Permítanme ahora que haga una paráfrasis fácil de Sieyes, para revisar nuestro léxico político: ¿Qué es la igualdad? La opresión de los prejuicios de la mayoría sobre la minoría diferente. ¿Qué pide la minoría? El reconocimiento de la mayoría. ¿Cómo? A través de un trato de favor por parte del estado.
No, esto no es retornar a la sociedad estamental. Más bien lo contrario. En nuestros días, lo vemos en aquel nacionalista que defiende el federalismo asimétrico -como por ejemplo el estatuto catalán-, en la feminista que reclama un número determinado de ministras, en los discapacitados que piden un número reservado de puestos en los empleos del estado, o en las minorías religiosas que reclaman un trato distinto por parte del estado. Es lo que se conoce con el famoso nombre de la discriminación positiva y que recoge más o menos la teoría política del multiculturalismo, o los derechos de “tercera generación” del estado del bienestar.
Decía la Biblia más tradicional del liberalismo (léanse los libros de Locke, el liberalismo doctrinario) que los individuos dentro de un estado determinado debían tener un mismo trato jurídico para eliminar todo tipo de privilegios. El salto de lo que se conoce de sociedad estamental a sociedad de clase viene determinado en términos jurídicos por este nuevo trato al individuo, que pasa a ser considerado ciudadano y que es el sujeto en el que se depositan los derechos y deberes de la ley. Esta expansión de las libertades individuales vino acompañada de la construcción del estado nacional. A la libertad de la Revolución le acompañaron las levas, los gritos de la Marsellesa, las imposiciones autoritarias del gobierno central, y más adelante, el ferrocarril (que siempre conduce a la capital), la educación y las historias nacionales. El estado liberal quería que por encima de todo, se construyera una patria en la que se diera consistencia a esos valores de libertad, igualdad y fraternidad: un nacionalismo integrador. Integrador frente a lo igual, excluyente frente a todo lo demás: piénsese que los miembros del Ku-Kux-Klan eran todos defensores de la democracia y del partido demócrata. Y es que la democracia y los derechos que la acompañaban era cosa de hombres, blancos, cristianos, racionales, y preferentemente propietarios, por supuesto.
No, esto no es retornar a la sociedad estamental. Más bien lo contrario. En nuestros días, lo vemos en aquel nacionalista que defiende el federalismo asimétrico -como por ejemplo el estatuto catalán-, en la feminista que reclama un número determinado de ministras, en los discapacitados que piden un número reservado de puestos en los empleos del estado, o en las minorías religiosas que reclaman un trato distinto por parte del estado. Es lo que se conoce con el famoso nombre de la discriminación positiva y que recoge más o menos la teoría política del multiculturalismo, o los derechos de “tercera generación” del estado del bienestar.
Decía la Biblia más tradicional del liberalismo (léanse los libros de Locke, el liberalismo doctrinario) que los individuos dentro de un estado determinado debían tener un mismo trato jurídico para eliminar todo tipo de privilegios. El salto de lo que se conoce de sociedad estamental a sociedad de clase viene determinado en términos jurídicos por este nuevo trato al individuo, que pasa a ser considerado ciudadano y que es el sujeto en el que se depositan los derechos y deberes de la ley. Esta expansión de las libertades individuales vino acompañada de la construcción del estado nacional. A la libertad de la Revolución le acompañaron las levas, los gritos de la Marsellesa, las imposiciones autoritarias del gobierno central, y más adelante, el ferrocarril (que siempre conduce a la capital), la educación y las historias nacionales. El estado liberal quería que por encima de todo, se construyera una patria en la que se diera consistencia a esos valores de libertad, igualdad y fraternidad: un nacionalismo integrador. Integrador frente a lo igual, excluyente frente a todo lo demás: piénsese que los miembros del Ku-Kux-Klan eran todos defensores de la democracia y del partido demócrata. Y es que la democracia y los derechos que la acompañaban era cosa de hombres, blancos, cristianos, racionales, y preferentemente propietarios, por supuesto.
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Sin embargo aquella fina capa de igualdad mostraba diferencias bien patentes: a medida que pasa el tiempo, el obrero, la mujer, el artista, y mucho tiempo después el homosexual, el ecologista, la feminista y el inmigrante, van a poner contra las cuerdas a finales del siglo XX esta idea de la igualdad liberal. No hace falta decir aquí que el socialismo nunca creyó en esta igualdad, porque encerraba el engaño de la opresión económica: no pasaba de ser mera ideología de la clase dirigente. Y sin embargo, a finales del siglo XX, son los propios pensadores liberales los que cuestionan el núcleo duro de su propia teoría: La igualdad es un engaño porque somos culturalmente diferentes. La igualdad liberal ahora es una construcción puramente etnocéntrica. Los WASP serán minoría, el destino manifiesto desapareció, la Grandeur de la France pasó, ya no hay Una, Grande y Libre. Vivimos en sociedades multiculturales, una realidad dolorosa que llama a nuestra puerta con la inmigración o los nacionalismos. Cada individuo que pasa por la calle en una gran ciudad reclamará para sí una complejidad cultural importante y única. Podrá hablarnos posiblemente de discriminaciones por parte de un estado que en nombre de la mayoría reclama una igualdad que beneficia a los que piensan como ellos. Resultado: el resquebrajamiento de una teoría política abstracta, que ahora se vuelve esquizofrénica: desde el regreso a los modelos del mijo, el pragmatismo y el contextualismo histórico (Parekh) o el liberalismo multicultural comprometido con la pluralidad (Kymlicka, Miller).
