Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

miércoles, 10 de febrero de 2010

RELACIONES PELIGROSAS.

Gobierno e Iglesia han mantenido una postura beligerante en los últimos años. Por un lado, y desde la perspectiva de la izquierda, el vaciamiento de su contenido ideológico (la limitación de reformas sociales o la aceptación del libre mercado) ha motivado que viejos temas que permanecieron dormidos durante años hayan vuelto a aparecer con fuerte belicosidad. El anticlericalismo y el laicismo, elemento dominante de la ideología progresista decimonónica, han sido retomados con fuerza para intentar acortar esa crisis de contenidos entre los partidos de izquierda y mantener con una mínima cohesión a sus cada vez más heterogéneas bases. Es preciso distinguir un estado aconfesional o neutral de otro laicista. Pero la postura de la iglesia no tiene por qué estar exenta de críticas. Le cuesta renunciar a una tradicional posición dominante en el panorama educativo y cultural español y aceptar la eliminación de privilegios económicos. Más allá de esta querella política entre gobierno e iglesia y el modelo de relaciones deseables entre ambas, importa señalar qué vías de actuación o manifestación pública tiene la iglesia ya no en relación a un estado sino con una sociedad crecientemente agnóstica y multicultural como es la española.
No es nuevo aseverar que si el anticlericalismo es anacrónico, la Iglesia tiene que asumir el hecho que ya no es la única voz en nuestra sociedad. La vieja comunidad católica y homogénea que era España hace apenas dos o tres décadas se está convirtiendo en un recuerdo del pasado. La sociedad de este país es una de las más liberales y permisivas del mundo, y el cristianismo en España se parecen a las casas viejas de Galicia: una hermosa y dura fachada de granito nos oculta que por dentro el tejado se han venido abajo y las maderas están podridas por la carcoma y la humedad.
Aquí estriba a mi juicio la primera contradicción desde la iglesia. Por un lado, son bien conscientes que existe un problema desde la base: detrás de unas estadísticas relativamente favorables que confirman la mayoría católica del país (tres cuartas partes de la población), la realidad es que la sociedad española es agnóstica en la práctica cotidiana, atada a unos rituales cristianos dos o tres veces en su vida que son “bien vistos” socialmente. Del otro lado, sostienen que en cuanto que la mayoría se sigue denominando cristiana, tenemos el derecho a una intervención privilegiada sobre la sociedad, a través de la educación y de unos ingresos económicos por parte del estado. Una de las principales razones que fundamentan ese trato de favor parte de la idea de que esa intervención daría una mínima garantía para que la sociedad se mantuviera en unos valores, y siga una educación en la fe y una “senda moral aconsejable”, en terrenos como la familia, la defensa de la vida, o la justicia social. Es decir, que para recuperar el terreno perdido y reevangelizar España, el mejor tratamiento es continuar con los mismos remedios de siempre, una intervención “desde arriba” que no descarta la abierta hostilidad hacia los elementos no creyentes. Esta postura, hoy en día, se revela anacrónica y en ocasiones, contraproducente e inadecuada.
Una de las razones de este malentendido a mi modo de ver, es el hecho que la iglesia no debe equivocarse con quien habla. Está bien reconocido por todas las partes que el estado es aconfesional y neutral. Ahora nos toca reconocer que la sociedad a la que nos dirigimos no es la que hemos tenido siempre. No todos pensamos igual y empieza a plantearse el hecho que en una sociedad multicultural, el manifestar nuestra superioridad moral sobre el resto de las comunidades integrantes muestra un paternalismo difícilmente digerible para esos grupos.
Tal vez deberíamos acostumbrarnos a pensar que cuando la Iglesia hable o critique los males de la sociedad, sean los cristianos, sus principales receptores. No podemos cruzarnos de brazos y esperar que sean los otros, los inmorales, insolidarios, promiscuos, laicos o agnósticos, los que escuchen el mensaje, mientras nosotros pensamos que tenemos los deberes hechos y bien cumplidos y esperamos una “milagrosa conversión” del otro lado. Lo único que puede suscitar en ese lado es indiferencia o incluso repugnancia por su carácter paternalista y prepotente. Un agnóstico de hoy en día puede estar tan desinteresado del mensaje de la iglesia como nosotros lo estamos del mensaje que puede hacernos llegar el imán de la mezquita de Madrid. Así, de igual modo que un imán habla para su comunidad de creyentes, la iglesia debe ir acostumbrándose que habla a los cristianos y que su autoridad moral se limita a ellos.
