Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

miércoles, 20 de julio de 2011

EL PLURALISMO RELIGIOSO: UN INSEPARABLE COMPAÑERO DE VIAJE

       Azar y pluralismo en la religión.
      Me gustaría hablar aquí largo y tendido de uno de los principales retos a los que se enfrenta el hecho  religioso contemporáneo. Algunos de los calificativos que usan muchas religiones frecuentemente es el de ser "verdaderas", "universales", "superadoras". Dios es sinónimo de verdad absoluta. El conocer "la verdad" implica renunciar a lo falso, abrazar la fe auténtica y comprometerse con el proselitismo. Rechazarla o ignorarla supone un actitud negativa que en ocasiones se sigue pagando caro.
      En el peor de los casos, esta interpretación condujo a guerras de religión que todavía hoy azotan el mundo. La verdad se convierte en algo excluyente y siempre amenazada por peligros exteriores, ya sea en la forma de otra religión o de la modernidad agnóstica. De ese miedo el fundamentalismo extrae su mayor fuerza y lo transforma en violencia.
      En su vertiente más suave, la verdad de la religión a la que pertenezcamos se mueve en el marco de una tolerancia  respetuosa con otras creencias de fe. Ese mar en calma en el que navegan los barcos de la religión, cada uno con su rumbo, constituye la esencia de la doctrina liberal que emergió en la Edad Moderna en Europa. Conduciendo la religión a un asunto privado, y desmarcándolo de un estado que se proclama neutral, los países occidentales fueron abrazando ese modelo hasta hacerlo hegemónico, incluso en relación con otros modelos de tolerancia practicada a lo largo de la historia en otras civilizaciones.
      Pero las religiones monoteístas siguen asegurando su exclusividad en el ámbito privado. El hecho de hacerse tolerantes con otras creencias no significa que rechacen su legitimidad a proclamarse como auténticas y universales. Muchas de ellas asumen entre sus principios básicos que son la religión verdadera, ya sea a través de una evolución espiritual del hombre o a través de una revelación determinada en un momento singular de la historia de la humanidad. La tolerancia liberal es un pacto político, un modus vivendi, pero no es una claudicación epistemológica o metafísica. La visión de Kant y los ilustrados de orientarse por una religión natural, de marcado carácter racional y que estuviera por encima de las distintas religiones reveladas y las unificase, no llegó al corazón de los creyentes. Quizás porque intuían que detrás de esa religión se ocultaba algo demasiado frío o porque constituía un primer paso en la disolución del espíritu religioso frente al avance del pensamiento científico. Los creyentes aceptaron la tolerancia como una concesión necesaria para la convivencia pacífica en sociedades cada vez más complejas, pero no renunciaron en privado a su reivindicación universal y excluyente.
En multitud de temas éticos, las religiones se expresan de
forma bastante discutible como la única opción moral verdadera. 
      Un ejemplo de este difícil equilibrio entre creencias privadas universalistas y moral pública liberal lo constituyen todos los frentes que tiene abiertos la iglesia católica con el aborto, la eutanasia, el matrimonio homosexual o la investigación con embriones y células madre. Una posición puramente liberal conduciría a la iglesia a hablar sobre la orientación moral de estos temas de puertas adentro, en el ámbito de su comunidad privada o bien como una fuerza más dentro de la sociedad civil. Y sin embargo, la iglesia reclama un último escollo de universalidad moral cuando defiende su posición públicamente como la verdadera, justificada por un derecho natural que rige a toda la sociedad humana, y cuyas leyes exigen que el estado las acepte como las únicas moralmente válidas frente a la convención del derecho positivo.
      Esta tensión interna lógicamente trae problemas. El hecho que supone el conferirse en una autoridad espiritual superior al resto, implica unos conclusiones para el análisis histórico, la epistemología y la moral, que hoy en día son de muy difícil digestión. Quiero remarcar aquí que partimos de la base de entender el hecho religioso como algo positivo e inherente a los hombres. No voy a plantear aquí ni siquiera el debate con la ciencia o con el ateísmo filosófico, aunque ellos sean los que conduzcan estas críticas hacia la negación de la propia religión.
       Este discurso de la contingencia tardó mucho tiempo en ser llevado a la esfera religiosa por sus consecuencias destructoras y relativistas. Es difícil asumir la contingencia de nuestro discurso linguístico, de nuestra propia formación moral, cuando muchas religiones se arrogan con pretensiones absolutizantes. De hecho, casi podríamos hablar de discursos completamente incompatibles: ¿Cómo colocar al mismísimo Dios a merced del viento, del simple azar y la posibilidad? La contigencia parece excluir la posibilidad de una necesidad histórica, que es requerida por muchas religiones.

