Enid estaba harta de aquel juego. Una noche más, su esposo, ya ebrio, mostraba la última bestia abatida ante el resto de sus comensales mientras ella permanecía en silencio. Al mismo tiempo que su mano derecha levantaba una cabeza de harpía ensangrentada con un ojo atravesado por una flecha, los comensales levantaron las copas y los cuernos de toro brindando por el valor de Erec. Y al mismo tiempo que todos brindaban, los puños de Enid se cerraron de rabia. ¿Qué valor existe en que un mastodonte acorazado con loriga, yelmo, escudo y lanza se enfrente contra dragones, trasgos y bestias aladas, cuando era ella las que tiene atraerlas casi desnuda, desprotegida y desamparada? ¿Cuántas veces se mostró ella ante el peligro, en forma de trampa mortal indefensa? ¿Cuántas veces dio las gracias a su compañero por salvarla, una vez más, de una muerte segura, cuando él nunca se mostraba ante los monstruos? ¿Acaso alguna vez levantaron la copa por ella aquellos caballeros, aplaudiendo su propio coraje?
Contempló una vez más todos los trofeos extendidos sobre las altas paredes de la sala de linajes y recordó cada monstruo allí expuesto. Cien veces gritó aterrorizada antes de que el dragón intentase tomarla, el trasgo quisiera rebanar su garganta con su daga o un jabalí ensartarla con sus colmillos; cien veces sufrió la reprimenda de su insensible marido por quejarse y alejar a la presa en el último instante. Pero ahora ya no salía de su garganta ni un solo sonido quejumbroso ante la presencia amenazante de ningún monstruo. Enid había perdido la voz para casi cualquier ocasión, buena o mala. Sentía frío. Con el último de ellos, una enorme harpía de cinco varas de envergadura, esta mostró su desconfianza ante la serenidad de Enid, que mostraba su cuerpo inmaculado sin pudor alguno y clavando sobre las pupilas del monstruo su mirada desafiante. Ella se limitó a sonreir levemente bajo los labios apretados, evitando una mueca de desprecio, antes de que un dardo atravesase el ojo de la harpía y esta cayera muerta ante sus pies.
Ella no era nada sin su compañero, pero sabía que su esposo dependía aún más de ella. En el fondo, pensaba por primera vez, su esposo era el mayor impostor en el mundo de los caballeros artúricos. Era un tramposo, un pícaro que solo esperaba apostado tras una roca o un árbol el momento exacto para la estocada perfecta, la flecha envenada más letal o una trampa mortífera. Aún más, reconocía cómo su impulso sexual se acrecentaba viendo el deseo de otras bestias y monstros sobre el cuerpo de su mujer. Por eso empezó a desnudarla sin pudor ante la llegada de cualquier bestia o enemigo. Ella era el cebo descarnado, y también era la heroína. Pero aquel engaño, tarde o temprano, quedaría al descubierto. No solo sentía celos de los éxitos de su marido. Temía el día en que se hartase de ella, o que su cuerpo dejase de ser lo suficientemente joven y atractivo para las bestias y caballeros oscuros, y que directamente, la dejase morir en manos de cualquier monstruo, disfrazado de un trágico accidente. Aquel aciago final empezaba a repetirse en sueños, después de cada agónico triunfo, y prefirió adelantarse a esa tragedia. Aquella última noche, concretamente, vio en su marido algo que nunca había visto. Su mirada libidinosa no escapaba del cuerpo de una joven sirviente, hechizado por su tierna edad, su frente blanca y el espejo de sus ojos. Enid, a falta de habla, era una gran observadora. No había duda. Aunque fuera de forma furtiva, su marido empezaba a escrutar el cuerpo de otras mujeres más jóvenes que ella. Y ese era el signo que debía precipitar la tragedia.
El desenlace de la historia no lo narró Chretien de Troyes, inconcebible para el canon estrecho de su época. Enid esperó tumbada en el lecho de su alcoba, sin otra ropa que su propia piel blanca, como otras tantísimas veces, a que su esposo llegara ebrio después de celebrar la muerte del monstruo con el resto de los caballeros. La poseyó sin piedad, arremetiendo como el viejo uro de antaño tomaba a una ninfa indefensa. Al fin y al cabo, las reglas del amor cortés eran solo un delicado velo social que se rasgaba tras la alcoba. Después de consumar el acto, satisfecho y lleno de vino, quedó dormido entrelazado en los brazos de Enid. El cebo había funcionado una vez más, pensó ella. Entonces los dedos de Enid acariciaron por última vez la aspera mejilla de Erec y le dio un suave beso en sus labios. Deslizó cuidadosamente su cuerpo menudo del abrazo inmenso de su marido, se levantó con sigilo, y sujetó con las dos manos el hacha mellada que había derribado tantos dragones y trasgos. La levantó con esfuerzo sobre su cabeza, y después dejó caerla sobre el cuello de su esposo.
Lo único que vieron los sirvientes del castillo al día siguiente fue la cabeza de Erec sobre una pica en la sala de armas, rodeado de todos los trofeos y víctimas que se había cobrado en su vida, y la alcoba de Enid vacía, con el lecho cubierto con ríos de sangre coagulada. Chretien pensó que un monstruo finalmente había derrotado a Erec, y se había llevado a la desdichada Enid como trofeo. Al fin y al cabo, ese era el destino de todo caballero artúrico: encontrar una bestia más fuerte que él, que acabaría derrotándolo en la cima de su gloria. Y de Enid, lo único que podemos aventurar fue su conversión en una bestia errante más, rezumando odio y furia en sus ojos, y que acabaría abatida algún día lejano por un nuevo caballero.