Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

sábado, 30 de mayo de 2020

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 Me encuentro discutiendo con unos y con otros sobre el ingreso mínimo vital, y todavía tengo la extraña sensación de que la gente no se ha dado cuenta de la gravedad de la situación en la que nos encontramos. Con un 20% de la población en riesgo de exclusión social, en realidad, ¿se puede hacer otra cosa para no condenar a esa gente al hambre? Los argumentos clásicos liberales ya no son válidos y me voy a centrar en dos de ellos. 

 

El primer argumento en contra de esta medida nos habla del riesgo de crear un enorme desincentivo para el empleo. Esto tiene sentido cuando existe un empleo que buscar. Pero el riesgo de crear una cultura clientelar de vagos acomodados es bastante reducido. Directamente, hablamos de enormes nichos de empleo que han desaparecido para un largo periodo de tiempo y que no sabemos si volverán a recuperarse nunca más, y mientras tanto, una amplia capa de la población no podrá trabajar, incluso cuando esté deseando hacerlo para mejorar su calidad de vida, porque lógicamente, esta ayuda no es una cobertura para vivir con comodidad.  El otro argumento liberal tradicional para rechazar esta iniciativa también se puede cuestionar. El endeudamiento del estado hace inviable esta prestación. Es cierto. Los recursos de los que disponemos son los que son, y además, tenderán a decrecer. Pero el gasto del estado viene marcado por una serie de prioridades, y esta ha pasado a convertirse quizás en una prioridad máxima, después de la cobertura sanitaria. Una parte de la población que vive todavía holgadamente, debe arrimar el hombro y naturalmente, también se empobrecerá: en forma de más impuestos, sueldos más bajos o perder parte de los derechos sociales que antes el estado sí le había ofrecido y que a partir de ahora no podrá mantener. Es un juego clásico de suma cero en economía: lo que añades en un sitio, deberás quitarlo de otro. Esta medida, contrariamente a lo que dicen los ingenuos (o tal vez simples farsantes) triunfalistas del gobierno, no amplía el estado del bienestar, sino que lo reorienta hacia otros fines.

Las cosas están relativamente claras: caminamos hacia una senda de decrecimiento sostenido, en la que sí o sí, la población española en su conjunto va a empobrecerse. En una situación tan extraordinaria como esta, o distribuimos nuestros recursos adecuadamente o caeremos en el tormentoso camino de la desigualdad de muchos países latinoamericanos. Ni el mercado, incapaz de regresar al crecimiento a corto plazo, ni la solidaridad de la sociedad civil  va a poder cubrir este inmenso hueco de pobreza, y el único medio que conocemos en nuestra cultura occidental es apelando nuevamente al estado. Es el estado o la anarquía, volviendo a nuestro espíritu hobbesiano de base.

 

 

 

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