      El problema de la contingencia en la cultura contemporánea.
     Antes de abordar este problema desde el punto religioso, hay que ser muy conscientes de lo que este dilema supone para nuestra cultura actual. El papel del azar ha sido un problema filosófico puesto de moda en las últimas décadas. Sin necesidad de hablar aquí de los debates en la biología o la física actual sobre el azar y el determinismo, sus implicaciones en la concepción de las culturas humanas ha sido decisiva, y con ella nuestros códigos morales y nuestra visión de la historia.
Richard Rorty, filósofo de la contingencia
por excelencia.
      La postmodernidad primero y los teóricos de la globalización después han enfatizado este rasgo definidor del hombre contemporáneo por encima de otros muchos. Richard Rorty, por ejemplo, asumió en sus principales trabajos la tarea de afrontar la contingencia de nuestra formación moral y eliminar cualquier superioridad epistemológica frente al resto de opciones éticas. En su clásico libro Contingencia, ironía y solidaridad proponía una deconstrucción del discurso de la modernidad basándose en Wittgenstein, Nietzsche, Freud y Dewey. Sus posteriores obras remarcarían siempre la idea de cierto compromiso pragmático para mantener los valores de la cultura occidental a la que pertenecemos, pero eliminado cualquier etnocentrismo posible y cualquier sustrato metafísico justificador de su postura frente a las demás propuestas éticas no occidentales. Es decir, nos abstenemos de hacer un juicio valorativo o de intervenir activamente en una cultura que no sea la nuestra, puesto que apenas gozamos de autoridad moral para ello.
      Destruida cualquier legitimación filosófica o religiosa, las críticas se suceden con agilidad antes impensable. Lo que antes era intocable y sagrado ahora es criticable y deleznable. Esto nos conduce a otro término construido en los años noventa por sociólogos como Giddens o Beck, que definieron la cultura globalizada como una cultura "reflexiva": esa reflexividad refleja una acentuada capacidad de autocrítica y erosión de cualquier discurso ético-normativo actual, independientemente de su procedencia, tradición o legitimidad. Esto muestra la incapacidad que tienen los viejos proyectos éticos y las instituciones que los representan para mantenerse libres de sospecha. Un escándalo aireado en la opinión pública puede destruir la labor de instituciones enteras, independientemente de la ejemplaridad que puedan ofrecer la mayoría de los integrantes de la institución. Recordemos que esta es una queja continua de la iglesia católica, pero que se puede oír también en el ámbito de la política, los sindicatos, las organizaciones no gubernamentales, el mundo del deporte y todo tipo de grupos emergentes de la sociedad civil.
     Este discurso de contingencia y reflexividad no se ha dado en nuestra época por mera casualidad. Coincide con el fin de la hegemonía material -en la esfera demográfica, económica, política, militar- de los países occidentales sobre el resto del mundo. Es una decadencia lenta pero inevitable y que se acentúa en épocas de crisis económicas como la nuestra. Europa ha dejado de ser el faro del mundo desde hace tiempo y se contenta con ser puerto secundario para unos habitantes acostumbrados a un nivel de vida y seguridad que no sabemos hasta qué punto podremos seguir manteniendo. Muy posiblemente un nuevo discurso "orientador" de los actos de los hombres, de su historia y de su papel en el mundo, acaben fraguándose en las décadas futuras. Los retos a los que se enfrenta la humanidad son tan graves que terminarán moldeando una nueva historia, pero el papel que tendrá nuestra propia cultura en ese debate, será menos relevante de lo que ha sido hasta ahora.
       Como hemos apuntado ya, el alcance de estas críticas tiene implicaciones muy destructivas para todo discurso ético-religioso absolutizador y también para la filosofía de la historia o cualquier la escatología religiosa. Todo el discurso de la modernidad y de las religiones occidentales puede ser ahora desmontado, deconstruido y reinterpretado como meros proyectos basados en prejuicios etnocéntricos y en intereses particulares, que tomaron fuerza por el simple hecho de la centralidad de la cultura europea hasta este momento en la historia mundial. Una vez que esa cultura deja de irradiar su fuerza, empiezan a ser cuestionados.
       La filosofía de la historia juega un papel fundamental a la hora de reforzar un discurso ético o político: los hombres esperan un desarrollo histórico a sus acciones, buscan un pasado para explicar el presente y al mismo tiempo vislumbran una meta en el futuro. Un filósofo tan antihistoricista como Kant no le quedó más remedio que apelar a la religión para justificar su ética, y no pasó una generación antes que toda la moralidad kantiana quedara sumergida en las corrientes del devenir histórico con Hegel.
        Los hombres hemos visto nuestra historia siempre con ojos deterministas. Demasiadas veces hemos intentado ver una línea explicativa inherente a los acontecimientos históricos inconexos y que explica al hombre en su conjunto. Hemos intentado poner un orden, racional o no, para entendernos a nosotros mismos, para justificar nuestra conducta y para dar sentido a nuestra existencia. Y quizás hemos incurrido en uno de los errores que Bacon proponía para la mala filosofía: intentar ver orden donde no lo hay o donde hay otras explicaciones posibles. Ahora con el triunfo de la contingencia, esa propuesta se hace imposible: toda nuestra filosofía de la historia, toda nuestra escatología religiosa, no es otra cosa que una más entre las muchas posibles, sin posibilidad alguna de imponerse sobre las demás sin el riesgo de caer en fanatismo o dictaduras.

