Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

sábado, 22 de octubre de 2011

BUSCANDO A HOBBES EN LIBIA

      ¿Acabarán echando de menos los libios a un personaje tan terrible a los ojos de la comunidad internacional como Gadaffi? Ante las circunstancias de la muerte del dictador, esta es una pregunta que muchos empiezan a plantearse de cara al futuro más próximo. En realidad, sabemos muy poco de la realidad libia, pero los detalles que nos llegan es de una sociedad que difícilmente podemos equiparar con la del estado nacional más débil. Dividida en clanes y tribus de diferentes lealtades, con fronteras irreales marcadas por el antiguo colonialismo italiano, resulta casi imposible imaginar el surgimiento de una sociedad armónica en la que pueda aparecer una idea de bien común.  Esto hace esperar que los resultados de la "primavera árabe" vayan a ser muy distintos de unos países a otros. Túnez, Egipto, Marruecos o Libia van a encontrarse con procesos opuestos entre sí. Y el caso de Libia quizás se convierta en el más problemático de todos.
        Y lo cierto es que ejemplos de esa disparidad de resultados no nos faltan en nuestra más próxima historia. Hace casi veinte años y con la caída del comunismo en Europa del este, nadie se esperaba una guerra civil que durase una década y que encendiera los Balcanes. Todos suponían que la "transición" de Polonia, arrancando desde el propio partido comunista, o la "revolución de terciopelo" checoslovaca serían los ejemplos a seguir para el resto de los países. Rumanía por ejemplo mostró su lado más oscuro y el dictador Ceaucescu acabó asesinado por sus opositores políticos. Pero indudablemente, fue la experiencia yugoslava la que ofreció la cara más amarga de la caída del comunismo. La desaparición del peculiar régimen político creado por Tito tras la II Guerra Mundial, supuso en Yugoslavia el regreso a los enfrentamientos seculares entre serbios, croatas, kosovares y bosnios.  Fernando Vallespín escribió entonces un artículo periodístico que nos sirve de inspiración al nuestro, "Hobbes en los Balcanes", y hablaba precisamente del peligro que suponía la desaparición de un orden fuerte (y ciertamente despótico) que permitió a comunidades largo tiempo enfrentadas mantener una tolerancia aceptable. El riesgo de la guerra civil se convirtió entonces en una cruda realidad. El mismo riesgo al que se enfrentan varios países para los próximos años: Somalia, Libia, Siria, Afganistán o Irak, y por el que han pasado otros muchos países olvidados de África, como Angola o Chad. 
                                                  Esa era la razón primordial que esgrimia el filósofo inglés del XVII para optar por la monarquía absoluta y las dictaduras frente a cualquier otro régimen político. En una Inglaterra dividida entre católicos, anglicanos y calvinistas, y sometida a enfrentamientos civiles que duraban décadas, la figura de Thomas Cromwell supuso una paz duradera mantenida con puño de hierro, y Hobbes supo muy bien reconocer las cualidades del dictador frente a los anteriores desórdenes internos. La posición de Hobbes era por otro lado de un fuerte pesimismo antropológico, hijo de su tiempo: el hombre, entendido como una máquina con una programación inalterable, solo va a saber guiarse por el egoísmo propio y el miedo a la muerte. Precisamente, ese miedo a la muerte, es lo que hace a los hombres caer en los brazos de los dictadores y los hombres fuertes. Garantes del orden, van a eliminar con su autoridad cualquier violencia gratuita del país, pero a un coste muy alto: el de todos los derechos de los cuidadanos. Esta es una posición muy atractiva en tiempos de crisis, y si la inestabilidad se mantiene por mucho tiempo, no tardaremos en ver salvadores mesiánicos de estos países a la vuelta de la esquina. La ciudadanía tendrá la última palabra en aceptar o no esos abusos de poder o superar ese miedo hobbesiano por sus propios medios. A nosotros, en cualquier caso, solo nos quedará ver el proceso desde las gradas, como en partido de fútbol, y como mucho, animar a nuestro equipo favorito o insultar al árbitro o al equipo contrario.   

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