BHIKHU
PAREKH: Rethinking Multiculturalism. MacMillan Press, London, 2000. 379 pp.
En nuestros días reflexionar
dentro de la filosofía política ya no es posible desde construcciones teóricas
demasiado abstractas. Si existen hoy múltiples temas en este ámbito, su
planteamiento debe ser necesariamente enriquecido por la experiencia concreta
que nos ofrecen los actuales conflictos políticos, alejado de la mera
especulación, y en contacto permanente con otras disciplinas. Es por ello de
agradecer esta nueva literatura, de pretensiones filosóficas tal vez más
humildes –en un sentido no despectivo del término, sino contrario a las
perspectivas universalistas-, pero más cercana en el tratamiento y formulación
práctica de los problemas. Debido a esto, quien intente encontrar un núcleo
teórico fuerte y definitivo que responda a la cuestión del multiculturalismo
quizás piense esta obra con un toque decepcionante y que no alcanza las
expectativas esperadas; otros pueden ver en esa misma característica una de las
mayores virtudes del libro.
Hoy no suele escribirse desde un
vacío vital; antes bien tiende a reivindicarse casi lo contrario. Si otros
autores como Kymlicka, Taylor o Tamir ven su reflexión filosófica tamizada por
la coyuntura que les toca vivir (como es el caso del nacionalismo liberal),
pensadores como Parekh no olvidan su ascendencia oriental, que está muy
presente en otras obras suyas destacadas (como también está patente en autores
tan distintos como Amartya Sen o Arjún Appadurai). Su propia trayectoria
identitaria se verá reflejada y enriquecerá su producción intelectual. Sin
ninguna dilación encuadraríamos este libro en esa nueva forma de escribir sobre
teoría política, más allá de etiquetas académicas de uno u otro signo.
A esta característica debemos
añadir otra más, una virtud estilística causada también por su propia
trayectoria intelectual. Como historiador de las ideas (que le ha caracterizado
en anteriores trabajos), desarrolla una forma narrativa muy sólida, al más puro
estilo sistemático y analítico. Esto es de agradecer, sobre todo cuando muchos
filósofos pragmatistas, al estilo de Richard Rorty, abandonan su pensamiento
político en meras intuiciones recubiertas de una elegante forma literaria, pero
sin preocuparse excesivamente en
concretar sus aportaciones o ilustrarlas con el aporte de otras disciplinas
sociales. Para los conflictivos temas que aborda el presente libro Parekh no se
contentará con ilustraciones superficiales, y lejos de simplificar los
problemas, intentará exponer su mayor grado de complejidad.
Ahora bien, ¿qué puede decirse
de nuevo al pretender “repensar el multiculturalismo”? Es evidente que existe
una creciente “necesidad de reconocimiento”, como afirmaba Charles Taylor[1]
por parte de comunidades culturales antes ignoradas y que han estado integradas
en sociedades e instituciones políticas homogeneizantes. A la hora de
clasificar un estudio sobre esta materia nos viene a la mente dos principales
orientaciones, que obedecen a enfoques teóricos bastante distintos. El primero
de estos enfoques parte de los estudios culturales, las políticas de diferencia
y lo que se denomina como nuevos movimientos sociales. Este planteamiento tiene
especial preferencia por el estudio de las relaciones de poder que mantienen
las categorías de la identidad cultural en el seno de sociedades altamente
complejas, en un momento de acusados flujos migratorios, una profunda
reestructuración de los estados nacionales y el inicio de integraciones económicas
a niveles continentales. Nuestra respuesta puede oscilar desde la clave de la
politología neorrealista (como Huntington o Sartori) hasta la de los cultural
studies y la sociología postmoderna. El segundo planteamiento nos
conduciría a un ámbito más puramente filosófico. Bebe esencialmente del
cuestionamiento de las sociedades liberales a la hora de responder a estos
movimientos culturales y plurinacionales. Como es lógico, esta perspectiva, que
atraviesa estrictamente la filosofía política contemporánea, analiza el impacto
sobre la construcción teórica del liberalismo de sociedades menos homogéneas,
en las que crecientes grupos minoritarios no comparten o son ajenos al patrón
cultural solicitado por las instituciones
y la sociedad civil heredadas por el liberalismo.