         La contingencia en el discurso religioso.
        A pesar de que muchas confesiones le dan la espalda, el problema se mantiene como uno de los mayores retos a los que se enfrentan las religiones del siglo XXI. La contingencia ha calado fuertemente en la sociedad occidental al mismo tiempo que avanza su secularización. Por una parte esta contingencia es sumamente corrosiva y no duda en destruir cualquier certeza moral absolutizante. Pero por otra actúa en la vida cotidiana de los individuos manteniendo la pasividad y relativismo, en la que vivir en contradicción permanente con uno mismo ha dejado de ser un fracaso moral y se ha convertido en mero instinto de supervivencia. Pongamos algunos ejemplos prácticos sobre todo esto en el ámbito religioso.
        Es sorprendente observar la intrascendencia de muchas disputas teológicas en nuestros días para defender una experiencia religiosa frente a otras. Si preguntásemos a un católico corriente que enumerara las razones que lo separan de un anglicano, un protestante o un ortodoxo, muy posiblemente se cruzaría de hombros y nos respondería: "bueno, mi cultura es católica, y basta con ello". Quizás algún conocedor de la historia sacaría a la palestra la obediencia al papa. Muchos menos, nos hablarían de diferencias sacramentales o del papel del libre albedrío en la ruptura con Calvino y Lutero. Y casi nadie habrá oido hablar de la cuestión del filioque, piedra angular en la ruptura con la iglesia ortodoxa hace casi un milenio. Primer problema de la contingencia: somos católicos o protestantes por pura casualidad, con muy escasas capacidades para defender nuestra posición frente a las demás. De hecho, ni nos preocupa el asunto.
      Algo distinto resulta si preguntamos a ese mismo católico sobre sus divergencias con el Islam. Aquí sí podría explicar por ejemplo, el fanatismo religioso o la discriminación de la mujer. Quizás sería inútil hacerle ver que el catolicismo tampoco era muy distinto del Islam hace pocas décadas en nuestro país.
      Conforme nos alejamos de nuestra geografía, el católico gana en superioridad epistemológica y moral: considera un atraso una religión politeísta como el hinduísmo, y trataría como meras supersticiones el animismo de los orishas brasileños o los cultos africanos, por ejemplo. No duda en imponer su eurocentrismo cultural y deja sin responder el reto fundamental de la contingencia: ¿qué habría pasado si hubieras nacido en esa cultura en lugar de la tuya? Y a partir de aquí podrían surgir otras preguntas malintencionadas procedentes de esa crítica contingente: ¿Por qué nuestro Dios no se ha revelado a todos los hombres por igual, en las distintas épocas, geografías y culturas? ¿No es esto algo completamente injusto y contrario a su bondad y omnipotencia? ¿No ha sido todo una gran chapuza?
     Las religiones actuales se enfrentan, les guste o no, al reto de la contingencia. Han sido creadas, ensalzadas y sepultadas en la historia de los hombres. El azar y la suerte determina si estás en la religión equivocada o la verdadera, si vas a tener multitud de dioses o ninguno, si debes purificarte o no antes de las oraciones, si la hostia que tomas es un símbolo o el cuerpo de Cristo... La lista es tan interminable como interminables son los ritos peculiares de cada religión del planeta y la querríamos prolongar hasta donde quisiéramos.
      No hace falta ser muy listo para darse cuenta que esta contingencia ha sido el blanco perfecto de ataques del sector ateo desde épocas pasadas. Celso se preguntaba ya cual era la razón para la exclusivilidad religiosa de los cristianos frente al resto de los cultos romanos. En tono de mofa, Richard Dawkins aseguraba no encontrar razón alguna para creer en Jesucristo en lugar del Gran Juju de la Montaña. De forma más sistemática, Michel Onfray siente placer desmontando cada una de las celebraciones cristianas, a las que considera en unas ocasiones préstamos de religiones pasadas y en otros sospechosos añadidos incluidos por grupos de interés, ajenos por completo a la teología. Véase la celebración de la navidad, el santoral cristiano etc etc... A lo que llegan estos sesudos investigadores es que no hay razón alguna para considerar una religión superior a cualquier otra.
Michel Onfray, azote irónico de los creyentes.
Todo cristiano debería leer su tratado de ateología.
      Michel Onfray subraya como las narraciones sagradas de una tradición determinada, los creyentes transforman lo performativo en denotativo. Basta enunciar en los mitos bíblicos la crucifixión de Jesucristo para que esta se convierta en un hecho con status de realidad histórica, incluso cuando el discurso histórico de la tradición judía nos obligaría a aceptar que Jesucristo murió lapidado y no crucificado. Ahora bien, cuando Mahoma escucha las revelaciones del arcángel San Gabriel para escribir el Corán, no dudamos en sacar a relucir toda nuestra crítica histórica e investigadora para negar el carácter denotativo que anteriormente hemos permitido sin crítica alguna para nuestra propia tradición. Una contradicción en toda regla, parcial y poco sincera, concluye el autor. La conclusión demoledora es que todas las religiones son igualmente falsas: mitologías insostenibles y contradictorias desde una crítica histórica objetiva.
     La respuesta que crecientemente oigo en las aulas y en la calle por parte de aquellos que no defienden el ateísmo, es una crítica similar pero con una respuesta radicalmente distinta: quizás todas ellas son igualmente válidas, o al menos en parte. El azar o la suerte te puede llevar a una religión o a otra, pero es evidente que hay en todas ellas algo valioso, o una vaga manifestación de una deidad que todos podríamos compartir, independientemente de nuestro credo identitario. De ahí que la idea de que "existe algo, que no tiene por qué ser exactamente lo que nos dice la iglesia", cobra mucha fuerza en nuestros días y es visto con malevolencia por cualquier estructura eclesial.
      Precisamente de este punto arranca el pensamiento de autores religiosos tan diferentes como Karl Rahner, Zubiri o John Hick, un teólogo y filósofo protestante, que defiende la hipótesis del pluralismo religioso, término nada grato en los círculos eclesiásticos más conservadores. Pero antes de introducir a este pensador, tenemos que echar un repaso histórico a otras soluciones de compromiso que ha existido en la historia para reconducir el reto de la contingencia.
      
