No ha constituido ninguna sorpresa destacable la tibia declaración de Obama y Clinton en relación con lo que está sucediendo en el mundo árabe. La demanda de una mayor concesión de libertades a los pueblos árabes solo se pueden encauzar por la vía pacífica y la moderación. Y es que los intereses geopolíticos y la estabilidad internacional priman muy por encima de las demandas democráticas de poblaciones cansadas de regímenes oligocráticos y corruptos.
El deterioro de estos regímenes, azotados cada vez más por complejas crisis internacionales a las que no pueden responder con sus medios tradicionales, dejan un vacío de poder que hacen temblar las complejas redes de alianzas internacionales entre occidente y el mundo árabe para mantener a raya el problema del terrorismo islámico. Y es que, como casi siempre ha ocurrido, nuestras mentes conservadoras y bienpensantes consideran siempre mejor un poder fuerte que una promesa de democracia que puede transformarse rápidamente en la caída en la anarquía. Es siempre mejor un Hobbes realista que un Rousseau prometedor. Esa fue la posición oficial de EEUU ante los regímenes de Franco, Salazar, Pinochet, Videla y otras tantas dictaduras durante la Guerra Fría, y venía a ser el status quo vigente con las actuales autocracias árabes. Una actitud hipócrita y esquizofrénica si se quiere, pero que está alimentada por la propia historia reciente. Las experiencias fallidas de modernización democrática en el mundo árabe, desde la revolución de Irán (que condujo a un régimen fundamentalista) hasta las experiencias de Argelia en los años noventa (el auge del FIS motivó una renovada represión del régimen militar), motivan una gran desconfianza hacia estos levantamientos populares que pueden tener el riesgo de una mayor islamización de estos países, como respuesta a su incapacidad para ingresar en el marco occidental de forma rápida y exitosa. Bani-Sadr, primer presidente de Irán después de la revolución que derrocó al Sha de Persia en 1979 y exiliado del país cuando el clero islámico se hizo con el poder, subraya estos peligros en un artículo publicado hoy en el Herald Tribune. El derrocamiento de un dictador no implica necesariamente el inicio de una vía democrática. La sustitución de las élites debe ser total, al mismo tiempo que es necesaria una amnistía tanto hacia los viejos opositores como hacia el gobierno recién derrocado. Ignoramos si estas recetas pueden ser efectivas, más de treinta años después.
La pregunta eterna para los analistas políticos es si podemos convertir el presente como un remanso siempre claro y tranquilo de aguas que parecen bien apresadas, o si debemos tener una aguda intuición para reconocer cuando la presa se rompe y la corriente nos puede empujar a la deriva. Esto fue lo que las élites y las masas de las “transiciones latinas” aprendieron a hacer en los setenta y ochenta y lo que ahora se demanda para los países del Magreb y Oriente Medio.
Manifestaciones en El Cairo.