El libro de Bhikhu Parekh aún
haciendo eco de ambos planteamientos, orienta
su obra hacia el segundo campo, pero su aportación original debe ser
comprendida en la medida en que aplica las hipótesis de los nuevos estudios de
la cultura, en una línea que recuerda en algunos momentos a Michael Walzer. El
debate, por otra parte, cuenta con resonancias lejanas al sostenido entre
comunitaristas y liberales en los últimos años, y que ahora va siendo acotado y
matizado por los distintos problemas con los que la filosofía política de la
última década se enfrenta. Parekh retoma el enfrentamiento de manera más
radical y con una trascendencia histórica de mayor alcance. Recordemos cómo el
debate giraba en torno a la autoconcepción que el pensamiento liberal hacía de
sí mismo como teoría no comprehensiva o sustantiva del bien, capaz de articular
una teoría de derechos para una sociedad
cualquiera, y se salda con la matización de los pensadores liberales más
relevantes hacia posiciones más moderadas, contextualizadas histórica y
culturalmente. Este retroceso, aunque muy positivo, no es para nuestro autor lo
suficientemente radical, puesto que mantienen intactas todavía, aunque de
manera más soterrada, las bases del liberalismo.
El libro se desarrolla por tanto
atendiendo a varias metas. En primer lugar, exponer un desguace filosófico de
cualquier teoría del hombre y de la cultura de perspectivas monistas o
esencialistas y afrontar el pluralismo
cultural desde definiciones más flexibles que las tradicionales. Parekh para
ello ofrece un bosquejo histórico lo suficientemente amplio y profundo que nos
permiten vislumbrar el lejano punto de arranque del problema. En segundo
término, el libro pretende ofrecer una base conceptual diferenciada de las
posiciones liberales. Sin embargo, como veremos, su postura teórica será
difícil de separar del propio resultado de la práctica multiculturalista. De
esta forma, Parekh hace saltar por los aires cualquier reduccionismo filosófico
que podamos extraer, independiente de la propia dinámica práctica de las
políticas multiculturalistas. Es por ello que el repaso práctico de los
principales conflictos multiculturales engendrados en las últimas dos décadas sea algo
inevitable. Esta última parte, bastante amplia y atractiva, no puede entenderse
como mera aplicación del aparato teórico, sino como una confluencia de ambos,
de manera que la práctica misma va enseñándonos en su propio desarrollo nuevas
herramientas y formas de argumentar dentro de las sociedades multiculturales.
El periplo histórico que
mantiene la primera parte del libro se centra especialmente en tres cuestiones:
la autocomprensión monista del ser humano, el desarrollo del pluralismo
cultural a lo largo de la edad moderna y finalmente, las interpretaciones
liberales para asumir dicho pluralismo. Si para evaluar el monismo cultural
Parekh expone brevemente las tradiciones griegas y cristianas, alcanzando las
posiciones del liberalismo decimonónico, en la edad moderna se detiene
especialmente en tres autores en los que comenzaría a deslumbrarse la tendencia
hacia postulados pluralistas: Montesquieu, Vico y Herder acabarían, desde muy
distintos puntos de partida (la geografía, la historia y la diversidad
lingüística) presuponiendo algún tipo de pluralismo cultural, que sin embargo
Parekh no duda en criticar como posturas todavía demasiado etnocéntricas y con
una definición de la comunidad cultural como una realidad excesivamente
estática y reificada.
Parekh resume tres críticas a las que considera como
las formulaciones del liberalismo más complejas de los últimos años, y que se
centran en Rawls, Raz y Kymlicka. En primer lugar, el principio de autonomía
individual constituye (en distinta medida para cada uno de los autores
liberales), el marco referencial básico del liberalismo. Sin embargo esta
capacidad de autonomía está previamente limitada de antemano; no surge de la
nada, funciona dentro de límites flexibles, pero determinados. A diferencia de
la interpretación liberal, la cultura no actúa únicamente a posteriori,
como medio de configuración identitaria del individuo. Según esta
interpretación, cuanto mayor número de opciones dispongamos nuestra sociedad
será pluralmente más rica y más auténticamente liberal. Es cierto que el
liberalismo ha atenuado esa autonomía abstracta, y no niega la existencia de
unos horizontes concretos en los que las sociedades liberales por necesidad
tienen que adecuarse (como son las comunidades nacionales) pero los liberales
cuidan mucho de reducir en exceso nuestro campo de elección moral. En segundo
lugar, los liberales actúan con un binomio excluyente entre formas de vida
liberales y no liberales, en lugar de ver esas formas de vidas como
independientes y no como opuestos. Por último, el profesor de Hull critica las
versiones “adelgazadas” del liberalismo, que proponen establecer un mínimo
moral exigible a la sociedad que pretende preciarse de abrazar la teoría
liberal. En realidad este mínimo moral supone en la práctica aceptar los
postulados básicos del pluralismo liberal.