          La interpretación "evolutiva" de las religiones.          
          La primera manifestación de pluralismo religioso -no necesariamente tolerante- se ha aceptado de una forma o de otra entendiendo el hecho religioso como una gradacción ascendente en la historia de los hombres. Las religiones monoteístas, desde su campo más primitivo, presentan un ascenso evolutivo hacia la auténtica verdad revelada, que supera a todas las demás, pero no evita el hecho de que comparten parte de dicha fe auténtica. La suprema divinidad se manifiesta en la historia de los hombres en sucesivas fases, a la espera de que los tiempos estén listos para la llegada de la revelación definitiva. Moisés es la confirmación de la alianza de Dios con el pueblo judío tras las promesas a Abraham. Jesucristo encarna la culminación del mesianismo judaico, larvado desde los profetas del destierro hasta Juan el Bautista. Pero Jesucristo pasa de mesías a ser un profeta más, en cuanto Mahoma proclama el Islam (no hace falta decir aquí que esta evolución religiosa no es ajena a la política y a las luchas de poder, pero obviamos esa interpretación inmanentista de la religión). Podríamos añadir más escaños en esta evolución en el que el nuevo peldaño niega y al mismo tiempo supera a los anteriores. ¿Dónde colocar a los mesías fallidos de Israel a lo largo de su historia? ¿Qué escalón ocupan los grandes intérpretes de la religión, como Pablo de Tarso, Alí o Lutero? ¿Cómo olvidar aquí por ejemplo al fundador de los mormones, que descubre a Moroni como el último gran profeta y seguidor de la obra de Jesucristo en los futuros Estados Unidos?
        Esta forma de interpretar el devenir de las religiones confirma un ascenso, un paulatino acercamiento de la experiencia humana con una forma de divinidad cada vez más íntima con su auténtica realidad en un sentido que raya lo hegeliano, de tensiones dialécticas y síntesis superadoras en pos de un final de la historia, una consumación de los tiempos. Este ha sido un planteamiento que ha estado siempre presente de alguna u otra forma en las religiones de libro: un Dios universal permite la historia (credos pasados superados) pero no admite rivales ni competidores en el tiempo del presente.
      Sin embargo, esta filosofía de la historia recoge nuestra interpretación de que la religión a la que pertenecemos sea la verdadera. El prejuicio se vuelve cultural: la historia del mundo gira en torno al ascenso de nuestra propia cultura, sintetizadora y superadora de las demás. ¿Qué ocurre cuando "el espíritu universal" -permitan que me ponga hegeliano- de la historia humana se separa de una religión determinada? Esta deja de evolucionar, se vuelve a la defensiva y se enroca en sí misma. Los fundamentalismos actuales constituyen una respuesta a esa tensión generada por dinámica de la historia. Eso ha ocurrido con el Islam y podría pasarle en parte al cristianismo, si occidente sigue perdiendo su hegemonía cultural en el mundo.
      