El relativismo que profesa esta posición ha sido el flanco débil de esta teoría, sobre todo porque no es capaz de defenderse frente a las minorías que no quieren integrarse en el conjunto de la sociedad. Después de los optimistas noventa, llegó el 11-S. Los últimos años han sido una contradicción entre otorgar derechos a minorías y alumbrar un ambiente de creciente hostilidad en el grueso de la población occidental. La polémica de los miranetes en Suiza ha sido uno de los últimos ejemplos, pero podrían extraerse más. Pero uno se pregunta si podemos realmente echar la vista atrás y retornar a las posiciones cerradas de antaño. Volver simplemente a las esencias de la vieja Europa significará negarse a afrontar el reto, empequeñecernos sin remedio y acabar desapareciendo de la historia.
.Sin embargo aquella fina capa de igualdad mostraba diferencias bien patentes: a medida que pasa el tiempo, el obrero, la mujer, el artista, y mucho tiempo después el homosexual, el ecologista, la feminista y el inmigrante, van a poner contra las cuerdas a finales del siglo XX esta idea de la igualdad liberal. No hace falta decir aquí que el socialismo nunca creyó en esta igualdad, porque encerraba el engaño de la opresión económica: no pasaba de ser mera ideología de la clase dirigente. Y sin embargo, a finales del siglo XX, son los propios pensadores liberales los que cuestionan el núcleo duro de su propia teoría: La igualdad es un engaño porque somos culturalmente diferentes. La igualdad liberal ahora es una construcción puramente etnocéntrica. Los WASP serán minoría, el destino manifiesto desapareció, la Grandeur de la France pasó, ya no hay Una, Grande y Libre. Vivimos en sociedades multiculturales, una realidad dolorosa que llama a nuestra puerta con la inmigración o los nacionalismos. Cada individuo que pasa por la calle en una gran ciudad reclamará para sí una complejidad cultural importante y única. Podrá hablarnos posiblemente de discriminaciones por parte de un estado que en nombre de la mayoría reclama una igualdad que beneficia a los que piensan como ellos. Resultado: el resquebrajamiento de una teoría política abstracta, que ahora se vuelve esquizofrénica: desde el regreso a los modelos del mijo, el pragmatismo y el contextualismo histórico (Parekh) o el liberalismo multicultural comprometido con la pluralidad (Kymlicka, Miller).
El relativismo que profesa esta posición ha sido el flanco débil de esta teoría, sobre todo porque no es capaz de defenderse frente a las minorías que no quieren integrarse en el conjunto de la sociedad. Después de los optimistas noventa, llegó el 11-S. Los últimos años han sido una contradicción entre otorgar derechos a minorías y alumbrar un ambiente de creciente hostilidad en el grueso de la población occidental. La polémica de los miranetes en Suiza ha sido uno de los últimos ejemplos, pero podrían extraerse más. Pero uno se pregunta si podemos realmente echar la vista atrás y retornar a las posiciones cerradas de antaño. Volver simplemente a las esencias de la vieja Europa significará negarse a afrontar el reto, empequeñecernos sin remedio y acabar desapareciendo de la historia.
Fotografías de tercero de la E.S.O. para EpC, 2009.
Sugiero www.zeitgeistmovie.com
ResponderEliminarhttp://www.turemanso.com.ar/maneras/canciones/igual.html
Esta última es una canción de mi adorado León Gieco que sintetiza como buen artista las relaciones de poder que rigen al mundo desde tiempos inmemoriales (inclusive las de América (Argentina) con Europa (España)..., ji, ji!!)
Pregunto, ¿Existen preguntas útiles? Al mencionar las inútiles en "de qué va esto", me queda esa duda, cuáles son cuáles.
Gracias por el link... Ya le he echado un vistazo a esa página. La verdad es que se ven muy buenos blogs que provienen del cono sur.
ResponderEliminarY sobre las preguntas, qué puede decir un filósofo? Me interesa más suscitar la pregunta en un alumno que la respuesta. Eso último es labor suya (y también si la pregunta merece la pena ser planteada).