Sin embargo, después de
matizar las limitaciones de las posturas liberales, ¿qué patrón podría ser
aceptable para la propia definición del pluralismo y las tensiones entre
distintas comunidades culturales? ¿Cuál debe ser ahora nuestra postura ante la
pluralidad cultural? Como sugiere el mismo autor, la visión liberal defiende la
pluralidad como modo de enriquecer nuestra idea de autonomía, pero con el
riesgo de reducirla a una reproducción del modo de vida propiamente occidental.
Los detractores del liberalismo, sin embargo, defienden la diversidad de
culturas pero no consiguen explicar por qué pueden ser positivas las sociedades
plurales. Ni el monismo etnocentrista ni el pluralismo dogmático, que defiende
la inconmensurabilidad entre distintas culturas y niega cualquier diálogo,
parecen buenos compañeros de viaje a la hora de garantizar una política
multiculturalista. Parekh no rechazará la postura pluralista, pero rehuirá de
cualquier planteamiento que puedan incluirle en una sentencia herderiana, a la
forma del comunitarismo más conservador e irreal. Es necesario por tanto una
redefinición no esencialista del ser humano y del hecho cultural en sí mismo;
que redefinición que importará preferentemente de las nuevas corrientes de la
ciencia social y el contexto de la globalización.
Parecería a simple vista –especialmente para los
monistas- que el término de “ser humano” englobaría unas características
básicas comunes y fácilmente extensibles a cualquier comunidad humana. La
interpretación más cerrada nos diría que la conceptualización del ser humano
nos permitiría hallar las coordenadas perfectas para alcanzar unos valores
universales mínimos, extensibles a cualquier cultura. Aunque rechacemos
abiertamente esa postura, siempre quedaría la posibilidad alcanzar una especie
de contenido mínimo acorde para lo que puede considerarse un desarrollo
adecuado de las capacidades humanas. Aún cuando lográsemos definir algunos
aspectos formales que aseguran ese desarrollo adecuado y que podrían
universalizarse (desde una base biológica mínima y unas circunstancias
psicológicas determinadas para el desarrollo del hombre, por ejemplo), el
problema vendría limitado a la hora de formular qué es el ser humano, y quién
alcanza la “dignidad” humana, porque cada cultura particular establece su
propia definición de humano: “Respect for human life is a universal value,
but different societies disagree on when human life begins and what respect for
it entails.” (“El respeto por la vida humana es un valor universal, pero
las distintas sociedades están en desacuerdo a la hora de definir cuándo
empieza la vida humana y qué respeto merece”) (pág.135). Este problema es
central a la hora de reflexionar el rechazo que ha podido suscitar esfuerzos
universalistas como la Carta de Derechos Humanos de 1948, al intentar asociar
una idea de ser humano con instituciones concretas propias de Occidente. Parekh
hace una referencia sumamente interesante de las últimas discrepancias de
distintos países asiáticos al respecto, y sus criticas a una vinculación forzada
y no necesaria de los derechos humanos con la democracia liberal y el
individualismo.
La respuesta concedida a la naturaleza del ser humano
nos incita en última instancia a reflexionar sobre una cuestión previa: las
culturas que dan contenido y sentido a esa definición. El vínculo cultural de
una comunidad humana se relaciona evidentemente con una lengua compartida, que
asigna unos significados sociales y simbólicos de la realidad válidos para una
comunidad determinada. Sin embargo, esta evidencia se matiza de manera bastante
singular. En primer lugar, las comunidades culturales no son impermeables ni
estáticas. En nuestro tiempo conviven unas con otras, realizando múltiples
interacciones de diferente signo. La pertenencia a estas comunidades no obedece
a un código único y rígido, ni tampoco tiene que ser una carga impositiva sobre
el sujeto, tal y como ha entendido a veces la postmodernidad. Por el contrario
el sujeto necesariamente está armado de una serie de creencias básicas con las
que interpreta a la realidad.