         De la"doble verdad" al "doble juego", primera forma de pluralismo.
         La primera forma de enfrentarse al reto contingente viene ya de los comienzos del cristianismo. Los gnósticos primero, y los filósofos islámicos después, pretendieron establecer distintos caminos hacia la divinidad, de una forma similar a como proponían los monjes asiáticos las enseñanzas del budismo. Existe una experiencia religiosa para el pueblo, mientras que el individuo culto e ilustrado debe buscar otro sendero más trascendental y posiblemente más puro. En el panorama asiático esto se llevó a cabo de forma mucho más extensiva: a la constelación de dioses del hinduísmo o de la tradición china, se fueron sumando las recetas del budismo, el Tao o el confuncionismo, que no eliminaban las tradiciones anteriores, sino que las enriquecían y proponían nuevos caminos espirituales. El budismo reconoce tres caminos distintos, ni más ni menos, para llegar a la divinidad, y todos ellos igual de válidos.
        A esto los filósofos medievales acabaron llamándolo "teoría de la doble verdad", aunque yo preferiría llamarla en nuestros días "teoría del doble juego", en referencia a la teoría del lenguaje de Wittgenstein y a la noción de estrategia que subyace bajo la palabra de "jugar".
El budismo ofrece una perspectiva
pluralista difícilmente comparable con cualquier
otra religión.
        El primer problema al que se enfrentaba este pluralismo, partía de que los senderos escogidos por estos iluminados desembocaban en posturas que social o culturalmente no eran aceptables bajo el orden social establecido. El gnosticismo cristiano fue erradicado en el siglo IV. El sufismo musulmán se ve con sospecha por los sectores más conservadores desde casi su nacimiento. Los filósofos musulmanes aristotélicos acabaron en el gnosticismo o incluso el más puro ateísmo y por esa razón Averroes y  su teoría fue condenada irrevocablemente en la purga de 1277. También por otras razones, el budismo acabó siendo erradicado de la India en el siglo V, lugar de nacimiento de Gautama.
       Sin embargo este camino religioso no estaba muerto, ni mucho menos y reiniciaría su andadura por derroteros muy distintos en la Edad Moderna. Los ilustrados europeos a partir del siglo XVII comenzaron a jugar con las creencias deístas frente a la religiosidad popular: una religión dentro de los límites de la razón, omniabarcante, universal, frente a las religiones tradicionales, contingentes, históricas, permitiría ese doble juego que acabaría permitiendo entre otras cosas, que la tolerancia se alzara entre las distintas sectas religiosas.
        ¿Hasta qué punto este doble juego sigue siendo importante? De hecho, una parte importante de los creyentes occidentales hacen uso de ella de forma acomodaticia, adaptándolo a sus intereses individuales, y este es quizás uno de los puntos de mayor irritación para ateos y teólogos por igual. Pensemos, por ejemplo, la posición de un bioquímico de una secta evangélica. En su trabajo va a actuar conforme a los dictados de una razón científica incomprensible sin las propuestas evolutivas de Charles Darwin para explicar la naturaleza. Quizás lo haga de forma completamente inconsciente: el juego de la técnica no implica necesariamente conocer el juego de los postulados teóricos de la ciencia. Pero en su ámbito privado, en sus directrices religiosas, éticas y políticas, se va a guiar por los dictados de una religión radicalmente opuesta a la ciencia que incluso llega a condenar la propia teoría de la evolución. La inmensa mayoría considerará que no existe oposición real, porque se refieren a ámbitos de la realidad completamente distintos: uno describe el mundo, mientras que otro da una explicación trascendente del mismo. Esta posición ha sido defendida ocasionalmente por algún científico humanista como Stephen Jay Gould, con su teoría del NOMA -non overlapping magisteria-, pero en líneas generales los científicos la consideran inviable, porque la descripción de la ciencia encierra también una interpretación materialista de la realidad -Richard Dawkins y Stephen Hawking, entre otros muchos-, que cierra las puertas a esa interpretación trascendental.
      En definitiva, el "doble juego" ha concluido con el triunfo de una religión acrítica, que convive con otras sin enfrentamientos directos, como quien sigue a una moda o un equipo de fútbol, y se perfila como la vivencia religiosa predominante en nuestras sociedades secularizadas.  
     