Por ejemplo: una autoridad cristiana no gana nada llamando en público a los homosexuales depravados morales, promiscuos o pecadores. Un homosexual nos podrá responder: “me parece totalmente legítimo que usted considere aberrante la homosexualidad, pero manténgalo dentro de su comunidad, y no en la pública”. La iglesia se tiene que limitar a dar razones a los que llamamos cristianos, reflexionar por qué les parece mal. Pero hay que dejar de creer que los que no piensen de nuestra manera son “gente extraviada” a los que hay que convencer por todos los medios que están equivocados y que nosotros tenemos la razón. Será un diálogo de sordos y no alcanzaremos ningún resultado. Ante este resto de no creyentes, la Iglesia tan sólo puede aconsejar con humildad. Naturalmente es lícito presionar cuando los derechos fundamentales de una tercera persona inocente corren peligro, pero incluso aquí presionaríamos como una fuerza más de la sociedad civil de nuestro país. Una fuerza que no cabe duda que es importante, pero es eso, una más entre otras.
Parecería que esto eliminaría una de las facetas claves del cristianismo, su pretensión de universalidad. Si aceptamos lo dicho hasta el momento, ¿dónde quedaría el deseo cristiano de llevar la Buena Nueva al resto del mundo? ¿Debemos permanecer inactivos ante circunstancias que consideramos inmorales? Esta es la parte que más ha preocupado a gente como Rawls o Habermas para incluir a grupos religiosos dentro de una democracia plural en la que saben que van a perder posiciones más que ganarlas. He de incidir en el hecho que sólo he manifestado mi desdén por una forma de proselitismo, un proselitismo podríamos llamar “de discurso”, en forma de palabras, valoraciones y razonamientos. Pero han existido –y existen- otras formas de manifestar nuestro inconformismo o completa repulsa ante una situación, sin necesidad de apelar al discurso paternalista o a la coerción violenta.
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Un filósofo, Wittgenstein, decía que las cuestiones éticas o religiosas no podían ser expresadas con palabras o conceptos. Tienen que ser mostradas o vividas antes que dichas. La palabra, ella sola, mata la vida, la deja sin significado. Aquí tampoco es cuestión de alcanzar tal radicalismo: ambas cosas se complementan. Pero para nuestro tema, un proselitismo bien entendido no tiene que basarse en la palabra, o por lo menos dejarla aislada y en primer lugar. No es casualidad que los individuos de la iglesia que generan mayor respeto entre la sociedad, incluso en las capas agnósticas o ateas, sean los misioneros en el Tercer Mundo. Estos misioneros viven en culturas donde la tradición cristiana es débil: la tradición y los sermones valen de muy poco allí. Frente a la palabra o la razón abstracta, estos cristianos han antepuesto su vida como forma de predicar más efectiva y de hacer universal nuestra religión. Si alguien tiene hambre, le das de comer. Después, deja a esa persona que se pregunte por qué alguien le ha ayudado. Entonces ese es el momento de la palabra y de las razones, pero no antes. Pensemos que el cristianismo llevaba varios siglos de ejemplo (a menudo con sangre de mártires) antes que el viejo emperador Teodosio, allá por el siglo IV, la arropara como única religión del imperio y a la postre, de la civilización occidental durante su dilatada historia.

Es aceptando este punto de vista desde donde creo que debería entrar el debate. Educación e ingresos (aunque esto último es más cuestionable) son plenamente justificables cuando se trata de una comunidad religiosa que tiene el derecho a manifestarse en libertad y recoger las demandas de un sector de la sociedad para nada minoritario. Pierde por completo su justificación en cuanto rebasa este ámbito. La iglesia forma parte de una sociedad civil, un conjunto de fuerzas sociales de todos gustos y colores, en el que aparecen nuevas religiones y nuevos ideales. Tal vez no nos guste lo que está ahí fuera, pero el caso es que no tenemos autoridad para imponer nuestros principios violentando la libertad de elección del resto, dignas de nuestro respeto, aunque no se compartan necesariamente.
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La solución al problema, la llave de San Pedro. Villanueva de la Serena.

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