Recogían los periódicos que los parlamentarios escucharon por sorpresa las declaraciones del presidente cuando habló de hacer constitucional el equilibrio presupuestario. Lo que se suponía que iba a ser otro paquete más de medidas anticrisis, resultó ser una reforma constitucional en toda regla. No han sido los únicos en asombrarse. Que un gobierno moribundo, al que le quedan dos meses de vida, proponga una medida de semejante calado político no puede hacer más que poner los ojos como platos al auditorio general. Curiosamente, que esto lo proponga quien hace una semana condenaba tal medida, ya no supone sorpresa alguna, ante la trayectoria errática de este gobierno, marcada por la inevitable inercia de los acontecimientos económicos e internacionales.
Argumentos a favor de un equilibrio presupuestario, pueden encontrarlos con facilidad. Los hay coyunturales, por ejemplo, cuando la ministra de economía decía que era un "mensaje de calma a los mercados" ante la necesidad de financiación del estado. También cuentan los argumentos ideológicos, para aquellos que consideran al equilibrio presupuestario como definidor de la única política económica correcta y que permite crecimiento. O más estructurales, cuando hablamos de la duplicidad de administraciones que extienden el gasto hasta límites insospechados, o de la espiral de gasto que genera un estado del bienestar maduro como el europeo. Estos últimos son, desde mi punto de vista, los argumentos más importantes para ejercer un control de las cuentas públicas.
Hasta cierto punto, hablar de la necesidad de un equilibrio presupuestario es una perogrullada en los tiempos que corren. Por un lado, es la única política económica posible a corto plazo (en las condiciones de España como potencia mediana y con su capacidad de financiación internacional completamente mermada). Por otro, es una herramienta económica que como todas ellas, muestra sus ventajas e inconvenientes: favorece la estabilidad macroeconómica a largo plazo, pero al mismo tiempo, tiene repercusiones negativas en la recuperación económica en el corto plazo. Hasta aquí, todos estarían de acuerdo, pero ¿tiene realmente sentido introducir esta medida en un texto constitucional?
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En respuesta a esto, convendría ir señalando:
1. La constitución hace referencia a leyes fundamentales, estructurales, que están ahí por su carácter permanente, "atemporal", inspirador. El equilibrio presupuestario es una herramienta económica más, cuya viabilidad o no depende de una coyuntura determinada. No entender esto así supone aceptar dogmáticamente una posición ideológica que, ni mucho menos, ha contado con la aceptación general de los economistas y que en términos pragmáticos a veces resulta inviable y contraproducente. Estas situaciones están recogidas, por ejemplo, en la constitución alemana, que señala la legitimidad del déficit estatal en situaciones de catástrofes o crisis económicas. Si en el fondo la aplicación del equilibrio presupuestario va a ser contingente y dependerá de las diferentes coyunturas económicas, ¿para qué plasmarlo en una constitución? ¿Quedará como una mera "inspiración" para los futuros gobiernos? ¿Pasará como los criterios de Maastrich, válidos para tiempos de bonanza pero inútiles en contextos de crisis de demanda?
2. Una interpretación dogmática del equilibrio presupuestario podría entrar en oposición con otros derechos y reivindicaciones presentes en la constitución. Seguimos pensando que el gasto público está ocasionado por una mala gestión de un gobierno, cuando en una medida muy importante viene dado por caída de los ingresos y por ajustes automáticos de las leyes vigentes (por ejemplo, el gasto orientado hacia el seguro de desempleo o el aumento del gasto sanitario). En esos casos, ¿se podrán poner en entredicho esos derechos constitucionales traducidos en un estado del bienestar en nombre del equilibrio presupuestario?
3. Una medida de este calado no se puede realizar por mero trámite parlamentario, aunque la ley contemple esa posibilidad. Precisa un referendum popular, especialmente cuando estamos asistiendo a una creciente movilización ciudadana que defiende una democracia mucho más participativa y es sensible a este tipo de medidas. No hacerlo será entendido por una parte de la ciudadanía como una nueva imposición de los mercados financieros a nuestro sistema político.
Uno tiene la sensación de que existen otro tipo de pactos y consensos que permiten la aplicación del equilibrio presupuestario sin necesidad de ser traducido al texto constitucional. Los Pactos de la Moncloa fueron ejemplo de un compromiso económico entre todos los partidos cuando todavía la constitución se estaba fraguando. Más adelante, los criterios de convergencia de Maastrich asumían directamente el control del gasto público para aquellos países que desearan entrar en el euro. Un pacto de este tipo, duradero y consensuado, al mismo tiempo que asociado a una coyuntura determinada, sería el que permitiría una solución adecuada para el déficit público sin caer en estos dogmatismos tan del gusto de la ortodoxia económica neoliberal. Ortodoxia que, conviene no olvidarlo, fue la primera en 2008 en pedir el aumento del déficit público para la salvación del mercado financiero: nadie se acordó de los criterios de convergencia con la llegada de la crisis. Parece ser que esta escolástica, con todos los intereses económicos y lobbies que pueda tener a sus espaldas, es capaz de introducirse en nuestras leyes fundamentales como si de un virus se tratara, infectando a la célula entera.
2. Una interpretación dogmática del equilibrio presupuestario podría entrar en oposición con otros derechos y reivindicaciones presentes en la constitución. Seguimos pensando que el gasto público está ocasionado por una mala gestión de un gobierno, cuando en una medida muy importante viene dado por caída de los ingresos y por ajustes automáticos de las leyes vigentes (por ejemplo, el gasto orientado hacia el seguro de desempleo o el aumento del gasto sanitario). En esos casos, ¿se podrán poner en entredicho esos derechos constitucionales traducidos en un estado del bienestar en nombre del equilibrio presupuestario?
3. Una medida de este calado no se puede realizar por mero trámite parlamentario, aunque la ley contemple esa posibilidad. Precisa un referendum popular, especialmente cuando estamos asistiendo a una creciente movilización ciudadana que defiende una democracia mucho más participativa y es sensible a este tipo de medidas. No hacerlo será entendido por una parte de la ciudadanía como una nueva imposición de los mercados financieros a nuestro sistema político.
Uno tiene la sensación de que existen otro tipo de pactos y consensos que permiten la aplicación del equilibrio presupuestario sin necesidad de ser traducido al texto constitucional. Los Pactos de la Moncloa fueron ejemplo de un compromiso económico entre todos los partidos cuando todavía la constitución se estaba fraguando. Más adelante, los criterios de convergencia de Maastrich asumían directamente el control del gasto público para aquellos países que desearan entrar en el euro. Un pacto de este tipo, duradero y consensuado, al mismo tiempo que asociado a una coyuntura determinada, sería el que permitiría una solución adecuada para el déficit público sin caer en estos dogmatismos tan del gusto de la ortodoxia económica neoliberal. Ortodoxia que, conviene no olvidarlo, fue la primera en 2008 en pedir el aumento del déficit público para la salvación del mercado financiero: nadie se acordó de los criterios de convergencia con la llegada de la crisis. Parece ser que esta escolástica, con todos los intereses económicos y lobbies que pueda tener a sus espaldas, es capaz de introducirse en nuestras leyes fundamentales como si de un virus se tratara, infectando a la célula entera.