Volvemos a nuestro blog con los límites de la tolerancia. Esta vez de la boca del sr. Dragó, egocéntrico de profesión, de boca demasiado ancha y que posiblemente ahora ande algo arrepentido de contar por ahí sus fantochadas de Tokyo. Suele ocurrir en el gremio de artistas y literatos situaciones semejantes y si he de reconocer la verdad, no sé por qué todavía este tipo de situaciones siguen generando polémica. Estoy sumamente cansado de escuchar este tipo de declaraciones, que suenan demasiado a argucias provocadoras para llamar la atención del personal y en este caso, vender un libro. Desde Bukowski y la generación beatnik hasta Irvine Welsh y la novela punk (con mucha más clase, por supuesto, y también mucho más inmoral y provocativo), siempre salen a la luz este tipo de vivencias escandalosas para la sociedad bienpensante y políticamente correcta. Y esto seguirá así: basta que la sociedad fije un código moral, por digno y perfecto que sea, que el artista occidental, en nombre de la libertad y la creatividad (y el negocio), se sienta irresistiblemente tentado a romper esos moldes.
Claro que si este tipo de declaraciones no son nuevas, la reacción altisonante de las voces críticas con este escritor también suenan a fanfarrias del pasado. A más de uno le gustaría actuar de ayatoláh Jomeini y hacer de este escritor un nuevo Salman Rushdie o algo por el estilo. Semejante llamamiento talibán sobra igualmente, aunque el estado tenga el derecho a renunciar a cualquier posible mecenazgo del autor. En cualquier caso, situaciones como esta me convencen una vez más que los dogmas están a ambos lados del espectro ideológico: la tolerancia siempre tiene límites infranqueables para todos los individuos, sea cual sea su ideología. Muchas veces el arte se ha cebado en la tradición religiosa, otras en la ecología. Ahora han tocado la fibra sensible del progresismo (en el fondo es la convención de nuestros días). Estos tienen todo el derecho a berrear en nombre de la dignidad humana, pero ya han caído en la trampa del artista. Poco importa que sean unas pretendidas memorias o una novela: la creación artística no tiene límites morales y el artista apela ahora a sus criterios personales para justificar su obra. El ofendido pasa a ser censor de la obra y al mismo tiempo su máximo publicista. Contradicciones que tiene la vida.
Y es que ante estas obras que parecen quebrar nuestro orden moral, la única respuesta es el silencio y no la prohibición o la recriminación a grandes voces. No tenemos por qué leer el libro: nadie nos obliga a hacerlo. Tampoco tenemos por qué seguir dándole más publicidad. No conceder ni una palabra más a lo que pensamos que son meros egocentrismos de dudoso gusto. Y se acabó.