Dentro de los grandes mitos fundacionales del liberalismo, figura en un primerísimo lugar la fábula de las abejas de Mandeville. Las abejitas, que actuaban siguiendo su vicio y placer, reportaban inconscientemente beneficios a la colonia. Pensemos en los ricos de nuestra sociedad. La abeja rica se despreocupa de las demás, solo busca obtener más beneficios, y gastarlos. Pero al gastar su dinero se inicia el círculo virtuoso: da trabajo a multitud de abejas pobres, y ayuda a distribuir los beneficios que ya sea por su duro esfuerzo o por razones menos virtuosas (la especulación, el robo, la herencia, la suerte y un largo etcétera, todo vale). Reconozco que la fábula de Mandeville me fascina y apunta a intuiciones sumamente importantes para la economía. Pero el problema es tomar una fábula como un criterio científico, absoluto, aplicable a cualquier circunstancia histórica. Y eso fue lo que hizo el liberalismo con estas enseñanzas.
Pensemos que en torno a tan sencilla fábula, han girado algunas de las medidas económicas típicas de las administraciones americanas y europeas en los últimos treinta años: Bajemos los impuestos de las abejitas ricas y estimulemos sus vicios privados (el beneficio a corto plazo, especulativo o sus salarios desorbitantes), porque ayudando al rico, socorreremos de rebote al más pobre, que trabajará para el rico.
Desgraciadamente, en los últimos años hemos visto que la fábula no funciona con la perfección que esperaban los liberales de ella. La abeja viciosa -y por lo tanto rica- ha demostrado ser más destructiva de lo que esperaba Mandeville de ella. El rico se ha enriquecido a costa de los demás (otros ricos y muchos pobres: temible juego de suma cero) y ese efecto colateral de beneficiar a más gente con sus vicios particulares no compensa ni de lejos el daño provocado a la colonia de abejas en conjunto.
En definitiva, los vicios privados, inmorales, no siempre generan un beneficio público.
Los ejecutivos de Wall Street han perdido la aureola de santidad que lograron en las últimas décadas y se vuelven a ver como esos desalmados hombres de chistera, fumadores de puros que inmortalizó Eisenstein en sus películas de blanco y negro de la caída Unión Soviética. Lo impensable hace un par de años.
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