El electorado conservador está de enhorabuena. Su archienemigo tradicional, el PSOE, representante de la socialdemocracia en nuestro país, está en la crisis más profunda de su historia. Las elecciones de Galicia y Euskadi parecen estar dando la puntilla a un partido sin rumbo desde que estalló la crisis de la deuda en el 2010. La fuerza que se levantó con rotundidad en las elecciones de 1977 -contra pronóstico- como el partido moderno y moderado de la izquierda democrática, y que durante mucho tiempo se ha visto como la mayoría natural de la sociedad española, está cosechando sus peores resultados desde la Transición. Las razones para esa catástrofe son muy variadas, pero fundamentalmente obedece a una sola cosa: la incapacidad de definirse políticamente como una alternativa viable y coherente al discurso hegemónico conservador y sobre todo, a la solución liberal de la crisis que pasa única y exclusivamente por el adelgazamiento del estado a toda costa y a toda prisa. Si a esto añadimos la gestión poco acertada y errática de los primeros años de la crisis, el PSOE se ha convertido en un partido a la deriva, sin timonel competente ni rumbo claro que tomar.
Pero podríamos pensar que ese electorado conservador opuesto tradicionalmente al partido socialdemócrata no tiene tantas cosas de las que alegrarse, si fuese mínimamente responsable. El partido conservador no ha ganado sustancialmente votos desde las elecciones del 2011, ni ha hecho nada para fortalecer un consenso social, sino más bien todo lo contrario. Sabedor que para mantenerse el el pdoer en una democracia basta tener un 40% de fidelidad entre la población votante o incluso menos, puede aplicar sus políticas y recetas económicas agresivas, sabiendo que mientras sus competidores están divididos o se abstengan, nadie podrá hacerle sombra. Sin embargo esta autocomplacencia -que puede hacerse arrogante, como vemos en muchas salidas de tono del actual gobierno- no esconde la gravedad de la situación. En ausencia de la alternativa socialdemócrata, este votante ausente, frustrado, resignado o cabreado se vuelve un interrogante, una incógnita por resolver, y sobre todo, en algo imposible de determinar en torno a su evolución política. En el mejor de los escenarios para los conservadores, este votante resignado prescindirá de la política, convencido de que haga lo que haga, ni su voto ni su acción política alternativa valdrá nada. En el peor de los casos, el votante frustrado socialdemócrata desplazará su voto hacia el radicalismo. Aquí la ecuación es sencilla y funciona con relativa frecuencia: la disminución de intención del voto del PSOE (y menos afiliación sindical por otro lado), es proporcional al aumento del número de manifestaciones, disturbios y actuaciones antisistema al que nos estamos acostumbrando alarmantemente en nuestro día a día, por no hablar del voto populista que hasta el momento está fragmentado, pero del que no sabemos su evolución, y de la respuesta nacionalista, que amenaza seriamente con fracturar el país.
Raras veces el hundimiento de la socialdemocracia ha tenido rédito político a largo plazo para la democracia liberal. Como últimamente estamos dados a la historia, pongamos dos ejemplos del siglo pasado. La desaparación del SPD en los años treinta de la República de Weimar, tuvo como consecuencia el auge del voto totalitario del KPD (comunista) o del NSDAP (nazi). Los gobiernos conservadores encabezados por Brunning o Von Papen no tuvieron ascos en actuar en coalición con los radicalismos fascistas, hasta que fueron destruidos por ellos. En España el fracaso de la coalición republicana encabezada por Azaña en los dos primeros años de la II República española condujo inevitablemente a la radicalización del PSOE y el levantamiento de Asturias. La posterior represión del gobierno conservador condujo a una polarización que acabó como todo el mundo sabe (o debería saber) en nuestro país. Es estúpido buscar responsabilidades ideológicas, sobre si fueron culpables socialistas o moderados en el hundimiento de la democracia tanto en España como en Alemania. Ambos fracasaron y tuvieron su parte de responsabilidad en la caída de una democracia que sencillamente dejó de ser atrayente y creible como modelo político para la mayoría del país.
Nuevamente, el reto político se repite. El partido conservador tiene que evitar mirarse únicamente en sus estrechas bases sociales (hace tiempo que han dejado de gobernar para todos los españoles) y dejar de confiar en el espejismo de una recuperación económica que tardará demasiado en llegar y que no afectará a todos por igual. Pero el partido socialista lo tiene aún más difícil. Tendrá que optar entre una alianza con los poderes en el gobierno y Europa en nombre de cierta responsabilidad política o abrazar el populismo y romper la baraja. La primera solución ha sido duramente castigada en las urnas. Toca saber ahora si tras la hecatombe electoral, el populismo será la solución o si la imaginación y la inteligencia nos permitirá vislumbrar otras soluciones más complejas, pero que podrían pasar por reinventar la política y su dimensión meramente nacional. Quizás la huelga general de noviembre sea un aviso de cómo la izquierda debe actuar en el futuro, rompiendo las fronteras nacionales y con la escala europea como única forma de presión efectiva. Pero solo quizás. Como dirían los antiguos, quieran los Dioses ser propicios y dar clarividencia a nuestros gobernantes y políticos. La necesitan más que nunca.