Releyendo los textos de selectividad para los alumnos de bachillerato, me encuentro cada año con el pequeño opúsculo de Kant "Qué es la Ilustración". Una obrita menor, apenas unas páginas sin excesiva profundidad filosófica, divulgativa, y dirigida a un público menos formado de lo habitual para leer a este prusiano de palabra profunda e incomprensible. Quizás precisamente porque Kant aquí aparece más humano y menos elevado que en otras partes de su obra, esta obrita me resulta más digerible que todas las demás. Es en esta obra donde aparece su distinción clásica entre uso privado y uso público de la razón. Bajo el primer principio, el individuo, como miembro de una sociedad bien ordenada y sostenida bajo la autoridad de un estado, debe mantener el principio de obediencia hacia la legalidad instituida. Algo fácil de soportar para un alemán, en el que la obediencia a un estado forma casi parte de su misma naturaleza. Pero por otro lado, Kant sostiene la obligación y el derecho del individuo , en cuanto ser autónomo y como miembro de una sociedad ilustrada, la posibilidad de actuar de forma crítica con toda aquella legislación con la que no está conforme. Es decir, se exige la libertad de conciencia, de pensamiento y de imprenta, clásica en el liberalismo moderno.
Posiblemente los revolucionarios de todas las épocas, desde los jacobinos de la Revolución Francesa hasta los movimientos antiglobalización, no estarían de acuerdo con esta solución de compromiso con la legalidad que propone Kant, y tal vez esa sacralización del poder estatal no vería las injusticias que pueden provenir de semejante control incuestionado de autoridad. La historia de Alemania es rica a este respecto: la sumisión del partido socialdemócrata al estado en la I Guerra Mundial o en la fase de ascenso al poder de Hitler, o las apelaciones al principio de obediencia en los enjuiciados de Nuremberg pueden enseñar mucho a este respecto. Pero Kant es, una vez más, coherente consigo mismo: no aceptar el principio de obediencia a la legalidad significaría universalizar nuestro comportamiento, y provocar una grieta en la estabilidad de la sociedad que acabaría por conducirnos a la anarquía. Si uno deja de pagar sus impuestos porque los considera elevados, el resto no tiene por qué pagarlos, y conduciría al estado a la bancarrota. Antes bien, diría Kant hoy en día, movilicese en la sociedad civil, dé su voto a un partido que represente sus ideas, y aguarde a que el estado proponga la reforma desde dentro. Pero mientras la ley no cambia, usted debe seguir pagando religiosamente sus obligaciones con el estado, para que la maquinaria social siga funcionando adecuadamente.
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Dejando de lado su ambivalencia ante la autoridad del estado, Kant tiene las cosas muy claras respecto a otros "tutores" que deben relegar sus viejos privilegios de autoridad ante la sociedad: las comunidades religiosas o iglesias. Ante ellas, la postura de Kant es muy clara. El sacerdote católico o el pastor protestante debe usar alternativamente la razón tanto en el ámbito privado como el público. Es decir, debe prestar un servicio de obediencia hacia la institución a la que pertenece, pero al mismo tiempo, se exige que sea una persona ilustrada con responsabilidades ante la sociedad civil. Esto, traducido al lenguaje de Kant vendría a ser lo siguiente:
"De la misma manera, un sacerdote está obligado a enseñar a sus catecúmenos y a su comunidad según el símbolo de la Iglesia a que sirve, puesto que ha sido admitido en ella con esa condición. Pero, como docto, tiene plena libertad, y hasta la misión, de comunicar al público sus ideas --cuidadosamente examinadas y bien intencionadas-- acerca de los defectos de ese símbolo; es decir, debe exponer al público las proposiciones relativas a un mejoramiento de las instituciones, referidas a la religión y a la Iglesia. En esto no hay nada que pueda provocar en él escrúpulos de conciencia."
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Kant publicó esta obra hace casi 230 años: más de siete generaciones en la cronología de Ortega. Podemos decir que su alejamiento en el tiempo comienza a ser considerable: Ha pasado un tiempo prudencial para poder exigir a las iglesias occidentales una reflexión sobre este cometido que les impone este filósofo. Y yo me planteo con estupor hasta qué punto esta propuesta de Kant ha sido asumida por las iglesias actuales. Están muy frescos los escándalos por pederastia que asolan en estos mismos días la iglesia del Vaticano. No es, en realidad, algo nuevo. Estos escándalos en décadas pasadas han ocasionado que Irlanda deje de considerarse tradicionalmente católica, por ejemplo, y la institución eclesial sea vista con creciente recelo.
Lo grave de este asunto no es que se den estos casos de sexualidad enfermiza dentro de la iglesia: ningún grupo de la sociedad está libre de ellos, aunque una crítica seria apuntaría a qué tipo de gente ingresa en algunos sectores de la iglesia (no todos), y si existe hay algún tipo de control psicológico sobre ella. Como en el ejército, la falta de vocaciones tal vez permite la entrada en su seno a todo aquel que lo desee, sin importar demasiado de donde venga. Lo que es extremadamente grave es que la autoridad eclesial no haya sido lo suficientemente dura con estos casos, en nombre de una caridad y un perdón mal entendido. Aquí la iglesia incumple la sensata propuesta kantiana de pertenecer, antes de nada, a una sociedad civil y medianamente ilustrada, con todas las obligaciones que eso implica: la propia mejora de su institución de cara a esa sociedad plural. Haría bien aquí plagiando la famosa frase de Richelieu: "Somos católicos, pero antes de católicos, liberales". Se ganaría mucho si esa frase tuviera más adeptos decididos en la alta jerarquía y se perdiera el pánico a una pérdida de prestigio moral por el estallido de estos escándalos.
La jerarquía eclesial se defiende ahora diciendo que estas críticas de inactividad, denunciadas en el New York Times, y dirigidas al mismísimo Benedicto XVI, son parte de una campaña de difamación por parte de sectores laicos y ateos de la sociedad occidental. Demasiadas veces ha sonado ya esta canción, y permítanme ponerla en duda, al menos en parte. En lugar de lanzar balones fuera, acción y responsabilidad: más vale tarde que nunca, aunque sea doscientos años después de Kant.
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