
Ha habido muchos retratos de regímenes totalitarios o autoritarios, y la literatura occidental le ha dedicado una cantidad considerable de páginas. Si en el siglo XIX las novelas realistas orientaron sus miradas hacia los cambios sociales del capitalismo y el liberalismo, algunas de las novelas europeas fundamentales del siglo XX se centraron en los horrores del estado y su relación con los individuos. George Orwell, Alexandr Soljenitsin, Arthur Koestler o Vargas Llosa en Latinoamérica, dedicaron muchas páginas a la crítica de ese estado o esa utopía. Pero al igual que muchas novelas del existencialismo, eran productos de intelectuales, excesivamente ideologizados, pensados, categorizados. Les faltaba una auténtica dosis de realidad, una experiencia vital interna. En definitiva, las novelas occidentales están hechas por espectadores del estado, no por experiencias del mismo.
Producto de estas simplezas y de esa deformación ideológica de toda dictadura, cuando yo hablaba hace unos años con Damian o con Liba, gente de Europa del Este llegaba a conversaciones tan estúpidas como estas:
- ¿Qué hacíais con el comunismo? ¿Os podíais divertir entonces?
- Pues claro que sí. Teníamos fiestas y bebíamos vodka a escondidas. ¿Qué os creíais?
Y la misma pregunta hacía a mis padres:
- ¿Cómo podíais vivir con el franquismo?
- Bueno, salíamos de fiesta los viernes.
Y cuando en mi aldea gallega preguntaba a los emigrados argentinos o paraguayos de las dictaduras latinoamericanas, su respuesta casi hería nuestro sentimiento liberal:
- En realidad se vivía bien. Los militares te respetaban si no te metías en política, y había orden.
Si seguimos los argumentos anteriores, Hobbes parecía tener razón: el orden está antes que la libertad, y la libertad es un pensamiento residual en el conjunto de una población, una necesidad que solo unos pocos poseen. De hecho, una parte importante de las dictaduras caen por su incapacidad de enmendar los errores que comenten, y no por la falta de libertad. Más de un teórico político sostiene que la libertad democrática es meramente un instrumento para evitar errores y no es un valor importante por sí mismo.
Producto de estas simplezas y de esa deformación ideológica de toda dictadura, cuando yo hablaba hace unos años con Damian o con Liba, gente de Europa del Este llegaba a conversaciones tan estúpidas como estas:
- ¿Qué hacíais con el comunismo? ¿Os podíais divertir entonces?
- Pues claro que sí. Teníamos fiestas y bebíamos vodka a escondidas. ¿Qué os creíais?
Y la misma pregunta hacía a mis padres:
- ¿Cómo podíais vivir con el franquismo?
- Bueno, salíamos de fiesta los viernes.
Y cuando en mi aldea gallega preguntaba a los emigrados argentinos o paraguayos de las dictaduras latinoamericanas, su respuesta casi hería nuestro sentimiento liberal:
- En realidad se vivía bien. Los militares te respetaban si no te metías en política, y había orden.
Si seguimos los argumentos anteriores, Hobbes parecía tener razón: el orden está antes que la libertad, y la libertad es un pensamiento residual en el conjunto de una población, una necesidad que solo unos pocos poseen. De hecho, una parte importante de las dictaduras caen por su incapacidad de enmendar los errores que comenten, y no por la falta de libertad. Más de un teórico político sostiene que la libertad democrática es meramente un instrumento para evitar errores y no es un valor importante por sí mismo.
En definitiva, lo que estas dictaduras habían logrado era mantener una parte importante de la población en una vida cotidiana completamente ajena al campo de la política. El activista político es siempre minoritario, que solo tiene éxito en contadas ocasiones de crisis. Lo que opera en las dictaduras es el olvido de la historia y la complicidad del delator. Esto lo vio como nadie Vasili Grossman en las últimas novelas que escribió, Vida y Destino y Todo Fluye, en la época de la desestalinización de Krushev.