      El enfoque antropológico de la teología del siglo XX: Rahner, Zubiri.
      La teología contemporánea se da de bruces con el pluralismo cuando ha hecho primar un enfoque antropológico a la hora de explicar la esencia de la religión. Rahner o Zubiri parten de condiciones existenciales del ser humano que les impulsan a una pregunta por la trascendencia. Para estos autores, el ser humano está volcado o religado a Dios, y negar esa comunicación íntima significaría según ellos renegar tambiéndel hombre. Naturalmente, esa pregunta por la trascendencia puede conducirnos hacia Dios o también alejarnos de él en la misma medida. Pero hasta los negadores de dios siguen participando del mismo juego linguístico que los teístas, pues la pregunta está presente en todos ellos por igual.
Karl Rahner y Joseph Ratzinger en años jóvenes:
dos formas de entender la iglesia irreconciliables.
     Lógicamente, si el hecho religioso está universalmente repartido en tiempo y espacio desde que el hombre es hombre, nos tenemos que preguntar por qué nuestra religión particular resulta ser superior a las demás, si a todos los hombres se le ha concedido, ya sea por su propia naturaleza, ya sea por un don de Dios, esa pregunta por la trascendencia. El reto de la contingencia vuelve a la escena.
      Fruto de esta aporía, Rahner considera inaceptable la condena de generaciones enteras de hombres que por mala fortuna no han llegado a conocer la fe cristiana, y  acepta la salvación fuera de los límites de la misma. A todos aquellos que desconocen la revelación cristiana los llama "cristianos anónimos": gente que actúa como si conociera la verdadera fe. ¿Cómo fundamentar esto? La gracia es un regalo gratuito de Dios y que se ofrece a todo ser humano a través de la obra del Espíritu Santo, más allá de su contingencia histórica y su situación cultural. Sin embargo, Rahner se ve en la urgencia de proponer al mismo tiempo una concepción "evolutiva" de la religión, similar a la que hemos expuesto antes, en la que la llegada de Jesucristo marcaría un antes y un después en el hecho religioso. Si no hiciera esto, no podríamos distinguir ni hacer gradacciones entre una religión y otra.
      Con la postura de Rahner las pretensiones etnocentristas de la iglesia se hacen más humildes, pero no por ello desaparecen. Se supera la antigua dificultad de la salvación más allá de la iglesia, pero estos autores se cuidan mucho de considerar que quienes conocen la auténtica fe tienen necesidad de secundarla (¡como si culturalmente fuera tan sencillo elegir religiones!). En definitiva, un último resto de etnocentrismo que no se pudo superar en la vida de estos autores.
     
       La posición radical de John Hick: la superación del etnocentrismo.
Hick: un pensador tan admirado
como temido en los sectores
religiosos por su pensamiento
pluralista.
       El teólogo protestante John Hick parte de una tesis básica: la constatación en todas las religiones de la incapacidad del ser humano de asumir y comprender en su totalidad la idea de divinidad, y de tener una experiencia directa de ese Dios. Esto es lo que acaba configurando la teología negativa: la imposibilidad de definir a Dios, porque ese Dios va a ser siempre una cosa más allá de nuestro conocimiento. John Hick hace un recorrido por el cristianismo, el Islam, el budismo o el hinduísmo y encuentra esa misma reflexión compartida por pensadores que deseaban ir más allá de la mera religión ritual. 
      Una vez descubierto ese punto en común de todas las religiones, Hick apela a la división kantiana de noumeno y fenómeno, cosa en sí y cosa percibida, para manifestar como las distintas religiones humanas son diferentes percepciones de misma divinidad. El noúmeno, la cosa en sí, correspondería con esa teología negativa, por la cual la divinidad siempre va a estar más allá de la conceptualización y experiencia personal de los individuos. El fenómeno vendría a ser aquella percepción detectable para las facultades del conocimiento humano y que Hick correspondería con las distintas revelaciones de la divinidad a lo largo de la historia de hombres, en sus distintos contextos culturales. Resulta relevante la cita del propio autor sobre su propia visión:
    
      On this view our various religious languages -Buddhist, Christian, Muslim, Hindu...- each refer to a divine fenomenon or cofiguration of divine phenomena. When we speak of a personal God, with moral attributes and purposes, or when we speak of the non-personal Absolute, Brahman, or of the Dharmakaya, we are speaking of the Real as humanly experienced, that is, as phenomenon (Hick, 2004)
       El cristianismo tiene un problema particular a la hora de asumir esa pluralidad. No ha sido un mero hombre, como Buda, Sócrates, Pitágoras, Zoroastro, Moisés o Mahoma, quien ha expuesto las verdades de la revelación divina. No ha sido un profeta: ha sido el Dios mismo quien se ha encarnado en hombre, en la figura de Jesucristo. Y es que el atrevimiento de Jesús que tanto indignaba a los judíos, vuelve a ser motivo de escándalo en nuestros días: ¿cómo puede atreverse alguien a proclamarse "hijo de Dios"? El atrevimiento es sumamente grave en un contexto contingente como es el nuestro, que imposibilita cualquier acercamiento del cristianismo hacia posturas pluralistas. ¿Cómo hacerlo, si el mismísimo Dios se ha manifestado a los judíos de esta manera?
       Lo que los cristianos ven como un símbolo de superioridad de su religión frente a las demás (un dios que se entrega a los hombres en su amor por ellos para salvarlos), el pluralismo lo asume como el principal escollo del cristianismo para normalizar sus relaciones con el resto de las religiones. De hecho, podríamos asumir hasta qué punto la teología negativa no pierde fuerza en el cristianismo ante semejante fenómeno. La respuesta de John Hick es clara: hay que eliminar el cristocentrismo que se ha impuesto en el cristianismo, y sustituirlo por una forma más laxa, más permisiva, que sea capaz de asumir la universalidad válida del hecho religioso propio en el resto de las culturas.
     En definitiva, la obra de Hick supone un paso más, mucho más radical y valiente, en la línea esbozada por Rahner. ¿Hasta qué punto las religiones podrán asumir plenamente la contingencia y afrontar una versión realmente pluralista del hecho religioso? Y una grave objeción hacia la teoría de Hick: ¿hasta qué punto las religiones pueden prescindir de su componente fenoménico, su historicidad? Esas son las preguntas que se formulan en este siglo presente, pero podríamos presentar algunos horizontes posibles como respuesta. 