Las manifestaciones de la integración comunitaria son
además muy variadas, porque los bienes culturales que se comparten puede
engendrar identidades muy diferentes entre sí (no es lo mismo compartir un
vínculo religioso a una identificación étnica, por ejemplo); igualmente hay que
hacer frente a las distintas interpretaciones que pueden hacerse de un mismo
código cultural. Dos individuos pertenecientes a una misma comunidad pueden
comprender e implicarse en ella de maneras muy distintas. Por último, y esto
constituye algo fundamental, el lazo cultural está relacionado íntimamente con
el resto de las estructuras de una sociedad determinadas. La cultura no es un
elemento capaz de ser estudiado de forma aislada, como podía sostener el
pluralismo tradicional, que enfatizaba su independencia respecto al resto de la
realidad. Los distintos lazos culturales constituyen puntos de conflicto en la
sociedad, y están en constante movimiento, debido precisamente a los cambios en
el resto de las estructuras, como la tecnología o los poderes económicos. En este sentido, “politics of culture is
integrally tied up with the politics of power because culture is itself
institucionalizated power” (la políticas de cultura están integralmente
unidas con las políticas del poder porque la cultura es en sí mismo poder
institucionalizado”) (pág.343).
Con esta definición de la
identidad comunitaria Parekh salva las posturas teóricas más intransigentes que
pueden asolar el diálogo intercultural. Una identidad no estática nos libera de
la esclerosis del relativismo dogmático, pero al mismo tiempo tampoco nos
sugiere el éxito atemporal del diálogo ni la estabilidad infinita de sus
soluciones, pues está vinculado con el juego estratégico de la política . Lo
que sí facilita es una puerta abierta a la conversación plural, incluso en las
formas culturales más abiertamente autoritarias y estáticas; precisamente
porque esa no suele ser, en la mayoría de los casos, más que una posible
interpretación de esa cultura y una manifestación identitaria que no se cierra
en sí misma, sino que está abierta forzosamente al cambio.
A la hora de hablar de un diálogo intercultural,
debemos tener presente varios aspectos: En primer lugar el diálogo moral está
mediatizado bajo estructuras socioeconómicas desiguales y por tanto, no
asistimos casi nunca a un debate inter pares entre distintas
comunidades, sino de una posición privilegiada frente a otra en desventaja. El
diálogo no es independiente de las estructuras de poder ni se hace atendiendo a
una posición racional, como el autor critica a Rawls o Taylor, sino que está
abierta al juego estratégico de la política empírica y de las luchas entre
distintos grupos de intereses. Frente a una postura más racionalista o
conciliadora, Parekh propone una especie de dialéctica, no exenta de conflictos
violentos, en los que las partes enfrentadas desgastan sus propias posiciones a
consecuencia de las duras críticas que ambas reciben de su correspondiente
antagonista. Esto no es meramente una propuesta teórica, sino que parte de la
observación directa de algunos de los conflictos más clásicos del
multiculturalismo, como es la querella del turbante de la comunidad sikh de
Gran Bretaña, la prohibición del velo en la educación francesa, o la recepción
del libro Versos Satánicos de Salman Rushdie entre los círculos
islámicos y liberales.
Ahora bien, este diálogo no puede sostenerse desde el
vacío. Si así fuera los acuerdos que alcanzáramos serían meros pactos de
supervivencia entre distintas comunidades. Parekh no rehúsa a la posibilidad de
una sociedad que vaya más allá de un
mero modus vivendi: son necesarias unas condiciones e
instituciones que garanticen una estabilidad y cohesión mínima para la sociedad
multicultural, y para que los conflictos puedan dirimirse bajo unos
presupuestos mínimos compartidos. Las instituciones que se enfrentan al reto
del multiculturalismo -el estado, la sociedad política y los distintos modelos
de integración social, así como las ideas de tolerancia y libre expresión -
deben atenerse al planteamiento expresado anteriormente.
En estas circunstancias, el estado nación sufre un
grave proceso de reformulación y ya es imposible contemplarlo exclusivamente
como integrador de una comunidad homogénea cultural e histórica. Igualmente no
podremos asumir acríticamente que pueda garantizar su neutralidad respecto a
culturas que no corresponden a la defendida bajo la cultura pública dominante:
tendrá que posicionarse ante cuestiones tales como la esclavitud, la poligamia,
el incesto, la eutanasia o el suicidio. La cultura pública tenderá sin duda a
imponerse sobre otras culturas privadas como forma de vida privilegiada, y esto
es lo que debe ser corregido bajo un tratamiento “desigual” a las distintas
comunidades, bajo unas políticas defensoras de la diferencia.
