa y Estados Unidos y no establecer paralelismos con los orígenes de la Revolución Francesa. La gente está equivocada si pensamos que la revolución empieza en la toma de la Bastilla o la reunión paralela del Tercer Estado en la sala del juego de la pelota. La rebelión del pueblo llano es el segundo movimiento de la revolución. El primero de todos lo constituye precisamente la rebelión de los privilegiados ante las demandas de una monarquía absoluta en bancarrota. Luis XVI convoca los estados generales en 1789 para tratar un problema fiscal que tiene muchos parecidos con la crisis que atraviesan los estados occidentales doscientos años después.
La historia es tan sencilla como sorprendentemente actual: la política de créditos de los sucesivos ministros de finanzas franceses (Necker y Colonne) había terminado fracasando por completo, ante la incapacidad de devolverlos y ante unos intereses que se iban elevando conforme la insolvencia del estado francés se hacía más grave. La monarquía francesa era acreedora de todos los banqueros de Europa y nadie iba a conceder más dinero a un estado cuyo crédito internacional estaba bajo mínimos (todo esto no son los bonos basura del 2011, sino de 1789).
Cuando Necker abrió los estados generales de 1789, se centró en las soluciones para evitar esa bancarrota general: una opción era el recorte de los gastos del estado y fundamentalmente, la Casa Real y toda la corte de parásitos que se generaba en Versalles. Pero eso llevaba haciéndose una década y no había producido ingresos significativos, y además, no había frenado la erosión moral de la monarquía ante la sociedad francesa. La otra opción, hacer más eficaces la gestión de los impuestos actuales y del mismo estado, también había alcanzado sus límites razonables. Tan solo quedaba por tanto, la solución tabú para solucionar la crisis: elevar los impuestos, y un tabú más grave todavía, eliminar las diferencias jurídicas entre unos estamentos y otros. Es decir, que los privilegiados estuvieran expuestos a cargas fiscales que hasta ese momento no tenían. En este punto fue donde nobleza y clero dieron la espalda a la petición de la monarquía de Luis XVI haciendo inviable otra solución que no fuera la puesta en movimiento de la revolución.
Y es en este punto donde precisamente los privilegiados del siglo XXI dan la espalda a las necesidades de un estado agonizante. Obama y toda la clase política actual está en el papel ingrato de Luis XVI o incluso de Maria Antonieta para los más intransigentes: un estado frívolo y corrupto que gasta sin medida y razón. Los privilegiados son más complejos, eso sí, que en el siglo XVIII, pero en países como Estados Unidos tampoco es tan difícil de precisar cuando un 1% de la población dispone en torno al 20% de la riqueza nacional. Si este es el punto de salida de una auténtica revolución, solo se verá si nuestros estados, efectivamente, acaban en la bancarrota y la locura, como preconizaba Krugman, acaba invadiendo el espíritu de todos los partidos democráticos de occidente. Lástima que los americanos tengan como referente no a los revolucionarios franceses, sino a los colonos que decidieron -justamente- no pagar más impuestos sin representación en el parlamento inglés. Lo que habría que recordarles es que Obama se asemeja más a ese pobre Luis XVI en los estados generales que a los padres fundadores de los Estados Unidos.
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