La iglesia, renovación o muerte. |
Nos preguntamos cuánto tiempo la iglesia católica podrá soportar la atonía en la que lleva inmersa estos últimos meses. Al igual que la clase política europea, la parálisis la corroe. Los escándalos la cercan, y su capacidad de llamada se reduce. Llámese como se quiera: miedo al cambio, enroque en sí misma o incapacidad evolutiva. En estos días, cuando se les pregunta qué va a ser de la iglesia, algunos incluso tienen la desfachatez de encomendarse al Espíritu Santo, a ver si desface el entuerto, que viene a ser una cosa tan vacía como confiar en las argucias de la Razón de Hegel para el devenir histórico o en la mano invisible para satisfacer a los mercados capitalistas. Y sin embargo, la historia de la iglesia es una cosa de hombres -desgraciadamente solo de hombres-. Es decir, somos nosotros -o son ellos, los cardenales- los que tienen el destino en sus manos. El Espíritu Santo, de hacer algo, siempre lo hará después en boca de sus seguidores, al igual que la Mano invisible o las argucias de la Razón. Pero si los individuos de carne y hueso no mueven las piezas en el tablero de ajedrez, nadie lo va a hacer.
La situación ha llegado a tal degradación que ya no se impone meramente la elección de un nuevo papa. Se debe plantear un Concilio que aborde de una vez por todas los gravísimos escándalos que sacuden la jerarquía eclesial y por supuesto el desfase histórico de la iglesia frente a la realidad que le toca vivir. Enrocarse como lo ha hecho desde los años ochenta en el fundamentalismo es una estrategia que funciona, pero solo a corto o medio plazo. Los embistes de la modernidad siguen ahí, sin tregua, en forma de graves crisis económicas y políticas. La identidad se erosiona sin remedio y reduce el número de fieles, aunque estos se vuelven más fanáticos que nunca. La realidad, cada vez menos mágica y más desacralizada para la gran mayoría de la sociedad, se vuelve ajena al fenónemo religioso. Desde la religión se nos dice que el relativismo heredado de la Modernidad genera vacío, desilusión a largo plazo. Muy posiblemente no se equivocan en el diagnóstico. Pero el dogmatismo de la fe no parece ofrecer una solución adecuada para una mentalidad que sea mínimamente crítica e ilustrada. Especialmente cuando quien esgrime esa posición dogmática es tan opaca como la jerarquía católica. La única religión posible de nuestros días es abierta al diálogo, polimorfa, hindú, budista, protestante, liberal en términos políticos. Algo difícil de digerir para el catolicismo actual.
Además sería un engaño afirmar que la modernidad no ha traído consigo valores que ya son de proporciones planetarias. Estos valores ya forman parte de la cultura global y de una ética de dimensiones universales, que curiosamente conviven con ese lado oscuro del relativismo moderno, porque son intrínsecos a ellos: los valores de igualdad y libertad. Es la vertiente política del relativismo ético, y esa vertiente no tiene que ser necesariamente relativista, sino todo lo contrario, como ha mostrado la filosofía política desde Isaiah Berlin hasta nuestros días. Necesitamos valores políticos irrenunciables, si queremos mantener los avances de la modernidad.
La búsqueda de la igualdad es uno de esos ideales irrenunciables. Esa igualdad hace que la exclusión de la mujer de la vida eclesial sea inaceptable a ojos de gran mayoría de la población, cristiana o no. La ausencia del género femenino en cualquier toma de decisión de poder en la iglesia es directamente escandalosa. Resulta inaceptable para nadie a no ser que tradicionalmente y culturalmente pertenezca a la iglesia católica, y sería motivo para una auténtica rebelión femenina dentro de ella. Pero esa igualdad choca con más prejuicios dentro del catolicismo. La iglesia sigue siendo fundamentalmente etnocéntrica, con un poder controlado desde los países mediterráneos, europeos, donde ha habido un mayor compromiso político entre estado e iglesia. Resulta chocante que la iglesia mayoritaria de América Latina, la que vive en minoría, como en América del norte, o la de lugares emergentes como África sigan teniendo un papel secundario en las tomas de decisión relevantes.
El valor de la libertad es el otro gran ideal incumplido por la iglesia. Lo aleja de una sociedad minímamente autocrítica. El miedo a la represalia y la censura hace que intelectuales de gran capacidad y hombres de acción en la iglesia vivan en el peor de los exilios, el silencio. En este ambiente, la transparencia informativa o la búsqueda de objetividad se hace imposible, porque la actitud crítica se convierte en algo peligroso. Sin embargo la capacidad para manipular u ocultar la información inconveniente se hace inviable en la era de internet y la globalización, como ha manifestado el caso Vatileaks, los casos de pedofilia, o las irregularidades financieras del banco del Vaticano. Ya no estamos en Trento, donde la iglesia disponía del catecismo y la Inquisición para guiar a los fieles, sino en el siglo XXI, y la transparencia es la única política duradera en el tiempo.
Pero la libertad tiene también una realización política en un intento de democratización de las instituciones. Si alguien habla de "democracia" en un cónclave de cardenales casi octogenarios algunos de ellos, porque todos ellos tienen igualdad de voto, es que no ha entendido adecuadamente el significado de esa palabra. Sí, la jerarquía católica es extremadamente democrática, si lo comparamos con las monarquías feudales o el organicismo del Antiguo Régimen o con las Cortes de Franco. Pero las democracias liberales nunca son orgánicas. El pueblo católico está representado en unos individuos alejados muchas veces de los problemas reales de la sociedad, por motivos de edad, ideología, posición y status social. El sentimiento de muchos creyentes críticos está bien lejos de los que se van a sentar y delibear en la capilla sixtina durante los próximos días.
Nunca ha hecho más falta una auténtica "primavera política" para la iglesia. Que es un salto al vacío, nadie lo duda. La historia es así también y se mueve bajo esas circunstancias. Pero el riesgo a correr es bastante menor comparado con el peligro del inmovilismo.