Parekh con ello propone un nuevo concepto de “igualdad
a través de la diferencia” que en apariencia está opuesto a la igualdad
jurídica de los ciudadanos integrantes en un estado liberal. Esta vieja idea de
igualdad resulta engañosa en cuanto esos individuos están constituidos bajo
diversas identidades comunitarias y el espacio cultural que integra el estado
liberal en absoluto es homogéneo. El diferente trato a estas nuevas comunidades
dentro de la supuesta homogeneidad política y jurídica del estado nacional no
supone un trato de desigualdad. La igualdad precisamente hay que conseguirla a
través de un trato diferenciado para cada comunidad. De esta manera, “there is no reason to believe that the
state should represent a homogeneous legal space, for territorially
concentrated communities with different histories and needs might justly ask
for different powers within an asymmetrical political structure (…) The
state should obviously treat all its communities equally but that need not
entail identical treatment.” (No
hay razón para creer que el estado represente un espacio legal homogéneo, pues
territorialmente concentra comunidades con diferentes historias y sus
peticiones deberían justamente ser representadas dentro de una estructura
política asimétrica (...) El estado tratará obviamente a todas las comunidades
de forma equitativa pero eso no implica necesariamente un trato idéntico)
(pág.195).
De igual forma los distintos modelos de asimilación
social formulados a lo largo de la historia (desde los modelos imperiales hasta
los liberales) no representan en sí mismos una forma legítima: su validez viene
dada por las coordenadas históricas. Más bien, sostiene Parekh, deben afrontar
el cumplimiento de una serie de requisitos que posibilitan la emergencia de
sociedades multiculturales asegurando su cohesión y estabilidad. Lo que resulta
nuevo es que Parekh no pretende precisar esa garantía en términos
necesariamente liberales, como pretenden los planteamientos del último Rawls,
en forma de un “asimilacionismo cívico” y el principio de justicia como
regulador primordial y garante de la estabilidad social, amparado en su
razonabilidad. Su lista de condiciones es mucho más rica que la del resto de
los autores liberales: existe una pluralidad de circunstancias, necesarias
todas ellas para asegurar la permanencia de la sociedad multicultural. Estas
condiciones van desde la estructura de autoridad reconocida y un estado
imparcial hasta la idea de una identidad nacional plural no basada en
planteamientos étnicos, pasando por una educación orientada hacia la pluralidad
cultural. Sólo el cumplimiento de todos estos indicadores nos pueden augurar
una confianza relativa en el éxito de una política multiculturalista concreta.
En conclusión, Parekh se desmarca de cualquier
perspectiva concreta para afrontar el reto multiculturalista. Como afirma en
las últimas páginas de su libro, “from a multicultural perspective, no
political doctrine or ideology can represent the full truth of human life. Each of them, be it
liberalism, conservatism, socialism or nationalism, is embedded in a particular
culture, represents a particular vision of the good life and is necessarily
narrow and partial.” (desde
una perspectiva multicultural, ninguna doctrina política o ideológica puede
representar la verdad entera sobre la vida humana. Cada uno de ellos, ya sea
liberalismo, conservadurismo, socialismo o nacionalismo, está ubicado en una
cultura particular, y representa una particular visión de la vida buena
necesariamente estrecha y parcial”). La sucesión de esas formas políticas
garantizaría un paulatino enriquecimiento en la experiencia histórica de cada
cultura. La crítica que Parekh formula al liberalismo no se enfrenta por tanto
con sus logros prácticos, que son sumamente apreciables para las sociedades
occidentales, sino a la carga dogmática que puede suponer su formulación
teórica: el liberalismo, con todas sus bondades en la tradición de la política
occidental, no tiene que ser necesariamente la meta política para el resto de
las culturas, ni tampoco mantenerse con un estatus inmutable dentro de las
sociedades multiculturales.
A pesar de todo esto, el camino hacia las sociedades
multiculturales será difícil. En una última concesión de humildad, Parekh es
consciente de la necesidad de algo más que el cumplimiento de unos patrones
prefijados de antemano para el acuerdo multicultural: no sólo basta, en una
inspirada cita de Maquiavelo, la virtú, sino también la fortuna. La
contingencia y el devenir indefinible de los actuales procesos políticos y
sociales no deja de tener un papel nada desdeñable en la realización práctica
de este inevitable diálogo cultural, y lejos de constituir una variable externa
al diálogo, formará parte intrínseca del mismo.
[1] Cfr. TAYLOR, C., “The Politics of
Recognition”, en THEO GOLDBERG, D. (comp.), Multiculturalism, a
Critical Reader, Oxford, 1994.