      El estado de la cuestión religiosa: orientalismo versus fundamentalismo.
      Llegamos a las conclusiones, y el resultado aparente es que las religiones orientales afrontan con mucha más facilidad el pluralismo que las occidentales. ¿Está el futuro en manos de la religión oriental? No quiero llegar a esta conclusión por un mero determinismo histórico. El hecho de que China o la India sean las potencias del futuro, no quiere decir que impongan su hecho cultural como tal al resto del mundo, pero sí le pueden dar unas pautas definitivas. China es un país eminentemente ateo y religioso, en el sentido  que esa expresión puede tener en las manos del budismo o el confuncionismo. La India cuenta con un hecho religioso que pasa por ser el más tolerante del mundo, y al que el pluralismo, le guste o no, le tiene que prestar atención. Si el pluralismo no quiere caer en el vacío más absoluto o en una secta religiosa dentro de otra religión, es evidente que la solución hindú podría ser la adecuada. Esto no quita la contradicción que supone que el hinduísmo como tal sea imposible de traducirse y exportarse a otra cultura, puesto que está históricamente enraizado en la India con todo el sincretismo cultural que supone.
     Pero hay un hecho indiscutible en nuestro horizonte cultural: en los últimos cincuenta años los medios para alcanzar a la divinidad se hayan orientalizado en el mundo occidental, son una muestra del poder de este hecho religioso. En el sentido más budista que podemos dar al término, lo que cuenta es el camino, no la conclusión que alcancemos, porque esa conclusión puede ser perfectamente personal e individual, y pasa desde el ateísmo spinozista hasta cualquier otra posibilidad teísta. Políticamente supone el trasladar definitivamente el problema religioso a la esfera de lo personal y abandonar la esfera pública.

Jomeini, primera cabeza visible del
fundamentalismo actual tras la
revolución islámica de 1979. En ese mismo año
Lyotard publica La Condición Postmoderna:
¿dos caras del mismo problema?

      ¿Ha triunfado esta orientalización en el hombre contemporáneo? La virulenta reacción de las religiones monoteístas a esta forma de entender la religión pone en cuestión la universalidad de esta respuesta. La orientalización de la religión es algo tan ingenuo como pensar que el individuo puramente postmoderno existe en carne y hueso. Para un importante grupo de los creyentes, La religión se entiende como algo comunitario, se encarna en un destino compartido por un grupo de personas, y sobre todo se acaba definiendo como un rasgo importante de cualquier identidad cultural que mantiene unida a una comunidad. Esto quiere decir que frente a esta irrupción de la contingencia, el azar y el riesgo, el refugio en la comunidad se convierte en una tabla a la que aferrarse en un mar en tempestad. Solo los hombres más fuertes pueden encontrar seguridad en su propia reflexión personal, independientemente de lo que el mundo decida para ellos. Pero la comunidad de los hombres cosmopolitas, desafiantes y seguros es todavía demasiado pequeña, tan pequeña como el superhombre nietzscheano.
     Es por ello que el orientalismo más relativista y el fundamentalismo más autoritario (individualismo y comunitarismo), hayan triunfado al mismo tiempo en el mundo globalizado.  Son dos caras de la misma moneda frente al reto de la contingencia, que conviven como pueden. Como dijo Michael Walzer sobre la cultura estadounidense, asistimos a fuerzas centrífugas que optan por la ruptura frente a otras que pretenden evitarla.  Me atreveré a decir sin embargo, que la primera lleva las de ganar en este enfrentamiento, por el tercer elemento en discordia: el ateísmo y el cientifismo.
    El ateísmo filosófico y científico han hecho del fundamentalismo presas fáciles para sus críticas (y casi diría que sus únicas conquistas). El fundamentalismo se encuentra sometido a una fuerte erosión teórica y práctica en poco tiempo: sus resultados son cuestionados por el discurso científico desmitificador, o por la dinámica de la moral democrática, poco dada al absolutismo ético. Desgraciadamente y como ocurre muy a menudo, la crítica siempre es más atractiva que la propuesta. Los científicos ateos ofrecen una visión del mundo tan desoladora y deshumanizada, que es imposible llevarla a cabo hasta sus últimas consecuencias sin que la civilización no se convierta en una mera máquina, en un mundo feliz huxlesiano. La perspectiva de la ciencia atea es tan radical que acaba conviertiéndose en inviable, puesto que no solo cuestionaría la religión, sino también las bases de la democracia, los derechos humanos, el sentimiento de la justicia, la libertad o del sentido de la existencia individual. Tiendo a pensar que solo unos pocos elegidos, investigadores cultos con éxito social y económico, utilitaristas y posthumanistas a ultranza y capaces de dar sentido a su vida por la mera contemplación racional del universo, serían capaces de afrontar con serenidad esta visión de las cosas.
       Es por ello bastante factible que el hecho religioso sobrevivirá a todas sus revisiones críticas, aunque se modifique ampliamente su espectro. Esto llevaría, en definitiva, a plantear el pluralismo religioso como único modelo para el futuro a medio plazo que puede convivir con una civilización científica y democrática.

