Esto no es nuevo. Odiar los exámenes está
de moda entre las corrientes de la nueva pedagogía, suena progre (aunque ya no
sea ni mucho menos revolucionario) y por supuesto, cuenta con el beneplácito de
un alumnado, que lo vive básicamente como un estado de estrés permanente y de
sensación de vómito sobre el folio inmaculado.
¿Por qué tiene tanto éxito el
examen-vómito, siglos y siglos después de su invención desde los maestros
escolásticos? Básicamente este éxito viene determinado por una virtud que
conviene recordar: su objetividad a la hora de evaluar a un enorme grupo de
personas, de manera homogénea y simple. Cualquier tipo de crítica se soluciona
apelando a este simple hecho. En un mundo como era el siglo XX, en el que el
mayor reto era universalizar la educación para la población de un país entero,
era lógico que el examen acabase imponiéndose. La homogeneidad necesitaba el
examen reglado. Veamos ahora cómo se hizo objetivo. El grado extremo lo
encontramos en el sistema educativo estadounidense. Toda evaluación importante
se resuelve en forma de test con respuestas cerradas o semicerradas, en las que
el grado de objetividad es absoluto y se puede medir con centésimas el grado de
rendimiento del estudiante. Nada de subjetividad en las respuestas, ni posibles
deformaciones del profesorado a la hora de juzgar.
Así que evaluar, lo que es
evaluar, se hace a base de bien con nuestros exámenes-vómito. Otra cosa es que
lo que evaluemos tenga alguna finalidad o se corresponda con un auténtico
aprendizaje significativo y duradero. El examen-vómito solo permite mantener un
pequeño porcentaje de lo aprendido en la memoria a largo plazo que se registra
sobre nuestros sufridos hipocampos. Lo demás, sin otro refuerzo que el propio
examen, desaparece en 48 horas. Triste fin para tantas horas de estudio, desde
la primaria hasta los estudios universitarios. El consuelo de gobiernos y
alivio de administraciones educativas se convierte en un auténtico sinsentido
para los alumnos y profesores, reducidos a la altura de unos pobres palurdos
agilipollados.
Por consiguiente solo la objetividad y la
homogeneidad han permitido mantener el examen-vómito hasta nuestros días. Pero
no por el hecho de encontrarnos objetividad en un examen o un test, tenemos que
ceder ante su autoridad sagrada. Si lo que buscamos es objetividad, creemos
objetividad en otro tipo de evaluaciones del alumnado. Hoy en día existen
multitud de recursos para ello. El gran reto, sin duda, es que tenemos que
encontrar objetividad en respuestas que son heterogéneas.
Uno de los costes de esta objetividad
fuera del examen standard, sin embargo, es el tiempo que supone para el docente
desarrollarla adecuadamente. Pensemos por ejemplo, que un examen tipo test de
treinta preguntas para un examen de geografía e historia de la ESO puede llevar
hacerlo dos horas y media. Corregirlo después, en una clase de veinte personas
puede suponer una hora como mucho. En cambio, evaluar al alumno a partir de su
producción escrita más general y más libre (ya sea por trabajos de final de
trimestre o ejercicios más puntuales) supone no solo crear más producción para
ser evaluada, sino también corregir durante muchas más horas y por medio de
rúbricas, que pueden llegar a implicar más de una lectura sobre el mismo
trabajo y consumir mucha energía del profesor de turno.
Y por último surge un último
problema con el que me encuentro. Superar el examen supone no solo un esfuerzo
extra para el profesor, sino también para el alumno. Son los propios alumnos
los que demandan exámenes-vómito, porque en el fondo, es lo que supone menos
esfuerzo para ello, y concentrar su trabajo en solo las semanas anteriores al
examen. Por si fuera poco, la cultura del examen está tan extendida en nuestra
sociedad que ni alumnos ni familias se toman con seriedad los intentos para
superar su dictadura. Esperemos que como siempre, a diferencia de las leyes
educativas, los grandes cambios se asuman poco en poco.