      Conclusiones.
       Y llegados a este punto, toca afrontar el último reto propuesto a las religiones: la aparición de un mundo globalizado, post-colonial y crecientemente post-occidental. En esta coyuntura, la posición evolucionista o hegeliana de las religiones se hace insostenible, y quedan tres caminos: cerrarse en su peculiaridad cultural -como puede hacer el hinduísmo, el Islam y crecientemente el cristianismo-, afrontar el pluralismo religioso o iniciar un recorrido ecuménico de envergadura desconocida. Hay que aclarar sin embargo las cosas: el hecho de que la historia dé de lado a las grandes religiones no elimina el hecho religioso, ni mucho menos. Tan solo lo redefine, una vez más, como otras tantas veces ha ocurrido en la historia.
       El primer camino nos lleva ineluctiblemente al fundamentalismo religioso. No hace falta reseñar mucho que esta es la postura de deriva que sentimos en las religiones monoteístas casi por igual, y no solo estas. El hecho religioso se convierte en un factor identitario de primer orden para un individuo zarandeado en una cultura global muy agresiva e impersonal y que busca la pertenencia a un grupo para su supervivencia.
      El segundo nos conduce a un relativismo, con muchas ventajas -la tolerancia y la apertura hacia otras formas de religiosidad entre otras- pero también con problemas, entre ellos la dificultad de distinguir una manifestación suprema de la divinidad con otra encarnada en la historia. Si yo me encuentro en un contexto cultural cristiano, es difícil que pueda desembarazarme de mi profundo bagaje cultural y aceptar el budismo sin más.
      El tercero, nos llevaría a un nuevo tipo de experiencia religiosa, una nueva manifestación de la divinidad, y quizás aquí el enfoque "evolutivo" o "hegeliano" entre por la puerta de atrás y dé sus frutos de una forma inesperada y que todavía no está muy clara. Es difícil que aparezca una nueva religión global: el tiempo eje se ha ido para siempre, pero sí podría aparecer un movimiento ecuménico masivo. En cualquier caso, este es el planteamiento al que aspiran muchas personas con un sentimiento religioso profundo, pero cuyo camino se atisba tortuoso, largo y con innumerables dificultades. La objeción que yo veo es si esto no es más que otro prejuicio cultural encubierto más, de carácter liberal y occidental o si realmente ese "prejuicio" se está convirtiendo lentamente en una variable fundamental de la sopa cultural global.  El tiempo dará las respuestas.
      En nuestra humilde opinión, el primer camino constituye un callejón sin salida a largo plazo. La ciencia y la técnica acabará deslegitimándolos con el paso del tiempo: de hecho, lo están haciendo muy deprisa. Los otros dos caminos muy posiblemente vayan de la mano y no sean tan opuestos. Si la religión tiene algún futuro,  va a ser ese. Al fin y al cabo las épocas de relativismo religioso han sido sumamente fecundas a la hora de lanzar propuestas de calado. Y todo esto, naturalmente, contando con que la "cuarta vía" fracase: la desvirtualización de la religión en manos de la ciencia y la técnica, como los ideólogos del progreso defienden desde hace dos siglos, desde Comte hasta Dawkins. Pero eso ya nos llevaría a otro debate que rebasa el propósito del presente artículo y que trataremos para otra ocasión.


BIBLIOGRAFÍA CITADA
BECK, U., GIDDENS, A. LASH, S., Modernidad reflexiva, 1996
HICK, J. An Interpretation of Religion, 2004
ONFRAY, M. Tratado de ateología, 2009
RAHNER, K., Curso fundamental de la fe
RORTY, R., Contingencia, ironía y solidaridad, 1989
WALZER, M. Tratado sobre la tolerancia, 1996
ZUBIRI, X., El hombre y Dios, 1988.

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